Por MARÍA EUGENIA MARTÍNEZ P.
No me sorprendió su muerte, me entristeció, eso sí, sobremanera. Era una mujer de carácter recio, fuerte, enérgica, testadura y por momentos podía parecerle displicente a quienes no contaba entre sus amigos. No ostentaba riquezas, pero se sentía hija de la independencia, recuerdo cuando decía: “El problema es que las únicas mantuanas que quedan en la universidad somos María Fernanda Palacios y yo”, y lamentaba que a Mafer le gustara más la literatura foránea porque si no “otro gallo cantaría”. Se interesaba tanto por la política del país como la universitaria, en ese entonces cuando la universidad era un campo de batalla donde se podía pelear cuerpo a cuerpo con el enemigo. Era amiga de casi todos los vigilantes a quienes saludaba mientras recorría los pasillos identificando las obras de arte y las plantas que embellecen a la Ciudad Universitaria de Caracas.
Durante los años que compartimos —fueron muchos— presencié casi todas sus disputas, académicas o no, con Paola Bentivoglio, Mercedes Sedano, Edgar Colmenares del Valle, Oswaldo Trejo —cuando dirigía la Biblioteca Ayacucho, a propósito del Prólogo de Rosenblat—y seguramente también con cada persona que aparece en los créditos del Diccionario de venezolanismos (1), un sinfín de personas; de esto también fue testigo mi querido amigo Domingo Ledezma, ahora profesor de Brown University. Creo que conmigo solo peleó una vez. Asimismo, fui testigo del desmedido e incondicional amor que manifestaba por su sobrino Matías a quien veneró desde el día de su nacimiento.
En su casa de Caracas disfrutaba haciendo reuniones con entrañables amigos solo para mostrarles el brote de la flor de una Dama de noche, ese arbusto ramificado que cautiva por su embriagante olor, a quien ella consideraba la homenajeada de la fiesta o el pretexto para reunir, entre otros, a José María Cadenas, Ygor Colina, José Fernández Revilla, Margot Ponce, Gustavo Portillo, Luis y Gisela Alvaray, Alexis Ramos y Dianora Cisneros, estos dos últimos con quienes además, a veces celebraba su cumpleaños porque nacieron uno tras otro durante el mes de enero. Sus amigos, sus entrañables amigos, la llamaban con cariño María Pepita —yo nunca la llegué a tutear—. Cuando alguno le preguntaba en broma —María Josefina, por qué ‘rallar la yuca’ no está en el diccionario—, ella reía con auténtica candidez. Se le llegó a acusar de pacata, yo más bien diría que fue una mujer recatada. Este grupo de amigos solía hacer representaciones teatrales de momentos históricos y se repartían los papeles protagónicos. ¿Quién podría imaginarse a una académica de la lengua haciendo el papel de Isabel la Católica durante la Conquista o disfrazada de Niño Jesús? Con ese lado afable, ella me enseñó a defenderme del, en ocasiones hostil, mundo académico, a valorar mi venezolanidad y a no temerle a los retos.
Muchas fueron las veces que viajamos juntas o coincidíamos en la isla de Margarita. Era visita obligada encontrarnos o llevar a alguien a su majestuosa casa colonial de Pampatar —herencia familiar— donde se refugiaba durante semanas y a la que siempre quería llevarme. Creo sin temor a equivocarme que estar allí era una de sus más íntimas reconciliaciones con la vida. Se enorgullecía al contar, a quienes la visitaban, que Simón Bolívar había estado allí, que había pisado esa fabulosa estancia de tejas rojas que contrasta con el resplandor azul de la salida posterior de la casa hacia el mar. Contaba historias de fantasmas y aparecidos como la mejor cuentacuentos del lugar, creo que aprendió de los relatos orales que se repiten de generación en generación de los niños de Margarita. La historia del tirano Aguirre era uno de sus favoritos y apenas tenía la oportunidad de ver a alguno de esos muchachitos le pedía que le repitiera la historia una y otra vez. Compartía con los lugareños para obtener los testimonios que con pasión atesoró para cada uno de sus trabajos. Allí, un pescador con quien ella siempre conversaba imitando el seseo margariteño nos llevó en su peñero a observar una ballena y su ballenato que se paseaban frente a ese maravilloso lugar. María Josefina Tejera brindaba su amable casa y los recuerdos que se desprendían de cada parte del mobiliario.
