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La investigación como permanencia

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Por MARÍA LEDEZMA

Para los que pertenecemos a una generación de profesores universitarios más o menos reciente, la profesora María Josefina Tejera es una importante referencia académica. La profesora Tejera publicó trabajos críticos de mucho valor. El primer libro que tuve en mis manos escrito por María Josefina tiene como título José Rafael Pocaterra: ficción y denuncia donde la autora problematizó el papel de la denuncia en los trabajos de Pocaterra e incluyó un análisis exhaustivo de la producción narrativa y los ensayos del escritor. Muchos de los artículos académicos posteriores sobre la obra de José Rafael Pocaterra incluyen extractos de este libro como bibliografía consultada, y esta reiterada inclusión, desde la lógica del investigador de oficio o del docente sumergido en la dinámica académica, es un reconocimiento valioso.

Una de las cosas que he aprendido de la investigación es que las citas y las menciones no son gratuitas ni azarosas. En el proceso del citado y de la incorporación de fragmentos de los trabajos de otros autores en nuestros propios textos opera la consideración del valor de esa obra. Citamos porque creemos conveniente que lo escrito por ese autor enriquece nuestras particulares visiones. Cuando escribimos artículos e incluimos citas, cuando publicamos textos y reproducimos parte de esos trabajos, cuando creamos manuales de lectura para los estudiantes e incorporamos fragmentos de artículos, ensayos o capítulos de libros, o, simplemente, mencionamos a los académicos (y a nuestros profesores) como antecedentes de nuestras incipientes investigaciones, estamos validando sus propuestas analíticas y estamos apostando a que esas ideas pertenezcan al estadio de “lo que merece ser reproducido y enseñado”. Es decir, en el citado y en las referencias bibliográficas funciona parte importante de ese canon pedagógico (en los términos que el teórico Aleister Fowler señaló en sus disertaciones sobre lo canónico) que se presta como umbral y guía en la subjetivación individual de lo literario.

Por otra parte, los docentes escribimos porque aspiramos a formar parte del gran diálogo polifónico del saber académico y no existe mayor correspondencia y aceptación de nuestros trabajos que el hecho de que sirvan de orientación para las investigaciones siguientes. Los artículos académicos de la profesora Tejera han servido para trazar horizontes inéditos tanto en la crítica literaria como en la lingüística en Venezuela. De su vasta bibliografía dedicada a la lexicografía, los registros del habla venezolana y la fraseología, me gustaría rescatar una propuesta que me pareció distintiva: la posibilidad de concebir los refranes y los dichos como textos literarios. En el año 2012, durante el II Congreso de Narrativa Venezolana, celebrado en la ciudad de Porlamar, la profesora Tejera presentó una breve ponencia que se tituló “¿Son los refranes textos literarios?” donde desarrolló esta tesis y que fue celebrada por los asistentes del evento por su originalidad y pertinencia. Si bien los refranes forman parte de la enunciación cotidiana y nos ayudan a verbalizar y dar lógica a los eventos del día a día, no es menos cierto que esas construcciones responden a las dinámicas de sus propios mundos y a las particulares elásticas de la ficción: de esta forma, todos podríamos asumir, por ejemplo, que, si bien entendemos lo que se quiere decir cuando expresamos “a caballo regalado no se le mira colmillo”, todos también podemos coincidir en que no todos recibimos un caballo como regalo ni mucho menos nos detenemos a revisar su dentadura. Es en este punto donde la profesora Tejera planteó su hipótesis: analizó la curiosa relación entre la literalidad del discurso y la función poética del lenguaje y problematizó la existencia de géneros literarios y meta-literarios; por medio de una escritura tan diáfana, tan profesional, que ningún lector debió sentirse privado del conocimiento que la profesora dispuso para el desarrollo efectivo de su planteamiento.

