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Mario Sambarino: el arte de pensar

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Por JOSÉ LUIS DA SILVA

El debate sobre la profesionalización de la filosofía es tan antiguo como la filosofía misma. Contamos con un número significativo de Facultades y Escuelas de Filosofía a lo largo y ancho del mundo que confieren la debida titulación a todo aspirante que cumpla satisfactoriamente las exigencias académicas necesarias. Con la acreditación en mano surgen dos preguntas: ¿estamos ante un filósofo?, o en cambio, ¿estamos ante un profesional con probados méritos y competencias para ejercer satisfactoriamente las demandas laborales bajo su responsabilidad? La respuesta a estas interrogantes es muy sencilla. La inmensa mayoría son profesionales en posesión de conocimientos filosóficos, históricamente estructurados y en algunos casos con manifiestas dotes pedagógicas para su divulgación. Son expertos con capacidad para conferenciar sobre varios temas, por ejemplo: el sentido moral que Platón pone de relieve en La Apología de Sócrates, el lugar que las ideas claras y distintas tienen en el Discurso del Método de Descartes, el alcance de la intuición pura del espacio y el tiempo en la filosofía trascendental de Kant. Además de cosas más puntuales como: Schopenhauer nació el 22 de febrero de 1788, Jacques Derrida murió en París en el año 2004, amén de otros datos que incluyen ideas, párrafos o capítulos fundamentales de la historia de la filosofía. Un oficio enfocado en la difusión.

¿Cuál puede ser el criterio diferenciador entre un filósofo y un profesional de la filosofía? Se sabe que la tendencia generalizada se enfoca en la formación con la finalidad de responder las exigencias de un mercado laboral que parte del sector educativo y se expande a otros campos. Sus resultados son satisfactorios, en definitiva, se trata de trasmitir conocimientos. Entonces el llamado filósofo hace algo distinto. Posiblemente la intensidad a la hora de abordar los temas, los conceptos, las ideas y el conocimiento mismo marca el contraste. El profesional se ciñe a las pautas del programa, el filósofo desata los demonios del saber. No es gratuita la frase mediante la cual se busca definir con pocas palabras la filosofía como el amor a la sabiduría. El amante es una persona inconforme e insatisfecha porque siempre quiere más. “En cuanto a aquel que está rápidamente dispuesto a gustar de todo estudio y marchar con alegría a aprender, sin darse nunca por harto, a éste con justicia lo llamaremos `filósofo”. (Platón: República: 475e). Los estudiantes de la Universidad Católica Andrés Bello que tuvieron la fortuna de asistir a las clases que impartió Mario Sambarino (1918-1984) (1), entre los cuales me encuentro, pudieron percibir esta rara condición de constante búsqueda, de un deseo de saber que superaba con creces cualquier posesión parcial del conocimiento. Fue un filósofo a carta cabal que, por añadidura, e intencionalmente contagiaba a sus estudiantes con el virus del deseo nunca satisfecho sobre el saber, la verdad y la vida.

Sambarino iniciaba sus clases abrumando con lujo de detalles los pormenores de una idea filosófica. ¿Cómo era posible decir tantas cosas fundamentales de una simple e inofensiva idea? Esto generaba un efecto muy peculiar en sus estudiantes: la contemplación de un pensamiento y su inmediato enamoramiento por estar presenciando un alumbramiento conceptual. Renglón seguido, sin la menor consideración por el estado de asombro de los presentes ante lo develado, pasaba Sambarino a mostrar las grietas de la idea expresada generando desconcierto, confusión y nuevamente asombro entre sus asistentes. Tales artilugios pudiesen predisponer a cualquiera a tomar el camino del escepticismo producto del desengaño y la elocuencia con fines efectistas. Sin embargo, el resultado era extraño y muy diferente, al término de cada clase surgía el deseo de saber, las notas de clase recogidas en el cuaderno estaban rodeadas de lagunas. Había más preguntas que respuestas. Sus estudiantes debían convivir en medio de las aporías y los enigmas. La sensación de exceso daba paso a la insuficiencia y la sed de saber no lograba saciarse. El deseo de conocer era más sustancial y retador que la posesión del conocimiento. El saber contenido en un módulo del programa de la asignatura, con el cual se aprobaba la materia, nada tenía que ver con el ejercicio filosófico. Parecía el propio debate de Sócrates con los sofistas.

Se puede y debe conocerse muchas cosas, pero en términos filosóficos, lo más valioso radica en aprender a pensar. Para lograrlo el maestro Sambarino tomaba un tema o pasaje referencial y con una envidiable memoria y la precisión de un experto relojero pasaba a reflexionar sobre el Parménides de Platón o Las Confesiones de San Agustín o La Crítica de la Razón Pura de Kant o el Ser y Tiempo de Heidegger o La lógica considerada como semiótica de Pierce. De igual forma se valía de la literatura, la música y el arte con el fin de ampliar la búsqueda reflexiva hacia otros ámbitos del saber. Sus clases dedicadas a la Montaña Mágica de Thomas Mann contenían reflexiones filosóficas que superaban los datos contenidos de cualquier respetado manual de filosofía.