El amor que sentía por este país le viene de familia, de la dedicación y del esmero por todo aquello que tenía que ver con lo venezolano. Así, trabajó como directora de la Colección El Dorado, de Monte Ávila Editores, desde diciembre de 1975 hasta marzo 1990. Se encargó de la publicación de 38 títulos, ediciones accesibles, cuidadas y prologadas por reconocidos especialistas, textos que debimos leer y papeletizar todos los investigadores y asistentes de investigación del Diccionario de venezolanismos. Dedicó su vida entera al estudio del español de Venezuela y, particularmente, a la obsesión de cómo descifrar el funcionamiento de los refranes.
Llegué al Instituto de Filología “Andrés Bello” por casualidad, regresaba de viaje después de un paro larguísimo de la UCV y me disponía a entregar finalmente mi tesis de pregrado en la Escuela de Letras, La muerte de Artemio Cruz o el hijo de la Malinche, cuando me tropecé con su amiga Vilma Vargas, quien al verme me preguntó si estaba trabajando, respondí que no porque me había ido a México, renunciando al mundo de la publicidad, para procurar un encuentro con Carlos Fuentes. Con la voz calma que la caracterizaba, Vilma me explicó que en el Instituto estaban buscando a un profesor, que fuera a hablar con María Josefina Tejera y llevara mi exiguo curriculum y le dijera que iba de parte de ella. Así fue, llegué al piso 11 de la Biblioteca Central, me dirigí a la puerta, toqué tímidamente, con mi carpetica bajo del brazo, y finalmente entré a una oficina donde me recibió con una amplia sonrisa una señora que hablaba muy alto, me senté en una silla frente a su escritorio, me entrevistó y a la semana siguiente me llamó para que comenzara a trabajar con ella. Desde ese día María Josefina Tejera forma parte de mi vida.
Comencé —como muchos— elaborando “papeletas” para el enorme fichero del Diccionario de Venezolanismos. En ese entonces —1989— ya había sido publicado el primer tomo A-I (1983), así que mi labor consistía en trabajar para los dos tomos siguientes, publicados en 1993. Primero elaboraba las fichas a mano, luego le sugerí a la profe que las hiciéramos a máquina y a regañadientes aceptó. Luego aparecieron en el Instituto una fotocopiadora y un escáner comprados con los recursos que provenían del Consejo de Desarrollo Científico y Humanístico porque habían aprobado algún financiamiento para los proyectos. Recuerdo mi ataque de risa un día que me indicó no usar mucho el escáner porque se podía gastar. Otra de mis labores consistía en comprobar las fuentes que irían como testimonios o documentación en el diccionario. Perdí la cuenta de cuántas veces debí asistir a la Biblioteca Nacional para verificar las fuentes de los testimonios, yo disfrutaba mis viajes al centro de la ciudad porque además de cumplir con el trabajo encontraba fascinantes historias en la prensa que hacían más gratas las precisas instrucciones recibidas y debía cumplir a cabalidad. Recuerdo que seguí con atención varios asesinatos por honor, la historia del barrio Muchinga, donde Guillermo Meneses tomó sus apuntes para el cuento “La mano junto al muro”, me distraje con las maravillas que mostraban los periódicos consultados, un universo de microfilms —en el mejor de los casos— o los enormes tomos de El Nacional y El Universal, entre otras publicaciones periódicas que debían dar fe de la palabra en cuestión.
Parte de mi entrenamiento consistía en acompañar a la profe a la Academia de la Lengua, no sé cuántos lunes me senté a su lado, invisible ante todos esos sabios, o como los enanos en las cortes escuchando detrás de bastidores las discusiones entre Pedro Grases, Mario Torrealba Lossi, Alexis Márquez Rodríguez. Ella hacía bromas para divertirme porque en ese entonces yo apenas tenía 21 años; solía decirme: “Tranquila, que aquí la más carajita soy yo”. Entones reía tapándose la boca con una mano y con una picardía que siempre me divirtió. Recuerdo que me miraba de reojo cuando alguno de aquellos egregios señores se quedaba dormido en medio de la disertación acerca de la palabra que estaban considerando incluir en el Diccionario de la Real Academia Española. En algunas ocasiones aplaudía y les decía: “¡Ah no, vamos a despertarnos porque aquí no vinimos a dormir!”. En realidad, era muy divertida a pesar de lo que puedan pensar o decir sus detractores.
