“Porque la verdad es que yo me enamoré perdidamente de María Fernanda Palacios. Padecí ese amor ciego y sin futuro durante años, pero logré (o logró María Fernanda, sin tener la más mínima idea de la patética escena que se desarrollaba en mi corazón) que aquella fiebre violenta y absurda se transformara en otro tipo de amor: el del profundo respeto, la deslumbrada admiración, ese amor puro y sublime que se le tiene a un maestro”
Por ROBERTO MARTÍNEZ BACHRICH
¿De qué sirve la literatura si no es para devolvernos un pedazo olvidado o ignorado del mundo en que vivimos o de la historia en que estamos ensartados?
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Yo era más joven y más tonto y más feliz cuando entré a la Escuela de Letras en los años 90. No hablaré de lo que significó la Escuela para mí, ni de las muchas cosas que en ella trastocaron mi vida desde la primera semana de clases, desde el primer semestre: razones todas por las cuales –y, claro, por las crueldades del azar– hoy sigo allí, aunque ahora me toca fingir que soy profesor, aunque yo hubiera preferido seguir siendo, para siempre, estudiante.
Este rápido recorrido por la memoria no puede detenerse en todo eso, debe arrancar, por fuerza, en el segundo semestre, y en lo que sucedió o empezó a suceder desde que me senté un martes en la 204, después de salir de una horrenda clase de Lingüística II y mientras escribía en el cuaderno, aún atormentado, el nombre de aquel otro curso que ese día, justo entonces, comenzaba. “Necesidades expresivas”, se llamaba. Y el programa particular de ese semestre tenía el enigmático nombre de “Oscuras claridades, lentos arrebatos, criollísimos saboreos”. No había terminado de escribir ese título cuando entró en el aula una hermosa mujer, cuyo paso y belleza, cuyo modo de depositar los libros sobre el escritorio –nítido, el recuerdo–, cuya mirada escrutadora y comprensiva a la vez crearon instantáneamente una atmósfera y una luz particulares. Se hizo el silencio y esa voz serena, profundamente humana, majestuosa y sabia, severa a ratos –cuando cualquiera de nosotros afirmaba vehemente alguna tontería–, pero siempre protectora y afectuosa, terminó de dibujar un tono, una cierta penumbra, los fundamentos de un largo hallazgo que apenas nacía. No podíamos prever que aquel curso, que contemplaba una breve selección de iluminadoras lecturas, muchas del todo desconocidas para nosotros, marcaría profundamente nuestras vidas. Creo que no hay en lengua humana palabras para dibujar la sensación primera, lo que aquella clase inicial nos regaló. Estas notas apenas intentan vislumbrar, con suma torpeza, lo que pasaría después.
Leeríamos, anunciaba aquella voz, aquel enorme y sabio corazón, como cada clase de allí en adelante nos lo comprobaría, poemas de Lezama Lima, Vallejo, Diego, Cadenas y Sucre. Leeríamos, sí, acaso por primera vez. Leeríamos de verdad. Dialogaríamos, por fin, con las obras. Y no sólo leeríamos o dialogaríamos, en condicional, sino que inmediatamente comenzamos a leer y a dialogar, en presente que ya es pasado, pero que sigue siendo presente. Un sabroso abismo estaba abierto. Y semana a semana el abismo continuó agigantándose para regalarnos con una de las cosas más parecidas a la felicidad que yo jamás haya conocido.
La verdad, que a veces es profundamente ridícula, lo fue entonces. Porque la verdad es que yo me enamoré perdidamente de María Fernanda Palacios. Padecí ese amor ciego y sin futuro durante años, pero logré (o logró María Fernanda, sin tener la más mínima idea de la patética escena que se desarrollaba en mi corazón) que aquella fiebre violenta y absurda se transformara en otro tipo de amor: el del profundo respeto, la deslumbrada admiración, ese amor puro y sublime que se le tiene a un maestro.
