Papel Literario

Marcel Proust cien años después

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Por ALEJANDRO VARDERI

Él estaba más de un siglo por delante

de todos nosotros. Léon Daudet

El 18 de noviembre de 1922 Marcel Proust concluía su búsqueda del tiempo rodeado por la fidelidad de Céleste Albaret, la devota ama de llaves y de Robert Proust, el hermano gravitando vigilante sobre sus días. En seguida llegó Reynaldo Hahn, el gran amor y amigo incondicional, desde los años cuando comenzó a poner los cimientos de su gran catedral. Poco después arribaría Léon Daudet, literato integrante de su círculo íntimo y quien reconoció entonces la visión de futuro puesta por el escritor en una obra que, ahora cuando se cumple ese siglo, sigue siendo tan actual como entonces o incluso más, dada la enorme bibliografía contemporánea dedicada a ella y al autor mismo.

Proust y la pintura, el cine, la música, el psicoanálisis, las sexualidades otras, el amor, la cocina, el coleccionismo, la moda, el bricolaje, la autoayuda son algunos de los temas explorados y explotados hoy con mayor o menor fortuna. Como toda figura inmortal, sigue despertando pasiones, generando discusiones y avivando contradicciones exploradas en simposios, congresos, talleres, clubs de lectura, reuniones y círculos dedicados a abordar los textos, y sus nexos con la vida y el mundo de la Belle Époque. Un mundo que lo incluyó pero no lo contuvo, al haberse empinado por encima de un manierismo donde figuras más populares y encantadoras, cual fue el mismo Hahn, quedaron eternamente circunscritas, como si de las ilustraciones de Georges Lepapeo los diseños de Paul Poiret se tratara.

Pero ello no implica que Proust dejara de frecuentar, explorar y valorar aquel mundo. De hecho sus coordenadas se imbrican en la escritura y orientan a los lectores por entre las estancias de una meticulosa reconstrucción de lo vivido y perdido, recobrada por la memoria con extraordinaria fidelidad mediante un lenguaje cuya esencia, deleuzianamente, “individualiza al sujeto en el que ella se incorpora, y determina absolutamente los objetos que la expresan”. En tal sentido el jardín del tío Louis Weil en Auteil y el del tío Jules Amiot en Illiers, donde germinó el camino de Swannen la Recherche, se constituye en alegoría del Edén perdido, pero no como lugar de juegos o refugio para la melancolía, sino como un componente activo en el proceso de documentar el vuelco hacia lo prohibido que tomaría después su vida. Semioculto entre los arbustos de Montjouvain, Marcel observará a la amante de Mlle. Vinteuil profanando la fotografía del padre muerto de aquella y la individualizará, como mucho antes había hecho con Albertina al extraerla del ramillete de muchachas en flor vistas por primera vez frente al mar de Cabourg-Balbec.

Entre las muchachas en flor

El modo como “las cinco o seis muchachas en flor” comenzaron a discurrir ante él, poniendo punto final al “espacio de tregua” mediado entre Gilberta y el arribo del protagonista a Balbec, adoptará inicialmente la consistencia de una mancha uniforme. La fecundación del ramillete, por efecto del polen que la mirada adulta va a disponer entre los pistilos, se hará ahí indistintamente. Aquí el narrador dudará de su capacidad para identificar el placer y asegurarse de la veracidad del deseo, al sentir atracción por todas las corolas, avanzando simultáneas ante un paisaje marino como extraído de un cuadro de Elstir.

En la individualización paulatina de las flores que componen el ramillete, Marcel experimentará por primera vez amor sensual hacia lo femenino. Y al condensarse la mirada adulta, el insecto-amor ya no se posará entre los pistilos de todas las muchachas, sino que irá a estacionarse en la confluencia de los pétalos de la Albertina-flor, accesible inicialmente solo a través del mar, que Proust conservará desde ese momento como fondo y marco permanente en la obra. Igualmente, el “vivísimo azul” de los ojos de Gilberta transformará su imagen en una serie de elementos descriptivos, espejeando el paisaje marino de cuya luminosidad emergió el conjunto de aquellas muchachas, a quienes quería amar y de cuyos nombres nunca pudo comprender el origen; pues no existía uno al cual pudiera asociar la densidad de esos cuerpos, gráciles a fuerza de ejercitarse en la geometría del paisaje. Cuerpos que cobraban su auténtico sentido al ellas suministrar la materia, compacta y etérea a la vez, en la cual se convertían ante su mirada cuando regresaban de sus paseos por la playa.