El diccionario de venezolanismos (DIVE) era su hijo mayor. Lo cuidaba con recelo, trabajó en él hasta que —al final de su vida— su mente comenzó un recorrido por una suerte de diccionario ideológico porque no hablaba nominando sino ideando las palabras. No podía recordar cuál era la palabra para nombrar la sal pero sí que servía para sazonar. Tampoco Aula Magna, pero sí que era un lugar bellísimo en donde la gente iba a escuchar, ver y disfrutar del arte. Tampoco la palabra Facultad, pero sí que era un lugar donde se reunían personas importantes del saber y que había sido dirigida por unos señores de Filosofía y otros de Psicología, “¡Pero acuérdate!”, insistía.
Alejándose de la idea inicial de Ángel Rosenblat, de elaborar un diccionario histórico del español de Venezuela, Tejera estructuró un diccionario diferencial con términos y frases fijas de nuestra variante dialectal. Para ello siguió el criterio de contrastividad en el que se considera que “El español general no pertenece a ninguna región específica de España ni de América; se le considera como una entidad no establecida, pero perceptible —especie de koiné— en la que se expresan y comprenden las personas cultas de habla hispana” (2). Cada término o frase fija va acompañado por “documentación” y “testimonios” los cuales constituyen fuentes que certifican su uso mediante ejemplos de textos, desde los cronistas de la conquista hasta textos periodísticos y obras lexicográficas que se han ocupado antes del término en cuestión.
José Joaquín Montes Giraldo, reconocido dialectólogo colombiano, en una reseña consideró, a propósito de la edición del primer tomo (1983), que “Este Diccionario […] es aporte fundamental al conocimiento del español de Venezuela y a la mejor comprensión de la lexicografía dialectal del español y de los procesos de creación léxica. Sorprende gratamente la pulcritud de impresión, casi totalmente carente de erratas” (3).
Tejera siempre sostuvo sobre sus hombros haber heredado la responsabilidad que le dejara el discípulo directo de Amado Alonso; hecho que debió sortear durante toda su carrera. Algunas reseñas al Diccionario de venezolanismos, casi en tono de reproche, anteponen la idea de Rosenblat antes de hablar de una obra concluida que dista mucho de la inicial. Por eso acogí con gusto una nota muy sentida de mi estimada profesora Alexandra Álvarez, al enterarse de su muerte, donde escribe:
El Diccionario de Venezolanismos es una obra fundamental para el conocimiento de nuestra lengua, y probablemente fue la razón de ser del Instituto. [Refiriéndose al de Filología “Andrés Bello” de la Universidad Central de Venezuela]. En su momento, la obra fue criticada porque había cierto reduccionismo por el hecho de catalogar solamente las palabras que se distinguían de las peninsulares. Se dio una polémica entre María Josefina y Luis Fernando Lara, el investigador mexicano […] Pero el Diccionario de Venezolanismos del IFAB tiene su razón de ser y su metodología propia, y válida. (4).
Recuerdo perfectamente esta polémica, sin embargo, el mismo Lara, en 1995 escribía en la Nueva Revista de Filología Hispánica una reseña al DIVE en donde afirma que “El mundo hispánico se puede congratular de contar con un trabajo más, rico y riguroso, que documenta la variedad y la riqueza de la América hispanohablante en su región venezolana” (5).
Nunca supe la razón por la cual María Josefina Tejera fue designada para dirigir el Diccionario de venezolanismos —jamás me lo contó— porque entre las discípulas de Rosenblat también estaban las distinguidas investigadoras Aura Gómez, Paola Bentivoglio y Luciana de Stefano. Tal vez se debió al hecho de que para ese entonces ella ya había concluido su tesis doctoral Análisis estructural del refranero, dirigida por Roland Barthes y presentada en la Universidad de la Sorbona de París, traducida al español en 1976.