La idea de que los refranes pueden participar de la literatura no es algo que sea completamente inédito ni reciente en la línea de investigación de María Josefina Tejera: el trabajo de investigación que la profesora presentó para optar al grado de Doctor en Ciencias (mención Letras), y que aún permanece inédito (pese a que tuvo una primera traducción), se tituló Análisis estructural del refranero venezolano (1976). Por otra parte, años anteriores a esta publicación, la profesora Tejera dedicó un par de líneas sobre los planteamientos del teórico estructuralista Roman Jakobson, en un artículo que lleva por nombre “Sonido y significado para Roman Jakobson” (El Universal, Caracas, 30 de septiembre de 1973). Los trabajos de Jakobson son constantemente estudiados en la teoría literaria porque presenta la noción de la función poética del lenguaje. El teórico francés sostuvo que una característica humana de la comunicación es la capacidad de construir mensajes que aspiran, además de todas las demás funciones lingüísticas, un fin poético o estético. Por medio del concepto de la función poética María Josefina Tejera estableció un acercamiento con las operaciones lingüísticas y metalingüísticas de las expresiones populares y destacó la participación activa de esta función en su vigencia, memorización y transmisión.

En el año 2012, María Josefina Tejera insiste nuevamente en esta idea en torno al refrán como texto literario, pero, lejos de resultar un anacronismo o una obviedad, pues las investigaciones en torno a la fraseología tienen más de cuatro décadas desarrollándose en el medio académico (gracias a la fundación del Instituto de Filología Andrés Bello), tuvo el gran sentido de la oportunidad puesto que la relectura del tema asomó la posibilidad de someter al análisis del discurso otras producciones textuales alineadas con las nuevas dinámicas que circulan en las redes sociales (y que actualmente forman parte de nuestra cotidianidad). Debemos recordar que la década del 2010 estuvo marcada por la apertura y la masificación de las plataformas de mensajería y que en estas circulan, entre otras cosas, proverbios y dichos venezolanos.

Este interés de María Josefina Tejera por regresar al análisis estructural del discurso (si es que, alguna vez, lo abandonó) estimuló en muchos de sus estudiantes la elaboración de proyectos que partieron de esta propuesta, y que alimentó un renovado y auténtico interés por la crítica y la investigación, en un momento en que las tesis de grado comenzaron a verse más como un trámite burocrático, en lugar de la demostración final del dominio de un determinado saber. Si bien en estos últimos años la profesora Tejera se encontraba retirada de la docencia, nunca la abandonó por completo, y, en diversas oportunidades, dictó clases como docente invitado de la Escuela de Letras de la Universidad Central de Venezuela. De la misma manera, sus consejos, sus asesorías académicas fueron aprovechadas por numerosos estudiantes de diferentes promociones. De allí, probablemente, surja la sensación, compartida por muchos de los profesores activos, de que la profesora nunca dejó de lado el ejercicio académico. Si hacemos una revisión retrospectiva de sus actividades podríamos, incluso, inferir que el oficio de documentación que María Josefina Tejera ejerció durante tantos años demostró una terquedad inusitada que, alimentada de una pasión por el descubrimiento, la disciplina, el conocimiento y la forma, produjo registros maravillosos.

Quizás por la determinación de enseñar, los textos que escribió estuvieron envueltos de un discurso lúdico, cualidad característica de los investigadores que les apasiona la educación. Con la obra de María Josefina Tejera ocurre, además, un fenómeno interesante: y es que, una vez que se tiene contacto con alguna de sus investigaciones resulta imposible no conocer el resto de sus textos. Los trabajos críticos de Tejera son algo más que la demostración técnica de una serie de basamentos teóricos sobre la escritura de José Rafael Pocaterra, Simón Rodríguez (y de una cantidad impresionante de autores que prologó para las ediciones de Monte Ávila Editores); el diálogo constante que estableció con los trabajos de Andrés Bello, Ángel Rosenblat, Mariano Picón Salas, Alexis Márquez Rodríguez o Francisco Javier Pérez, o el registro de los fenómenos lexicales como los venezolanismos; sino que, además, son textos sabrosos de leer. De esta manera, en no pocas oportunidades nos ha ocurrido, como investigadores, que descubrimos libros, ponencias, material de congreso, e incluso, suplemento didáctico de entrega semanal (cuando la prensa escrita tenía los medios para premiar a sus lectores con recursos impresos) dirigido al público general, que llevan su nombre, pues la profesora Tejera participó activamente en la difusión de material divulgativo sobre la literatura y la lengua, muchos de los cuales forman actualmente parte de los textos usados por los profesores de lenguaje de todos los niveles educativos.