He hablado con compañeros de generación, con amigos más viejos o más jóvenes, y me he dado cuenta de que no estaba solo en mi ridiculez. Cuando uno va a las clases de María Fernanda algo se trastorna en el alma. Y uno ve la vida desde otro lugar, antes inexplorado. En todas partes, en cualquier situación, uno se encuentra pensando en lo que María Fernanda dijo o mostró, o en lo que una obra, gracias al lugar desde el que pudimos mirarla –María Fernanda mediante–, nos dice y nos muestra ahora. Y en qué pensaría María Fernanda de esto o de esto otro, o en cómo reaccionarían frente a aquella tristeza o este desencuentro –acaso con un golpe de tos y sangre, o con unos tragos de vodka y un poco de arenque– Katerina Ivanovna, la mujer de Marmeládov; o Fiódor Pávlovich Karamazov, que en paz descansen. Y en qué harían o qué dirían en tal o cual situación: cómo resolverían, por ejemplo, el señor Jones y Martín Ricardo, si Caracas fuera Samburán, la fuga masiva de presos de los últimos días. O cómo una imagen dada, en un poema, ahora puede velarnos y revelarnos cosas, o modos de tantear tal velo, tal revelación en el día a día. Porque “paso es el paso del mulo en el abismo”, cada vez que lo pienso, y vivimos esquivando “los potros de bárbaros atilas” o “los heraldos negros que nos manda la Muerte” en nuestra monótona y amarga escena nacional.
Lo que quiero decir es que cuando uno está en clases con María Fernanda, esas clases no duran sólo las tres horas semanales de la clase en sí: sus ecos se hinchan, se expanden, se quedan con uno como un sólido puente en cada gesto, en cada acto ejecutado, en cada idea o intuición o drama que nos ocurre a lo largo de la semana, entre una clase y otra. Y es obvio que también cuando se acaba el curso y mientras empieza el siguiente, se tarde lo que se tarde, María Fernanda –y la obra a la que nos ha acercado– siguen allí, siempre, con nosotros. Yo no he encontrado nunca alguien que tenga esa potencia, ese poder de lector sobre uno. Y eso, naturalmente, tiene algunas consecuencias magníficas, y otras más algo disparatadas. Porque aprender a leer es, finalmente, la vida. Y la vida, y aprender a leer, son –ya se sabe– un peligro.
Mientras estudiaba Letras, por ejemplo, un grupo de amigos y yo decidimos fundar una especie de célula terrorista por el bien de nuestra literatura. Una esquina de esa “histeria de las ideas” que tan bien dibuja María Fernanda al hablar de Demonios nos tocaba. Nos reuníamos y hablábamos largamente de nuestros proyectos. Pero sólo hablábamos, éramos “puro melindre”. No había entre nosotros Stavroguines o Piotrs, menos mal. Como era de esperarse, nunca hicimos nada. En cualquier caso, recuerdo dos de esos proyectos, dos de los que más se redondearon, de los que ya estaban a punto de ser ejecutados. El primero era ponerle una bomba a la editorial Panapo: hacerla desaparecer de la faz de la tierra (creo que no necesito explicar las razones, que en este momento tampoco importan). El segundo: entrar por la noche a la casa de María Fernanda Palacios y tomar prestados todos sus manuscritos para publicárselos de inmediato, en ediciones buenas, bonitas y baratas. No comprendíamos, quienes acudíamos a su aula, cómo esas clases no estaban escritas. Sospechábamos que existían brillantes ensayos que, por la ceguera editorial generalizada en el país, no habían llegado a las imprentas. Pero se trataba, decíamos imbéciles y altaneros (como siempre que se llega a esas frases), de una cosa “por el bien de la patria”. El primer proyecto lo abandonamos para no ir a la cárcel (probablemente, también, porque ir a la cárcel significaba no ver más clases con María Fernanda). El segundo, por razones más nobles: para no asustar a la profe, que podía tener el sueño ligero. Y porque comprendimos que acaso su pudor y su celo a la hora de publicar esos trabajos tenían razones de peso, válidas para ella y, por tanto, para el mundo: un exceso de conciencia crítica, la búsqueda de la perfecta escritura, que se dilataba con los años y que ella, lo reconozca o no, ha alcanzado hace varias décadas. A pesar de eso, cada cierto tiempo, la idea de aquel viejo proyecto, a mí, al menos, vuelve a darme vueltas por la cabeza y el alma. Pero esto no es una amenaza, no se me vaya a preocupar, profesora, sino una muestra más, acaso sumamente torpe, de un profundo afecto y una feroz gratitud. Y acaso, también, un llamado. Porque seguimos queriendo leer esos textos, claro.