Sin embargo, la primera impresión conservada de Gilberta Swann es ambigua, pues existe contradicción entre el color del cabello y los ojos de su Gilberta y los de la Gilberta de Proust, basada en Marie de Benardaky, con quien solía jugar en el jardín de los Campos Elíseos. Sus primeros encuentros se corresponderán ahí con lo inalcanzable; lo femenino se escurre, conserva las distancias —sea una campesina de Combray o la hija del señor Swann— aun cuando Proust nunca dejará mal al protagonista, pues antes de desaparecer, la doncella le ofrecerá casi siempre un giño, “un ademán insinuante”, que le permita conservar la esperanza de “un porvenir dichoso” y “pedir” un poco más de amor, para colmar una carencia afectiva cuyo origen respondía a lo impositivo de las figuras masculinas familiares. Unas figuras en quienes no obstante también volcó un gran amor filial, y donde el padre quedó consagrado como una imagen distante, envuelta por el misterio que para el joven tenía su pionero trabajo dentro del campo de la epidemiología. Pero será el amor anónimo por las muchachas de Combray el más misterioso, dado lo fugaz en la aparición de estos seres sembrados dentro de macetas puestas a asolear sobre el alféizar de muchas ventanas diferentes. Florecerán después o en medio de una crisis con Gilberta o Albertina, contrastando entonces con la exquisita sensibilidad del autor, quien solo llegaría a proletarizarse en el deseo.

De lo vil a lo excelso

Camareros del Hotel Ritz, trabajadores del matadero de La Villette, choferes de los balnearios de Cabourg donde conoce a Alfred Agostinelli, transmutado en la Albertina de la Recherche, y quien fallece cuando el avión que pilotaba —regalo suyo— se precipitó al Mediterráneo. Todos ellos representan el lado oscuro de Proust, que el camino de Swann alegoriza al corresponderse con los celos hacia Odette de Crézy, por obstaculizar la materialización física del placer, experimentado por Marcel al pronunciar el nombre de Swann. También hacia Raquel, tomada como la única imagen posible de competir con la suya, al ser la querida de Robert de Saint-Loup cuya amistad estuvo siempre signada por la pasión nunca declarada entre ambos, y de la cual el mismo autor vivió vicariamente hasta el fin de su propia recherche. Igualmente caben destacar aquí las humillantes descripciones de un barón de Charlus, ya despojado del encanto que había seducido a toda una generación moldeada por el Romanticismo, al ser justamente él quien con mayor acierto encarnóla parte clandestinade la naturaleza del narrador,que el propio escritorexploró, no solo desde lo vil sino desde lo excelso.

Sería el venezolano Reynaldo Hahn quien mejor representó lo sublime en su existencia, desde que se conocieron en el salón de los martes de Mme. Lemaire. Unos martes avivados por la energía de la anfitriona, y donde artistas, nobles, políticos y literatos se congregaban durante los meses de la primavera parisina. Allí Hahn tocó por primera vez sus “Chansons grises”, inspiradas en poemas de Paul Verlaine, mientras Proust se iniciaba en el mundo del Faubourg Saint-Germain. Un doble debut que trasladó a los salones de Mme. Verdurin, en la Recherche, y entre acto cuyo inicio y fin provendría de los caminos de Swann y de Guermantes. Pero para esa ápoca ninguno de los dos jóvenes sobrepasaba aún los 22 años; todavía sus rostros tenían la transparencia de pensar que jamás serían asolados por el tiempo.

