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Marta Traba frente al arte en Venezuela

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Por ALBERTO FERNÁNDEZ R.

I. Esbozo de una intelectual

Marta Traba (1923-1983) se graduó como profesora de Enseñanza Secundaria, Normal y Especial en Letras por la Universidad de Buenos Aires en 1944. Lejos de ser anecdótico, este dato biográfico resume, en buena medida, su trayectoria como intelectual. Porque ella fue, en esencia, una intelectual comprometida con el devenir de América Latina. Su formación académica consistió en el aprendizaje del latín y el griego, y la introducción a varias tradiciones literarias. No es de extrañar su conocimiento del lenguaje. Ni su amor por los libros, tanto si se trataba de leerlos como de escribirlos. Fue una lectora voraz; su obra madura articuló uno de los aparatos conceptuales más sofisticados que circularon en su tiempo, a partir de autores como Herbert Marcuse, Theodor Adorno, Claude Levi-Strauss, Marshall McLuhan, Pierre Bourdieu o Roland Barthes. Y fue, sobre todo, una escritora prolífica que fluctuó entre dos tipos de discursos: la literatura (1) y la crítica de arte.

Publicó cerca de 22 libros y más de 1.200 textos periodísticos y ensayos alrededor de las artes visuales. Su formación en este campo fue libre, autodidacta si se quiere. Luego de trabajar en la revista Ver y Estimar bajo la dirección del crítico Jorge Romero Brest, viajó a Europa —concretamente a Italia y Francia— en 1948 para continuar sus estudios. Es decir, también realizó esa suerte de rito de iniciación que luego tanto cuestionó a los artistas. En París, que para entonces era un centro de la intelectualidad latinoamericana, se familiarizó con las teorías relativas a la sociología del arte de Pierre Francastel; y conoció al periodista Alberto Zalamea, su primer esposo, con quien se trasladó a Bogotá en 1954.

Además de su estrecha relación con las letras, su título universitario da cuenta de otra faceta: Traba fue una profesora formada como pedagoga. Esto no solo cobra sentido al recordar su vinculación con las diversas instituciones en las que dictó cursos y conferencias. Ella fue una maestra empecinada con la educación sensible del gran público. Una misión auto impuesta en la que pocos han sido tan eficaces; su legado en el contexto colombiano, aún vivo, así lo evidencia. Dicha eficacia está relacionada a su maestría en el uso de la palabra hablada o escrita, su habilidad para traducir imágenes en unos términos comprensibles para la audiencia y su visión para adaptar la actividad crítica a medios masivos como la radio y la televisión. Esto último, además, fue definitivo para su asunción como máxima rectora del arte en Colombia. Su caso es un ejemplo de esa función que Paul F. Lazarsfeld y Robert K. Merton conceptualizaron como el “otorgamiento de status” (2), que básicamente explica cómo ciertos temas, personas o grupos ganan legitimidad social en la medida que logran atraer la atención favorable de los medios de comunicación.

Su interés por insertar el arte en el debate público es consecuencia directa de su proceso de politización.Un proceso en el que fueron claves dos situaciones: la concientización alrededor de las desigualdades que aquejaban —y siguen aquejando— a los países latinoamericanos, y el triunfo de la revolución cubana en 1959, que se proyectó como una alternativa endógena al desarrollo y un frente de resistencia ante el imperialismo de los Estados Unidos. Al menos hasta que fue irrefutable el carácter autoritario del régimen de Fidel Castro, concretamente cuando encarceló al escritor Heberto Padilla en 1971, lo que provocó el rechazo de un buen número de intelectuales. El punto es que Traba creyó en la urgencia de empoderar a las comunidades y trató de propiciarlo desde el campo de la cultura. Por esta razón, terminó por privilegiar un arte capaz de “comunicarse progresivamente con un público, para ayudarlo, a través de distintos niveles de esclarecimiento, a conocerse y liberarse” (3).

II. Vivir en Caracas

Marta Traba residió en Caracas entre 1974 y 1978. Lo hizo tras su paso por Colombia, donde encontró las oportunidades para posicionarse como una de las principales moderadoras del debate artístico en la región, hasta que en 1966 el gobierno presidido por Carlos Lleras amenazó con deportarla y finalmente le obligó a dejar sus cargos en la Universidad Nacional y el Museo de Arte Moderno de Bogotá; y sus estancias en Puerto Rico, en cuya universidad dictó clases hasta que el gobierno estadounidense no renovó su visado, y en Uruguay, donde fue testigo del giro autoritario que tomó el cono sur por cuenta de las dictaduras militares. Para ese entonces Venezuela —un reducto de democracia— y su arte le eran familiares. Desde 1963 visitó el país asiduamente, ya había publicado con Monte Ávila Editores y sus textos críticos aparecían con regularidad en la prensa.