Solía tener cierta suspicacia por algunas opiniones académicas provenientes del sexo masculino, cuando recibía alguna crítica a su trabajo me decía “Ja, ja, ja, —alargando las aes—es que a ellos no les gusta que una mujer los mande”. Con el tiempo entendí este comportamiento: le había tocado lidiar desde muy joven con una academia que no admitía en su seno sino contadas excepciones femeninas, de hecho fue la segunda mujer que se incorporó a la Academia Venezolana de la Lengua —le tocó suceder al escritor Miguel Otero Silva—, acto que tuvo lugar en el Paraninfo de las Academias Nacionales el 11 de julio de 1994, en donde disertó acerca de los diccionarios dialectales; la contestación estuvo a cargo del Dr. Roberto Lovera de Sola.
El tomo dedicado a Ángel Rosenblat de la Biblioteca Ayacucho El español de América (6), cuya selección, prólogo, cronología y bibliografía son de su autoría, fue un regalo que me hizo cuando presenté mi tercer ascenso en el escalafón universitario. Con mucha nostalgia transcribo sus amorosas palabras: “Para María Eugenia, que el día de ascenso a Agregado me da una de las satisfacciones más grandes de mi vida. Con el deseo de que su carrera y su vida sigan con éxito y felicidad”. Fue el 29 de octubre de 2004 cuando presenté el Léxico básico del español de Venezuela (7), un enorme trabajo que todavía creo que algunos no logran entender. Con insistencia y empuje Tejera me hizo tomar un seminario con Amparo Morales, Académica de la Lengua de Puerto Rico, quien había hecho el Léxico básico del español de Puerto Rico (8), y clases de estadística con el profesor José Fernández Revilla para garantizar que el proyecto siguiera los lineamientos de los léxicos básicos ya culminados. Le agradezco haberme enseñado a ir más allá de las ponencias, conferencias y breves artículos, a no repetirme y a siempre mantener —en la medida de lo posible— la cabeza sobre los hombros para emprender nuevas investigaciones, porque los estudios lexicográficos requieren de tiempo y mucha paciencia.
Del prólogo de El español de América podemos inferir que a Tejera —una vez más— le correspondió emprender la reconstrucción de un proyecto inconcluso de Rosenblat; así, explica la naturaleza y la secuencia de los trabajos que atienden a las intenciones del autor. Los estudios que componen el volumen fueron en su mayoría ponencias o conferencias que luego Rosenblat ampliaba, “tardaba mucho en dar por terminada una obra”, refiere (9). Tejera ilustra con datos valiosos los trabajos de su maestro, quien le dejó algunas señas para hacer posible una organización coherente de tan importantes ensayos —largos y breves— en torno al español de América, casi todos orientados hacia la unidad del español, la homogeneidad del proceso lingüístico de América, el purismo y la unión de las ciencias y las humanidades. La selección de textos, el prólogo y la bibliografía de El español de América denotan un trabajo realizado con rigurosidad, con énfasis en lo histórico; este hecho entra en correspondencia con una tangible formación filológica que ciertamente heredó de Rosenblat quien, a su vez, transmitió a sus discípulos las enseñanzas de Ramón Menéndez Pidal, Amado Alonso y Pedro Henríquez Ureña. No es extraño entonces que José Luis Moure —filólogo, dialectólogo, miembro de la Real Academia Española, de la Academia Norteamericana de la Lengua Española y actual vicepresidente de la Academia Argentina de Letras—, refiera que “Las lagunas de nuestra información sobre la vida y obra de Ángel Rosenblat fueron generosamente salvadas por María Josefina Tejera […] Vaya nuestro sentido agradecimiento a la académica venezolana, discípula del filólogo y cultora de su memoria y legado científico” (10). De esas lagunas que refiere Moure rescatamos la generosidad de Tejera al hablar de su maestro, cuando resalta que fue un trabajador infatigable y describe cómo organizaba minuciosamente el trabajo, cómo realizaba insaciables correcciones que emprendía desde los borradores, fichas o “papeletas” —como gustaba llamarlas— hasta las correcciones finales de los pliegos que irían a la imprenta. Así, en un tono íntimo, nos cuenta María Josefina que “Rosenblat fue enemigo del énfasis, de la grandilocuencia, de lo rebuscado. Tanto en sus trabajos como en su trato era comedido, cauteloso y sencillo. La meticulosidad parecía práctica de la humildad. […] uno de sus rasgos más resaltantes fue su trato tímido y discreto que no buscó satisfacer la vanidad” (11). Creo, sin temor a equivocarme, que Tejera logra transmitir en este trabajo, una vez más, todos estos rasgos de su maestro además de la rigurosa formación que tuvo.