Un buen ejercicio que evidencia el arte de pensar de Mario Sambarino lo tenemos en sus escritos. En particular, y solo como una muestra, tomemos el texto publicado por la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación de la Universidad de la República en el año 1963 en la ciudad de Montevideo titulado La hipótesis del genio maligno y el problema del valor de la evidencia (2). Cualquier estudiante de filosofía reconoce la importancia que tienen, en la obra de Descartes, conceptos como método, idea, pensamiento, extensión, Dios, verdad, certeza, claridad, distinción, genio maligno, entre otros. La mayoría percibe a Descartes como un ejemplo de claridad expositiva, lo que lleva a sugerir que con las dotes naturales del buen sentido de cada quien es suficiente para comprender sus obras fundamentales: El Discurso del Método y las Meditaciones Metafísicas. Digamos que se poseen los conocimientos que de manera satisfactoria llevaría a concluir que conocemos la obra de Descartes. Pero al revisar el texto aludido de Sambarino la sensación de bochornosa perplejidad emerge con una inusitada fuerza. Resulta que la citada claridad expositiva y los supuestos circunstanciales no son ciertos, que la propuesta cartesiana es un ejemplo de cómo cabe asumir la reflexión filosófica con claras consecuencias para el posterior discurrir de la filosofía moderna.

“El lector de Descartes, sobre todo si es lego o principiante, suele experimentar sorpresa, y aún cierta incomodidad, al encontrarse en las Meditaciones con la hipótesis, al parecer extraña y rebuscada, del genio maligno… Pero también el intérprete avezado manifiesta con frecuencia desconcierto, pasa rápidamente sobre ella como sobre algo sin importancia, prefiere callar o al menos no insistir, lo juzga mero artificio…”. Esta advertencia alerta sobre la necesidad de leer con atención y agudeza filosófica porque no hay pasaje sobrante o inofensivo cuando se trata de verdaderos filósofos. El tema tiene consecuencias sobre el alcance del conocimiento y la importancia de la verdad a partir de las pruebas que aporta las evidencias lógicas y ontológicas. “Por lo tanto, no sólo es posible, sino que es preciso preguntarse por causa de qué razones la evidencia compulsiva del pensamiento ha de valer como criterio de la verdad. La evidencia lógica me deja encerrado en la inminencia del pensamiento, mientras no se le agregue otra evidencia que imponga compulsivamente como verdad la coincidencia entre el pensar y el ser”. Están en juego los criterios de verdad y al parecer no son suficientes los acostumbrados recaudos de una epistemología que da por buenas las inferencias fundacionales del pensamiento sobre el mundo material e inmaterial. Las matemáticas, y en especial, la geometría base del método cartesiano requiere de algo más, lo cual tocaría descubrir.

La hipótesis del genio maligno pasa de ser una referencia exótica a una de carácter cardinal en tanto que expresa uno de los problemas emblemáticos de la modernidad: “Concebir el pensamiento como una inmanencia que ha de alcanzar una transcendencia…”. Está en juego la supervivencia de la filosofía y su relación con las ciencias y la propia religión. “Se adivina una conclusión que Descartes mismo habrá de extraer sin atenuantes: no puede haber conocimiento absoluto para el ateo. Y acontece que muchas de las direcciones antirreligiosas que, al término del pensamiento moderno, se presentarán como consecuencias ya lejanas de Descartes, negarán la posibilidad del conocimiento absoluto: con lo que se podría decir que, partiendo de Descartes, y negando a Descartes, estarán de acuerdo con Descartes”. La verdad absoluta queda constreñida a una severa revisión sin la cual no cabría autenticar su condición de tal. Descartes recurre sin escatimar a las peligrosas consecuencias del supuesto genio maligno que pone de manifiesto los límites de la subjetividad.

“el significado de la hipótesis del genio maligno es la de hacer manifiesta la necesidad de preguntar por la justificación de la evidencia como criterio de la verdad”. Sambarino coloca al lector ante el apremio de asimilar un argumento capaz de romper los límites de la inmanencia para alcanzar al “Absoluto mismo”. Por otra parte, le obliga a repensar el orden de importancia que Descartes otorga a sus argumentos. “Que lo que en el Cogito aparece es, tal como aparece, verdad, sólo lo puedo saber de una manera absoluta cuando comprendo absolutamente qué debe ser tenido por verdad a la luz de un fundamento absoluto”. El Cogito queda circunscrito a una verdad que no le otorga garantías y a las trampas del genio maligno.

La verdad absoluta no es un producto de la intuición originaria del cogito ergo sum. Aspirar a lo absolutamente verdadero requiere algo más que la intuición del cogito. Más bien el Cogito queda subordinado a la “evidencia que sería la verdadera evidencia” a saber: Dios. “Así pues el partir del Cogito para llegar a Dios representa nada más que el comienzo del proceso temporal de atención, y su valor es puramente metodológico, pues queda lógicamente subordinado al sentido de la idea de Dios, que en ese proceso se revela. Dios existe, luego yo existo; este es el orden lógico verdadero, por el cual debe caracterizarse el sistema”. Resulta que no es el Cogito ergo sum la idea que un estudiante debe tener como primera y fundamental en el sistema cartesiano sino la de Dios. “…el tema fundamental de la filosofía primera cartesiana es el de la justificación de la evidencia. La evidencia vale según la causa que la hace tal…”. Dios es la evidencia verdadera y puente que permitirá el tránsito entre el pensamiento y el mundo. Sin Dios no cabría hablar ni de filosofía ni de ciencia.

“En este sistema no es por causa de la evidencia, sino por causa de Dios, que podemos hablar en verdad de la verdad, de suerte que, para expresar su esencia, en lugar de la fórmula famosa Cogito Ergo sum, y sin prejuicio de la importancia metódica fundamental de ese principio, sería preciso decir que, porque Dios existe, existe la Verdad. Deus est, ergo Veritas est”.


Referencias

1 En este enlace el lector puede repasar la vida y obra del Mario Sambarino. http://www.mariosambarino.org/

2 Todas las citas corresponden a esta edición