Precisamente, su artículo “El arte latinoamericano: un falso apocalipsis”, publicado en El Nacional en 1965, supuso el inicio de una enconada polémica que la enfrentó con intelectuales venezolanos. A su entender, el arte de la región estaba experimentando un proceso de “despersonalización”, que respondía a causas como “el afán de incorporarse, mimetizándose, con el grupo ya existente” de los artistas latinoamericanos asentados en París y Nueva York, que es la situación que ampliamente discute en su texto (4). Este episodio es significativo por su temprano cuestionamiento a la relación asimétrica entre los centros y las periferias, que es el núcleo de la crítica postcolonial, y por ilustrar el modo estratégico en que usó la polémica para situar sus ideas en la esfera pública. En el marco de esta discusión, fue invitada a dictar tres conferencias en el Museo de Bellas Artes de Caracas, intervino en programas de radio y televisión, y participó en un debate final en el Ateneo capitalino.

Llegó al país siguiendo a Ángel Rama, su segundo compañero, quien fue profesor de la Universidad Central, así como director literario y miembro de la junta directiva de la Biblioteca Ayacucho. En la biografía que le dedicó (5), Victoria Verlichak asegura que Traba trató de insertarse en el medio artístico local a través de la curaduría, la investigación, la docencia e, incluso, la divulgación en televisión. Pero no fue así, al menos no de manera sistemática. Entre los motivos que ofrece Verlichak está su incapacidad de establecer una relación positiva con el medio, a raíz de su rechazo hacia la cultura local, y cierta xenofobia de la sociedad venezolana (6).

Un episodio significativo de este periodo fue su participación en el simposio sobre el arte latinoamericano y su identidad organizado por la Universidad de Texas, en Austin, en 1975. En su ponencia “Somos latinoamericanos”, que preparó mientras vivía en Caracas, expuso que la concepción de arte fraguada en las metrópolis “ha servido incondicionalmente a un proyecto imperialista destinado a descalificar las provincias culturales y a unificar los productos artísticos en un conjunto engañosamente homogéneo” (7). Ante esta situación, agregó, los artistas de la región presentaban dos actitudes: la mímesis y la cultura de la resistencia. Ella se incluyó en este segundo grupo que, a su entender, lo caracterizaba “la voluntad de formular el arte como lenguaje (…) donde la estructura de la obra adquiere su valor solo al ser interrogada y usada por un grupo humano” (8). Sus tesis se discutieron ampliamente, a favor y en contra, por lo que estuvo en el centro de todo el encuentro.

La experiencia de Traba en Caracas sí fue fecunda en un aspecto: su escritura. O al menos así lo sugiere su prolífica producción durante esos años. En el campo de la crítica, escribió el libro Hombre americano a todo color (1995), en el que analiza la obra de 16 artistas, y los ensayos Los signos de la vida (1976), sobre José Luis Cuevas y Francisco Toledo, La zona del silencio (1976), sobre Gunther Gerzso, Ricardo Martínez y Luis García Guerrero, y Elogio de la locura (1986), sobre Alejandro Obregón y Feliza Bursztyn. Además, realizó los estudios monográficos Los muebles de Beatriz González (1977) y Los grabados de Roda (1977), y textos para catálogos como los de la retrospectiva de Gego y la exposición colectiva Los novísimos colombianos —que ella organizó— presentadas en el Museo de Arte Contemporáneo de Caracas en 1977. Todo esto sumando a sus artículos semanales para la prensa.

III. Desde el margen

Resulta significativa la manera en que Marta Traba fue cambiando su percepción del arte venezolano y cómo esto refleja su proceso intelectual: desde un marcado eurocentrismo se fue desplazando hacia un enfoque que privilegia lo local. Porque es un error pensar su legado como un bloque homogéneo. En su libro La pintura nueva en Latinoamérica (1961), en su revisión de los años cincuenta, destacó que Venezuela contaba con “uno de los grupos más interesantes de América” refiriéndose a Alejandro Otero, Jesús Soto, Oswaldo Vigas, Mercedes Pardo y Elsa Gramcko; y cómo todos ellos practicaban una “abstracción válida en sí” misma, en sintonía con un “medio excepcional” como Caracas (9). Esta imagen tan positiva se transformó paulatinamente en la siguiente década.