Mme. Lemaire pintaba, como Mme. de Villeparisis en la Recherche, rosas gigantescas que decoraban sus martes por todos lados, mientras Proust escogía a quien compartiría amorosamente sus primeros textos. Es así como, pasados unos días de aquel primer encuentro, partirían juntos hacia Réveillon —La Raspalière de El tiempo—, casa de campo de la misma Mme. Lemaire en el Marne, donde mostró a Hahn el apunte inicial de su obra —del mismo modo como, años después, le confiaría las primeras lecturas de Un amor de Swann— cuando, paseando juntos por el jardín, le pidió que se alejara a fin de contemplar a solas las rosas, pensando quizás en las palabras puestas en boca del narrador en La Raspalière, y referidas a Elstir, quien “no podía mirar una flor si no era trasladándola previamente a ese jardín interior en el que, por fuerza, permanecemos siempre”.

En el jardín de la memoria

“Las semillas son las flores de la imaginación”, le confió también Proust a Marie Nordlinger, cuando esta le ofreció un paquete de semillas de bálsamo, como una manera de expresar su amor por las flores que ya él no podía oler, pero rememoraba al devolverse con la memoria alos jardines de infancia de Auteuile Illiers, desde donde miraba con ojos asombrados el paisaje transformado en los jardines de Combray, una vez el asma y la dirección de su deseo lo hubieran expulsado definitivamente de aquellos paraísos.

Paseando con su abuela por el jardín de Auteuil, aprendió a reconocer las cadencias de Alfred de Musset, Georges Sand y Jean-Jacques Rousseau. Buscando eliminar la banalidad comercial en aras del valor estético, la abuela Weil introdujo al niño en el mundo del eclecticismo literario; implantando en su inconsciente el ansia por la belleza, dentro de un sólido ambiente burgués llevándolo a aborrecer la vulgaridad y a buscar los espacios donde reinara la gracia y el refinamiento.De hecho el autor pasaría muchas horas en el jardín para evadirse de las discusiones familiares y preservar la fragancia de un tiempo intocado, contenido en los geranios, trinitarias y nenúfares que el recuerdo perpetuaría dentro de él en “una región donde la belleza era real, eterna e incontaminada por los desengaños, el pecado y la muerte”. Y sería en un cuarto de baño en el último piso de la casa de Illiers, “perfumado con guirnaldas de irises”, donde liberaría sus tempranos impulsos sexuales y experimentaría el estremecimiento causado por el recuerdo de los placeres prohibidos.       

El lado de Guermantes, desde donde se accedía por la puerta delantera del jardín de la memoria en Combray, fue el bosque hasta la duquesa quien, a través del tiempo pasó por múltiples estados físicos hasta convertirse en mujer, si bien desligada del objeto imaginado al pronunciar esta palabra. Ella fue solo sustancia femenina, posible de derramar dentro del armazón de un vestido de Fortuny o proteger del sol con una sombrilla, mientras caminaba a mediodía por el boulevard de Saint-Germain.El mundo social de la vieja nobleza francesa y las fiestas en casa de la princesa de Parma cobrabanentonces sentido, cuando Marcel los recuperaba apoyado contra una columna del jardín. Pero su veracidad provenía del artificio; porque este lado se correspondió con la máscara puesta a ocultar el verdadero rostro del autor durante la primera mitad de su vida. Y es que aceptarse requirió la sumatoria del coraje, manifestado únicamente en él a través de impulsos muy breves, dada su naturaleza un tanto débil que paradójicamente asombra sin embargo al lector, dada la fuerza inyectada a un texto escrito y vivido entre la tan amortiguada claridad de una habitación en penumbra.

Rescatarlo de tal penumbra, un siglo después de la desaparición de su hacedor, se constituye en un ejercicio de resistencia y concentración, muy ajeno al ritmo febril que la revolución tecnológica le ha impuesto a la existencia contemporánea, donde la atención se detiene apenas unos segundos sobre cada tema sobre el cual se posa. Desafiar ese vértigo y leer o releer a Proust, con la lentitud del tiempo necesario para recuperar el propio, es quizás el mejor homenaje que podemos rendirle, a quien nos enseñó cómo hacerlo descender pausadamente dentro de uno y dar rienda suelta al recuerdo.