Y así marchaba el semestre: cada martes se hacía ese tránsito sin pausa de Lingüística II a Necesidades expresivas; de una chica rubia, simpática y buena gente, pero cuyas clases me daban cáncer, a la belleza infinita y la calidez y sabiduría del alma de María Fernanda Palacios, cuyas clases me curaban, rápidamente, de aquel cáncer; del verboide y la conjunción prepositiva nos mudábamos a la Calzada de Jesús del Monte y el tokonoma lezamiano; de la autopsia y el cuerpo en descomposición de la lengua viajábamos al cuerpo de la lengua y la lengua del cuerpo, que volvían a cobrar vida y la irradiaban sin cesar por cada ángulo del aula. Yo era feliz, ya lo he dicho y, deliberadamente, lo repito. Todos lo éramos, me parece, allí. Y cada clase nos dibujaba, a nosotros, que vivíamos en estado de asombro perpetuo –como los primeros cronistas de Indias–, los enigmas de la belleza, los misterios del hecho poético, sus resonancias y espejos, sus “reticencias y resistencias”, su fuerza anímica, sus “vapores” y su “potens”. Y digo que dibujaba esos enigmas y misterios porque los hacía más nítidos –les daba carne, cuerpo, palabra–, sin intentar, gracias a Dios, despejarlos.
Pero “Necesidades expresivas” era un curso obligatorio. En el aula no cabía medio estudiante más: con frecuencia nos tocaba sentarnos en el piso. Éramos un gentío, todos aprendiendo, por vez primera, a leer. Porque eso lograba María Fernanda Palacios: que aprendiéramos a leer, y si aprendíamos era, justamente y gracias a ella, desaprendiendo los viejos vicios, tantos y tan arraigados, a veces, de esos que desvían al lector de la lectura, que lo llevan a pensar o encontrar cosas más acá o más allá del texto, pero alejándose –siempre– del texto. Y ella nos ayudaba a quedarnos. Se dice fácil, pero no lo es tanto. Creo que pocas cosas han sido tan fructíferas en la vida. O no recuerdo, al menos, lección más profunda que esa frente al hecho literario.
En aquel curso enorme, no obstante, había poco espacio para una relación más directa (¿cómo tenerla con cerca de 50 estudiantes en las cortísimas 16 semanas que duraba un semestre?). Pero la habría, poco después. Al curso obligatorio siguieron muchos electivos. Ya, obviamente, pasar un semestre sin ver clases con María Fernanda se convertía en una verdadera, dolorosa tortura. Y a veces había que calársela: el pensum obligaba. Pero uno hacía todo lo que estaba en sus manos para, al menos un semestre sí y otro no, estar allí, en sus clases. A “Necesidades expresivas” siguieron varios seminarios, estos sí libres, sobre Dostoyevski, Conrad, Ajmátova y Mandelstam, Pushkin, Tarkovski o el arte en torno a la Guerra Civil Española. Allí los grupos se reducían, y la relación era más directa, la clase más íntima. Y María Fernanda, al final de sus seminarios, le entregaba a cada estudiante una carta de su puño y letra: diagnóstico y pautas para un nuevo diálogo que, a partir de allí, comenzaba a tejerse en el tiempo. Durante años he tenido ese gesto por el de una entrega absoluta al oficio. No conozco (y ya no conoceré) a alguien que se dedique con tanta pasión a la docencia. Y esa carta, qué cosa admirable: un gesto tan simple, tan humano, pero tan importante –decisivo, es la palabra– para quien se está formando. Esas cartas, personalizadas, se detenían en los peligros y riesgos puntuales de lectura que cada estudiante debía buscar resolver o con los que, tal vez, debía aprender a vivir (como con una pareja necia o neurótica al extremo a la que, sin embargo, amamos): prejuicios por torear, fantasmas con los cuales negociar, sombras con las que había que empezar a lidiar. Parece mentira que alguien pueda, leyendo dos o tres trabajos, apenas, tener una visión tan honda, tan precisa y pertinente de los problemas de cada lector. María Fernanda la tenía y la tiene. Y eso con cada uno de sus estudiantes.