En su célebre Dos décadas vulnerables de las artes plásticas latinoamericanas (1973), aseguró que el arte venezolano copió de manera acrítica los modelos internacionales durante los años sesenta. Así explicó el “triunfo de la geometría”, asimilada por el movimiento cinético, y también por el minimalismo, en una “ciudad aparencial” como la capital (10). Ahondó en esa dirección en Mirar en Caracas (1974) hasta considerar la abstracción geométrica como “una especie de arte oficial, que ha convenido a las clases dirigentes y al poder económico, por servir tanto a su ideología como su esnobismo” (11). En respuesta a esta situación, en este libro reunió un grupo de artistas que contrapuso a ese arte oficial, entre los que figuran Jacobo Borges, Carlos Prada, Tecla Tofano, Gego y Alirio Rodríguez. Aquí la inclusión de Gego es clave porque evidencia su sensibilidad hacia la geometría. El cuestionamiento de Traba hacia esta tendencia parece residir más en ese carácter dominante que adquirió gracias a su sintonía con el gusto de las élites y, a su entender, su abdicación al rol social que le confirió al arte.

Es decir, en Mirar en Caracas se ejemplifica cómo su discurso siguió esa estrategia general que Teun van Dijk conceptualizó como la autopresentación positiva y la presentación negativa del otro (12). Se trata de un principio polarizante que, resumido sucintamente, consiste en enfatizar los aspectos positivos del grupo de pertenencia (nosotros) y los aspectos negativos del grupo de diferencia (ellos), así como en mitigar los aspectos negativos propios y los aspectos positivos ajenos. Traba construyó un nosotros en el que ubicó a unos pocos artistas que a su juicio desarrollaron obras significativas, y un ellos en el que situó a los geométricos que a su entender hicieron juguetes para complacer a las élites.

La compleja relación de Marta Traba con el arte venezolano es fundamental para una cabal comprensión de su figura y su legado. Paradójicamente, este tramo de su trayectoria —que encarna parte de su madurez intelectual— ha sido de las menos estudiadas. Y es fundamental porque la imagen que devuelve esta relación quebranta ese mito que la encumbra —pero también reduce— como una presencia poderosa, hegemónica si se quiere. Que ciertamente fue. Pero también es cierto que no siempre actuó desde esa posición. Ella supo ubicarse en el margen, operar desde la resistencia,e intervenir en el debate artístico, siempre condicionada por su compromiso con América Latina.


Referencias

1 Escribió siete novelas, dos libros de cuentos y uno más de poesía.

2 Paul F. Lazarsfeld y Robert K. Merton, “Los medios de comunicación de masas, el gusto popular y la acción social organizada”, en: Daniel Bell et al.,Industria cultural y sociedad de masas, Caracas, Monte Ávila Editores, 1974, p. 238.

3 Marta Traba, Dos décadas vulnerables de las artes plásticas latinoamericanas, 1950-1970, Buenos Aires, Siglo XXI Editores, 2005, p. 207.

4 Marta Traba, “El arte latinoamericano: un falso apocalipsis”, en: El Nacional, Caracas, 02/05/1965.

5 Cf: Victoria Verlichak, Marta Traba. Una terquedad furibunda, Buenos Aires, UNTREF/Fundación Proa, 2001.

6 Ibídem., p. 261. Esta desafortunada generalización parece responder más a una percepción de Verlichak, quien se exilió en Caracas en los años setenta; de la cual no ofrece datos comprobables y por tanto es, cuando menos, cuestionable.

7 Marta Traba, “Somos latinoamericanos”, en: Emma Araujo (ed.), Marta Traba, Bogotá, Editorial Planeta/Museo de Arte Moderno de Bogotá, 1984, p. 331.

8 Ibídem., p. 332.

9 Marta Traba, La pintura nueva en Latinoamérica, Bogotá, Ediciones Librería Central, 1961, pp. 86 – 87.

10 Marta Traba, Dos décadas vulnerables de las artes plásticas latinoamericanas,Op. cit., pp. 185-191.

11 Marta Traba, Mirar en Caracas, Caracas, Monte Ávila Editores, 1974, p. 123.

12 Teun van Dijk, “Ideología y análisis del discurso”, en: Utopía y Praxis Latinoamericana(Universidad del Zulia, Maracaibo), Volumen 10, Nº 29, Abril-Junio, 2005, p. 21.

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