Gracias a María Josefina Tejera, Venezuela está representada en los Documentos para la historia lingüística de Hispanoamérica. Siglos XVI a XVIII (12); un corpus del español de la época colonial que proporciona datos seguros para el estudio diacrónico de las variedades americanas. El Estudio histórico del español de Venezuela fue realizado en dos etapas, ambas bajo su coordinación, pero debemos poner el acento en la co-investigadora de este proyecto, Luciana de Stefano, a quien debemos agradecer su vasta experiencia en Historia de la Lengua. Consta de 135 documentos oficiales, cartas, juicios, testamentos, inventarios, entre otros, que dan cuenta de la formación del español de Venezuela. Para su selección se priorizaron, para el siglo XVI, las ciudades fundacionales de Coro, El Tocuyo, Barquisimeto, Cumaná, Margarita, Caracas y Mérida, y, para el siglo XVIII, Los Llanos y el sur del país.
En esa época Tejera viajaba con frecuencia a España. Solía hacerlo en coincidencia con las vacaciones intersemestrales; cuando volvía daba la impresión de estar regresando de una empresa de conquista a la inversa y me hacía sentar durante horas en la mesa de su oficina para contarme todos los inconvenientes que había sorteado para acceder al Archivo General de Indias y al Archivo Histórico Nacional de Madrid, entre otros, la cantidad de dinero que debía invertir en la reproducción de estos materiales en vista de que, durante la segunda etapa, no contaba con el apoyo de la Asociación de Lingüística y Filología de la América Latina (Alfal). Le encantaba enseñarme los legajos que había reproducido para mostrarme algún hallazgo que podría contribuir con la historia de la formación del español de Venezuela. No participé directamente en ese proyecto porque creo que me tenía reservada para el Diccionario de venezolanismos, pero sí me envió a hacer un curso de paleografía a la Escuela de Antropología.
La derivación mixta del español de Venezuela (13) es una obra descriptiva en la que me detengo no solo por su importancia para el estudio de la derivación en español, sino porque fue su última obra orgánica. Trabajó arduamente en esta investigación desde el año 1998 hasta su impresión en 2007, esto es fácil de constatar si seguimos la serie de ponencias y artículos que presentó y publicó previamente. Se trata de una obra bien pensada, mejor sustentada y constituye un trabajo minucioso en el cual estudia un fenómeno lingüístico —el proceso de formación de nuevas palabras por medio de la adición de un sufijo a una palabra ya existente— con el cual los hablantes pueden expresar algún tipo de valoración afectiva, positiva o negativa, de las personas o las cosas. Si bien esto puede hacerse desde varios niveles de análisis lingüístico, Tejera se centra en los procedimientos morfológicos, es decir, en la estructura interna de las palabras, las reglas para su formación y las diferentes maneras como estas se relacionan con otras. La importancia de esta obra radica en que en ella encontramos una nueva manera de estudiar lexicológicamente la derivación apreciativa en español, porque además de considerar la derivación pura, en la que el significado del lexema base —unidad mínima con significado léxico que no presenta morfemas gramaticales— se mantiene, pero adquiere el sema —unidad mínima de significado léxico o gramatical— del sufijo diminutivo, amplificador o despectivo, sin que haya alteración de clase o género en el derivado (i.e. sillita referida a una ‘silla pequeña’, o cuadrote referido a un ‘cuadro grande’) (14); o la derivación bivalente, en la que el sufijo apreciativo le agrega dos significados al lexema base, es decir el sema de diminutivo o amplificador y un sema de valoración positiva o negativa, por ejemplo: amorcito que tiene los semas [+diminutivo] y [+afectivo