Por esa razón, no es una exageración cuando pensamos que, parte importante de los contenidos didácticos relacionados con el estudio del idioma en Venezuela (y que están incluidos en los libros de las materias de castellano y literatura) son productos que heredan parte de la investigación elaborada previamente por la profesora María Josefina Tejera. Y lo mismo sucede fuera del ámbito formalmente educativo. Detrás de un hilo de Twitter sobre expresiones venezolanas, detrás de una imagen llamativa publicada en Instagram que explica determinados venezolanismos, detrás de una infografía en Pinterest sobre refranes criollos, o en la marquesina de un local de productos venezolanos en Argentina, Francia, España o Australia, hay un pequeño legado que nos remite, sin tanto rigor academicista, a la idea de venezolanismos que María Josefina dedicó durante décadas. Y no en vano, los letrados que ejercen en el mundo de la publicidad y el mercadeo mencionan, medio en broma, medio en serio, la necesidad de consultar en el Diccionario de venezolanismos posibles vocablos para comercios incipientes. Cada uno de los ejemplos anteriores nos devuelven a la idea principal de estas líneas: en la mención de esos trabajos, en las vagas alusiones sobre el origen de nuestras expresiones cotidianas hay una validación de los años que María Josefina Tejera dedicó a la documentación y, para un investigador, no existe mayor muestra de permanencia en la cultura de su sociedad que el hecho de que sus publicaciones sean parte de ese marco referencial del cual nos valemos para entender e interpretar nuestras identidades nacionales.

Así como no puede existir un país sin libros, ni puede existir un país sin prensa libre, no puede existir tampoco un país sin investigación humanística. Buena parte de lo que nosotros somos como ciudadanos se lo debemos al ejercicio de personas que dedican su vida en definirnos y en dar explicaciones sobre las expresiones que nos identifican como comunidades nacionales. Con todo lo escrito, no me resulta lugar común afirmar que la desaparición física de la profesora María Josefina Tejera no debería doler solamente al medio académico o a los espacios erosionados que representan actualmente las universidades públicas autónomas: la pérdida de la profesora Tejera nos debería doler como país, porque el legado de un docente de la envergadura académica de María Josefina no se restringe al dictado de un par de horas ejercidas dentro de un salón de clases. El mensaje verdadero de un docente encarnado en María Josefina Tejera, y de muchos profesores activos y jubilados de nuestras universidades (tanto los que están adentro como los que están fueran del territorio) enfatiza la importancia de terquear sobre la búsqueda de respuestas en torno a lo que nos configura como nación, y la necesidad de saber de dónde venimos y hacia dónde vamos que trasciende la porosidad del concreto de las sedes de los campus y se hospeda en la biblioteca física e intangible de cada uno de sus estudiantes y lectores.

Profesores como María Josefina son insustituibles en nuestras actuales universidades. Es un hecho lamentable que no nos sobran los docentes, así como tampoco nos sobran buenos investigadores. Quienes fuimos alguna vez inspirados por nuestros maestros y permanecemos en las aulas, tenemos entonces un doble reto por delante: el de preservar la obra de quienes han partido, el de recuperar los trabajos de nuestros antecesores, muchos de los cuales se encuentran en condición inédita-; y mantener como norte la producción de conocimiento (con todo el drama que esto implica: desde la demanda de un salario acorde al titánico esfuerzo de formar profesionales éticos, hasta la exigencia de apoyo económico a la investigación), quizás para servir de puente en la continuidad de lo que se entiende por Academia. No es una tarea fácil, pero probablemente es lo que nos corresponde. Que estas líneas de homenaje sirvan para responder algunas de esas preguntas deontológicas que nos formulamos constantemente sobre el valor de la investigación en nuestras sociedades en crisis.

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