Yo con frecuencia vuelvo a aquella primera carta, después de un seminario sobre Memorias del subsuelo y Crimen y castigo que fue, seguramente, una de las más intensas e iluminadoras experiencias de clase y de lectura de mi vida. En esa carta, María Fernanda me señalaba verdades redondísimas sobre mi atragantada y atribulada manera de leer: las fallas y desvíos de mi acercamiento a la obra, los abismos incalculables de lo cómodo y lo fácil, los peligros de no atender la obra misma, de no saber, de no querer escuchar la obra y escucharme. Y aún hoy, casi 20 años después, esa carta me sigue diciendo cosas, advirtiéndome, iluminándome, y me hace bajar la cabeza, volver atrás, me obliga a releer atendiendo, en verdad, en su verdad, a la obra. A la obra y a la vida, claro está. Porque nunca se separaban, nunca debían alejarse mucho la una de la otra. Las clases de María Fernanda se empeñaban en dibujar esa cercanía necesaria: esa vuelta que la literatura propone a un pedazo ignorado u olvidado de nuestro mundo o nuestra historia, según reza el epígrafe –suyo– de estas notas. Y por sólo esa lección, ya la vida entera no alcanzaría para agradecerle lo suficiente.
Hemos venido aquí, hoy, a hablar de la obra de María Fernanda Palacios. Y si yo he querido detenerme en sus clases es porque, así lo creo, estas son parte fundamental de su obra. Ana Teresa Torres apuntaba alguna vez que las clases de María Fernanda son un género literario en sí mismas. Y que aunque nos quejemos de que María Fernanda no publica con la frecuencia que todos desearíamos, la verdad es que ella publica, dos veces por semana, al menos, y desde hace más de cuatro décadas, para quien pueda y quiera leerla, en el aula. Creo que Ana Teresa tiene toda la razón. Y si la obra escrita de María Fernanda contempla poesía y ensayo, pues a medio camino entre esos dos géneros estarían sus clases: poesía pensante, ensayo poético. Cada clase de María Fernanda es única, pues es –siempre– un iluminador ensayo poético, un poema reflexivo admirable que no leemos, pero oímos; que leemos, pues, con el oído y el alma.
¿Cómo alguien logra que una clase sea tan redonda, que esté tan minuciosamente estructurada, que tenga picos y valles, momentos de enorme intensidad y, en el entretanto, pausas necesarias: partitura dramática?, ¿cómo tiene esa escritura aérea de la clase todo un estilo –y “estilo”, señala la autora en su libro sobre Ifigenia, no es “sino una forma de conciencia”– que es profunda y sabrosamente literario?, ¿cómo tiene un ritmo –cada clase– pleno de literaturiedad, y cómo logra dibujar el “evento” –la obra– en el aire, en la imaginación y el cuerpo de cada lector, de cada oyente, con tanta precisión y resonancias?
Cortázar decía que todo buen cuento debe causar en el lector una apertura: dejar en él las semillas que luego irán creciendo hasta ser un árbol gigantesco. No conozco ejemplo más rotundo de esa apertura que las clases de María Fernanda, que también tienen, entonces, algo de cuento. Y aunque yo no sea capaz de certeza alguna, tal vez decir esto sea lo que más se acerque a la idea que uno tiene de certeza: yo he vigilado, en mi propia experiencia de lectura, el crecimiento de esos árboles, de ese bosque infinito. No sé, en fin, cómo frase tras frase sus clases, como sus ensayos, trabajan los textos –y el alma en ellos– desde lo que Montaigne proponía como esa otra razón tan llena de fuego y de sombra que es la razón anímica. No lo sé, y nunca lo sabré del todo. Pero este inventario de enigmas se sostiene firme, como un conjunto de “casi certezas” en mí y en cualquiera que haya entrado, alguna vez, a sus clases.
