Por CARLOS SANDOVAL
Nacida en New Haven, en 1986, Marta Barrio García-Agulló se dio a conocer como narradora en 2020 al publicar Los gatos salvajes de Kerguelen (Madrid, Altamarea Ediciones, 2020), obra finalista del Premio Memorial Silverio Cañada de la Semana Negra de Gijón. Con su segunda pieza, Leña menuda, obtuvo el Premio Tusquets de Novela 2021. Barrio es editora (con maestría en edición por la Universidad de Salamanca) y licenciada en Filología Hispánica y en Estudios de Asia Oriental por la Universidad Autónoma de Madrid.
—En su novela Leña menuda usted aborda el complejo y polémico tema del aborto como una indagación para ilustrar las carencias de sociedades en apariencia avanzadas ante un asunto considerado tabú. ¿Se trata de una discusión apremiante a la que no se le ha dado verdadera importancia en el plano sociocultural?
—Ojalá no fuera un tema tan relevante, cuando es un derecho tan básico, y estuviéramos ya dedicados a otras luchas, como la igualdad real a nivel de salarios, los techos de poder o los suelos pegajosos, pero ahí seguimos, estancados en un tema que ya tendría que estar superadísimo a estas alturas. Y sin embargo está habiendo un retroceso de mentalidades y de derechos lacerante, que hace que el tema del aborto siga estando pendiente.
—Pese a que se trata de una obra cuyo argumento gira en torno de un crudo asunto, tanto más por sus vinculaciones ideológicas (religiosas, morales, legales), Leña menuda se halla bellamente compuesta. ¿Podría detallarnos algo de su concepción del lenguaje para la construcción formal de la novela en tanto género literario?
—Una noche de Reyes de hace un par de años, una amiga del pueblo me contó un secreto que no le podía contar a nadie más. Yo entonces estaba escribiendo otra cosa —escribo en Navidades, Semana Santa, vacaciones y las siestas de mi hija— y lo aparqué para dar comienzo a la historia de ese secreto, que se convertiría en la semilla de esta novela, que es un árbol híbrido, con muchas ramas digresivas, y parte de la mímesis para ir hacia la fábula. Es una historia basada en hechos reales, pero es también una reflexión sobre el cuerpo y sobre los nombres que les damos a las cosas. Quería alejarme de la tendencia de la novela centrada en el trauma, donde parece que el dolor es el motor narrativo por excelencia dejando fuera todo lo que no sea el yo sufriente, para dar cuenta de todo lo que rodea al proceso de interrupción del embarazo en una etapa tardía del mismo. Por eso incluyo documentación como las instrucciones que se les dan a esas mujeres a la hora de acudir a las clínicas, los cuestionarios que tienen que rellenar antes y después, etc. También quería, justamente, desmontar ese tabú al incluir una mirada al mundo de la naturaleza, así en cada capítulo hay un apartado dedicado a un fenómeno de ese mundo animal al que a veces se nos olvida que pertenecemos. Me parecía importante buscar el significado concreto de las palabras que usamos todos los días, y por ello se incluye en cada capítulo una entrada del diccionario… Son mecanismos narrativos que funcionan como disparaderos de la escritura, pero son sobre todo pistas para el lector, al que se le plantea un juego, una especie de yincana, con elementos que se repiten y que puede ir encontrando al hilo de la lectura.
—La maternidad y sus imaginarios ha sido también abordada, en tiempos recientes, por destacadas y reconocidas narradoras; sería el caso, por ejemplo, de Pilar Quintana con La perra (2017) o, antes, de Piedad Bonet con Lo que no tiene nombre (2013). ¿Puede decirse que estamos ante uno de los motivos determinantes que activa la llamada escritura “feminista”?
—Sin duda. La maternidad te enfrenta al hecho de ser mujer, te hace plantearte, o me ha hecho plantearme al menos todo el entramado, antes invisible a mis ojos, de cuidados que sostiene esta sociedad, de cuidados realizados en prácticamente todos los casos por cuerpos femeninos. ¿Por qué representar lo doméstico, el cuerpo? Quizás para conquistar o resignificar la intimidad. Muchas veces nos buscamos en otras novelas y en otros libros y en otras vidas pero no nos encontramos siempre en el canon. Se trata, al fin y al cabo, de otro tipo de destape, consistente en explorar mundos tradicionalmente silenciados. La representación de ciertas realidades es subversiva, marginal. Y, por tanto, potencialmente transformadora. A los personajes femeninos, en literatura, muchas veces les espera el convento, el manicomio, o el suicidio. Incontables heroínas mueren ahogadas tras un desliz, seducidas y abandonadas, o forzadas a la prostitución… Finales edificantes con moraleja: las mujeres caídas no se levantan. Quizás sea hora de redirigir el rumbo, en busca de un nuevo arquetipo.