positivo]; Tejera propone el estudio de la derivación mixta con la que los sufijos frecuentativos pueden tener —simultáneamente— una función transformadora que provoca un cambio de clase de palabra y de estrato de lengua —esto último siguiendo fielmente los criterios que al respecto utilizó en el DIVE—, y una función apreciativa que suma un rasgo peyorativo. Para reforzar las motivaciones del estudio refiere que “Venezuela se caracteriza por la libertad en los usos y por un gran poder de creación que se cumple en los derivados mixtos” (15). Así, determina que en la derivación mixta los sufijos participan de las características de los apreciativos y también de las funciones de los sufijos llamados significativos, modificadores o transformadores, es decir, que al igual que los apreciativos expresan maneras de valoración y cómo los transformadores pueden producir cambios de referente, de significado y de clase de palabras; estos procesos producen a su juicio ocho tipos derivados: atenuantes, que además de suavizar comparten el rasgo despectivo (i.e. sabrosón, indiferentón, pendejón, sinverguenzón); resforzadores, entre los que señala: i) los caricaturescos que retratan el aumento de tamaño de un órgano o de una parte del cuerpo (i.e. patuleco, tuñeco, boquineto, bembón, cachubón, cejón); ii) los cuantificadores, que refieren el aumento de cosas o de sustancias (i.e sangrero, verguero, ñoñero); iii) los colectivos, que aumentan la cantidad de lo expresado por la palabra base, sean personas o animales (i.e. mujerero) iv) los contusivos, que expresan la idea de golpe fuerte (i.e empujón); v) los intensivos (i.e. solazo); vi) los desvalorizadores que aumentan la base en forma negativa e incluyen defectos morales e insultos (i.e. bobolongo) y los hipérbólicos (i.e. palamentazón). En cada capítulo hay un análisis semántico de la derivación mixta en los sufijos frecuentativos que cumplen la doble condición expuesta y proporciona ejemplos y comentarios que culminan con una consideración acerca de la productividad de la categoría estudiada y una conclusión.
No puedo sintetizar en este breve espacio la importancia de la obra que lega al mundo hispanohablante María Josefina Tejera, a quien por cierto nunca le gustó que la llamaran lingüista, prefería que le dijeran lexicógrafa, lo que puedo asegurarles es que este será el inicio de una serie de reconocimientos merecidos. No me resta más que decir:
Querida profe, la gloria la espera.
Notas
1 Tejera, María Josefina. Diccionario de Venezolanismos. Caracas, UCV/ Academia Venezolana de la Lengua/ Fundación Edmundo y Hilde Schnoegass, 1993.
2 DIVE, p. XVII.
3 Montes Giraldo, José Joaquín. Reseñas de libros. Thesaurus , T. XLII, N° 2, p. 442.
4 Álvarez, Alexandra. (7 abril, 2021). En Facebook. https://www.facebook.com/alvarezmuro
5 Lara, Luis Fernando. Reseñas. Nueva Revista de Filología Hispánica, XLII, núm, 1, pp. 177-244, 1995.
6 Rosenblat, Ángel y Tejera, María Josefina. El español de América. Caracas, Biblioteca Ayacucho, 2002, 337 p.
7 Martínez, María Eugenia y Alario, Antonietta. (2004). Léxico básico del español de Venezuela. Caracas, Universidad Central de Venezuela, publicación electrónica, 2004.
8 Morales, Amparo. Léxico básico del español de Puerto Rico. Puerto Rico, Academia Puertorriqueña de la Lengua, 1986, 349 p.
9 Rosenblat, Ángel y Tejera, María Josefina, Ibidem, p. XII.
10 Moure, José Luis. “Ángel Rosenblat. Una reivindicación filológica de América”. La biblioteca 1, p. 172, 2004-2005.
11 Tejera, María Josefina. “Prologo”. En El español de América, pp. XII-XII, 2002.
12 Fontanella de Weinberg, M., V.I; Rojas Mayer, E., 1995, V.II.
13 Tejera, María Josefina. La derivación mixta del español de Venezuela. Caraca, Fondo Editorial de Humanidades, 2007. 305 p.
14 Ibidem, p. 9.
15 Ibidem, p. 8.