A sus clases, o a sus libros. Porque pasa exactamente lo mismo con sus ensayos, ahora sí, escritos. Su libro sobre Ifigenia, por ejemplo, que es, todo él, una lección magistral sobre el ejercicio y oficio de la lectura. O sus ensayos sobre Kafka y Proust, en Sabor y saber de la lengua: trabajo amoroso y atento de sus obras: trabajo que llama a una auténtica atención y amor por las obras. O su “interpretación teatral” o “re-presentación” de Bernarda Alba, de García Lorca: el mejor montaje que nadie haya jamás presenciado de ese drama: montaje, en este caso, verbal, escrito, en el que, no obstante, la autora ha buscado “darle cuerpo a las palabras, como un actor”. O su memoria de El movimiento del grabado en Venezuela: tan absolutamente esclarecedor en una materia tan escurridiza y difícil. O su hermosa biografía de Teresa de la Parra, que fue el modelo absoluto –lo conversaba con Gabriela Kizer alguna vez– que seguiríamos tantos otros en la tarea biográfica, después. Y, si alejamos la vista de los ensayos, pasa lo mismo con sus poemas. Siempre hay canto, cuento y reflexión. O canto reflexivo en el que todo será cuento un día. María Fernanda ha dicho, en alguna parte, que quienes saben de poesía reconocerán que sus poemas no son tales. Así he descubierto –nunca es tarde para dragar las propias, inmensas lagunas del saber– que yo no sé nada de poesía. Porque “Octubre”, “La casa sumergida” o “Y todo será cuento un día”, de su último libro, están entre los más bellos e intensos poemas que yo haya leído en años. Para no hablar de esa curiosísima búsqueda de una lengua otra, de esa experiencia verbal de transición que es, me parece, Por alto, por bajo.
Dedicarse, entonces, a hablar con la mínima seriedad necesaria sobre su obra escrita, nos tomaría, al menos, los 5 días continuos que le tomó a Bartolomé de Las Casas convencer, en 1550, a los sabios de Valladolid de que los indios sí eran cristianos, aunque ellos mismos no lo supieran. Pero acá estamos contra reloj. Por eso he querido, apenas, esbozar unas líneas sobre esa otra obra, su obra paralela: ese otro género literario que, como apuntaba Ana Teresa Torres, es la clase. La clase, sí, pero no cualquier clase, porque aunque muchos de nosotros hayamos tenido la suerte de tener tantos grandes profesores, solo ante las clases de María Fernanda podría decirse que se ha llegado al Siglo de Oro de la clase como género literario. Clases en las que, como anotaba la autora en una entrevista publicada en el número 13 de Hojas de Calicanto, lo que importa no es “interpretar, explicar o agotar” la obra, sino “iniciar un diálogo con ella”, “construir una mirada y no un juicio”. Esa mirada, no obstante, que sus clases construyen, no debe confundirse con un mero ejercicio subjetivo. De lo que se trata, señala María Fernanda Palacios en la misma entrevista, es de “atreverse a ver qué es lo que ha suscitado la obra, reaccionar ante aquello que nos ha conmovido”. Es lo que ella llama, antes que ejercicio crítico, “intento de valoración” o “esfuerzo por ganar cierta objetividad; un intento por transformar una percepción inicial, subjetiva, desordenada, caprichosa o esquemática, en una mirada reflexiva”. La valoración es, entonces, un proceso, y nunca “el resultado de un ejercicio puramente metodológico”, pues de lo que se trata es de “exponerse” y “arriesgarse” para “ganar un poco de objetividad”, de valorar la obra “como si fuese un evento y no un ‘objeto de estudio’…”; se trata, en fin, como dirá en uno de sus ensayos sobre el ensayo en Sabor y saber de la lengua, de construir una “mirada reflexiva” que sirva como ejercicio “para disciplinar nuestra subjetividad”, para buscar, y allí el arte de sus clases, “una relación con las obras donde sea la literatura la que nos enseñe algo […] Porque no se trata de transmitir conocimientos, ni proporcionar destrezas, ni explicar técnicas, sino que lo importante es propiciar un movimiento […] de reflexión, para que algo ‘prenda’ o algo muera.”