—El cuerpo físico —su materialidad y volubilidades— destaca como elemento que activa la reflexión no solo de la protagonista de la novela, sino de quien lee. ¿Sigue la mujer, en general, sometida por atavismos respecto de su propio cuerpo?
—Me parecía importante nombrar los procesos, buscar el vocabulario del embarazo, del parto y del posparto, convertir el cuerpo de la mujer en territorio literario, conquistarlo, de algún modo, a través de la palabra, haciendo mío al nombrarlo un cuerpo del que no conocía todas las posibilidades o las inflexiones antes de atravesar dichos procesos. Hay atavismos, miedos justificados también, y una constante mirada al espejo que nos devuelve una imagen que casi nunca nos acaba de convencer del todo, un juicio respecto al ideal de la belleza y al ideal de la maternidad, un tener que ser bellas y felices a la fuerza, y delgadas, por supuesto, y todo eso nos somete, aunque intentemos romper con ello. Tengo amigas que llevan toda la vida a dieta y amigos orgullosos de sus panzas cerveceras, no a la inversa. La culpa por comer mucho, o por no tener tiempo de estar en forma, o porque no te cierren los pantalones de antes de los niños, de momento es un sentimiento que he percibido más en nosotras, y eso, que parece una anécdota o una banalidad, marca nuestra forma de estar en el mundo, y, sobre todo, nuestra capacidad de disfrutarlo.
—En esta novela y en la anterior, Los gatos salvajes de Kerguelen, usted muestra inquietudes relacionadas con asuntos sociales: el aborto, el cambio climático, la política (hay referencias obvias de esto último en Leña menuda). ¿Concibe el acto creativo, sin menoscabo de lo estético, como una forma de influir, de alguna manera, en el contexto social donde se materializan las historias que narra?
—Sí. No obstante, no creo que sea necesario convertir la literatura en un panfleto, sí creo que cada novela muestra la cosmovisión de un autor, sus inquietudes y preocupaciones. Creo en la literatura como acción de cambio, y me preocupan la ecología y el feminismo. Me aterroriza la amenaza creciente del cambio climático, como un crimen perfecto que se perpetra sin que nadie pueda impedirlo y que nos acabará alcanzando por mucho que los políticos se empeñen en mirar hacia otro lado y no darle la prioridad necesaria en sus agendas. También me inquieta el retroceso de mentalidades que se está dando en la cuestión de los derechos de la mujer, y en el aborto en particular, pienso en la nueva legislación al respecto de Texas y me entran escalofríos. Hemos vuelto a los tiempos de la delación, de los vecinos inquisidores que se pueden lucrar con el dolor ajeno.
—¿Estima que el realismo es hoy la más influyente tendencia de la narrativa o apenas una más de las modalidades de expresión de que disponen los creadores?
—El realismo, o lo que entendemos por realismo, está cambiando, creo que se está dirigiendo más a tratar de dar cuenta de una verdad, personal o familiar, en un contexto histórico dado, antes que a hacer grandes frescos como en las novelas del siglo XIX. A mí en particular me interesa mucho la cultura material, esa indagación en la memoria de un país y de una sociedad a partir de lo cotidiano. Siempre hay tejidos en mis libros secretos familiares y anécdotas cercanas. Desde que soy madre me fijo mucho más en las cosas pequeñas, en los sucesos diarios que dotan de significado a nuestras vidas. Voy más despacio, y paso más tiempo en casa, y miro las cosas de otra manera. Creo que la literatura también puede encontrarse en lo doméstico, en lo banal, en el ruido de fondo al que a veces no prestamos la atención necesaria, al fijarnos siempre en los titulares de los periódicos que no corresponden necesariamente a los grandes sucesos de nuestras vidas, describiendo el mundo a través de lo habitual, de esos fragmentos de lo cotidiano, reivindicando lo infraordinario como método creativo, tal y como apuntó en su día Georges Perec, dando cuenta así de lo que pasa cada día en una vida en la que aparentemente puede no estar pasando nada, o nada extraordinario al menos, tratando de nombrar de esta manera lo innombrable, o lo que no había sido nombrado.
—Usted hace vida profesional en el campo de la edición, por lo que lee muchos textos que quizá le permiten tener una visión amplia y actualizada de las motivaciones que alientan a los narradores más jóvenes o de generaciones recientes. ¿Qué nos puede señalar al respecto?
—Una de las tendencias más evidentes, y con la que más afinidad tengo, tal vez por necesidad, es la de lo fragmentario. Trabajo mucho lo fragmentario, también por una imposición estructural, digamos, al escribir robándole horas al sueño mientras mi hija duerme por las noches, y tener que concebir la escritura necesariamente como una labor de a ratitos sueltos. La intertextualidad y los juegos con la escritura encontrada también me parecen una fuente prodigiosa de inspiración.