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María Josefina Tejera: mi tía, la mayor

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Por ELISABETTA BALASSO

María Josefina Tejera, escritora, doctora en letras, master en artes por la Universidad de Harvard, diploma —otorgado por Roland Barthes— de l’École Pratique des Hautes Études de la Sorbona; catedrática de la lengua, galardonada con la Orden Andrés Bello, directora del Instituto de Filología Andrés Bello de la UCV, directora de la colección ELDORADO de Monte Ávila Editores, editora del Diccionario de Venezolanismos, profesora titular de la UCV, de la Escuela de Lexicografía de la Real Academia Española y de la Facultad de Filosofía de la Universidad de Cádiz; académica reconocida en el mundo hispanoparlante por su incansable investigación sobre español en Venezuela: mi tía, la mayor.

Las nítidas portadas en blanco, negro y rojo de la Colección ELDORADO (con diseño de Juan Fresán) nos acompañaron durante toda la época escolar, con los títulos imprescindibles de la literatura venezolana —mi hermana de cinco años creía que ella era ni más ni menos la dueña de Monte Ávila—. La seguimos en largos años de cacería de expresiones coloquiales para el Diccionario de Venezolanismos. Como estudié biología, tuvo la generosidad de pedirme que revisara los términos biológicos de esta obra monumental, otorgándome ese orgullo. Era inevitable sentir admiración por su altura académica; más tarde descubrí en su escritorio una nota con la firma de Roland Barthes y casi me desmayo. Hicimos un viaje juntas, con mamá, mi primer viaje a Nueva York cuando tenía 15 años; nos quedamos en el loft de un colega académico, fuimos al MET, descubrí el arte egipcio, el metro de los Guardian Angels, Time Square cuando todavía era salvaje, la quiche lorraine. Nevó a destiempo, era primavera. Volvimos por las calles desiertas, de noche, recogimos una silla de madera que dejamos como regalo a nuestros anfitriones, muertas de risa. Amante de los viajes y el arte, contaba su epifanía al descubrir el dedo gordo del pie del Moisés de Miguel Ángel, que era igualito al suyo. Cuando amainó el oficio se dedicó a pintar por afición y pasión: sobre todo flores y a nuestra jardinera favorita, Valentina. En el cuadro, mamá, vestida de amarillo y con sombrero, sostiene una regadera. A su alrededor se reconocen los rosales, la dama de noche, la enredadera de flores naranja, los arbolitos de malagueta. Juntas enhebramos incontables cuentas para magníficos collares, decidiendo colores, materiales, formas. Tuvimos largas conversaciones en las que me dejaba leerle mis textos y ella aprobaba con una palabra amable y me pedía repetir poemas. En los últimos tiempos, ya claudicado el cuerpo, todavía le brillaban los ojitos reilones, pendiente de apreciar las cosas bellas, comer chocolate y alabar la figura del Cervantes, en la edición de Aguilar que heredé cuando se reunieron dos bibliotecas eruditas al casarse. El hijo que no parió se lo dio la vida en el sobrino nieto que adoró con amor perfecto y correspondido hasta el último día de su vida. Esa fue mi tía.

Una mujer extraordinaria, apasionada, que igual disfrutaba de un aria de Pavarotti que de un corrido llanero. Una mujer potente, imponente, precisa en sus argumentos, recia de carácter, directora de operaciones para hacer las hallacas. Experta del desenfado —y del enfado—. Con un sentido del humor efervescente y arrollador: recuerdo su personificación divertidísima de Nureyev, cuando volvió alucinada de verlo. Cantaba con gusto y afinación boleros y rancheras del repertorio clásico. Era una jardinera sensible, en su balcón las plantas esmeraban cataratas de verdes bajo el cuidado de sus manos, igualitas a las de su madre, porque Mendel no se equivoca. No tuvo más gato porque persistía la memoria de un persa gris legendario que vivió por lo menos tres encarnaciones.

Era una mujer enamorada de la vida, de la cultura italiana, del mar de Pampatar y los atardeceres de Turgua, capaz de tratar con la misma familiaridad, cariño y buen humor a catedráticos y gentes de pueblo. Una mujer bella y elegante, con esa belleza cautivadora que tenían las mujeres de los años 50, pulcramente arreglada en cualquier ocasión. Me dice una amiga, licenciada en Letras: ella pertenecía a ese grupo de mujeres lingüistas del Instituto de Filología y la Academia de la Lengua, que son todas poderosas. Una especie de Doña Bárbara de la lengua, referencia obligada para quien se interese por el español de Venezuela. Una existencia completa de cumplimientos, dignidad y respeto.

Las muertes cercanas tardan tiempo en abrirse paso y asentarse. De momento, sé que cada vez que oiga un venezolanismo, arme un nuevo collar, me bañe en la bahía de Pampatar o lea el Quijote, allí estará ella: la tía María Jota, haciéndome un guiño e invitando a la alegría, el cumplimiento, la dignidad, el respeto y el amor.

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