Son, ya se habrá visto, las palabras de un maestro. Porque eso ha sido María Fernanda Palacios durante casi medio siglo para todos los que pasamos por la Escuela de Letras: más que una gran profesora, un verdadero maestro. Sé que a ella le molesta la gratuidad con que hoy, muchas veces, se usa la palabra. No es este el caso. Refiriéndose a las clases de Antonio Edmundo Monsanto –al testimonio de Alejandro Otero sobre esas clases–, en su libro sobre el grabado, María Fernanda ha escrito: “Esa pasión por lo que enseñaba, esa actitud de ‘perpetuo descubrimiento’ y, sobre todo, ese nutrirse para ‘crecer por dentro’, dan la pauta de lo que en cualquier tiempo y lugar es un ‘maestro’: aquel que lleva un eterno discípulo dentro de sí”. Monsanto enseñaba a sus discípulos, continúa la autora, “cómo reconocer y valorar las propias intuiciones –ese instinto sin el cual es imposible hallar o descubrir nada… Y el hallazgo era entonces algo anterior a cualquier fabricación teórica.”
Pasión y perpetuo descubrimiento; nutrición anímica y discípulo interior siempre despierto; tacto para ayudar a reconocer y valorar las intuiciones; sostenido hallazgo, fundacional, primigenio: esas, algunas de las valiosísimas cosas que uno puede encontrar –hoy como ayer– en las clases de María Fernanda. Y eso, en conjunto, el paquete de incalculables valores que nos ha dado a tantos la Escuela de Letras de la UCV, a través de la figura excepcional de María Fernanda Palacios. Hablo, y lo sostengo cada vez que puedo, de una impagable “deuda de amor”.
Ya para terminar quisiera referir, muy brevemente, una última anécdota. Alguna vez, a finales de los 90, se organizó un Encuentro de Estudiantes de Letras en los espacios de nuestra Facultad de Humanidades y los de la Escuela de Letras de la UCAB. Tal vez vino también gente de Mérida o Zulia, pero no estoy seguro. Hubo, toda esa semana, ponencias, discusiones, lecturas. Y cada noche, después de las jornadas de trabajo, todos íbamos a parar a las tascas de Sabana Grande o El Paraíso, dependiendo de dónde se hubiese desarrollado la agenda del día. En aquellas tascas, con exasperante monotonía, se establecía a grito de alcohol y humo una absurda discusión: si era mejor estudiar Letras en la Central o en la Católica. Argumentos iban y venían, aumentando el volumen de los participantes, el trabajo del mesonero y el monto de la cuenta. Los ucabistas (varios de los cuales, con los años, se mudaron a la Central) alardeaban, mordisqueando chupetas de pollo, de lo ordenado de su pensum, de lo completo de su formación, del Latín y la Historia del Arte y la Filosofía obligatorias, que nosotros, los ucevistas, bárbaros e incultos, no teníamos. Con algo de bajeza, con algo de malicia, con saña infantil, se diría, yo solía escucharlos en silencio: un trago de cerveza y otro, una pitada al cigarrillo y otra, mientras la perorata picaba –vehemente– y se extendía. Apenas terminaba la opereta jesuítica yo comenzaba a crecer sobre mi silla y, serenamente, les decía: “Ustedes no tienen a María Fernanda Palacios”. Y de golpe, sin transición, todo el mundo se quedaba callado. Como también, así mismo, de repente, me callo ahora yo.
Referencias
1 Texto leído en la Plaza Altamira (abril, 2012) en el “Homenaje a María Fernanda Palacios” del IV Festival de la Lectura Chacao. Mesa compartida con Sandra Caula y Michaelle Ascencio.