Camino de los españoles
Pueblo de San Esteban, ocho de la mañana. Una destartalada furgoneta desembarca los pasos de un par de muchachos que pronto abandonan el asfalto y se van por el sendero, rezago del tiempo que sobrevive al dominio ancestral del monte. Arriba, el cielo botánico, húmedo, lleno de pájaros entre cirros de espesura; abajo, a un lado del camino, un petroglifo que susurra espirales, cifras de mundo remoto. El entusiasmo, la juventud en las piernas, y tres cuartos de hora más tarde se abre el sembradío, la casa de bahareque, abandonada, o ese parece, las plantas de cacao, la pulpa de su semilla en el gusto. Al fondo, una galería de espejos entre las matas. Luego, como desde un sueño, la voz del río, medida de la distancia, y un poco más allá, el puente, también de los españoles, ojival y madreselva; el piso, un manto de flores amarillas, como ordenadas por un jardinero de perfectas simetrías, y finalmente el pozo, el baño frío, las rocas de la prehistoria. Allí los tenis y las camisetas, y a escasa distancia, también sobre las piedras, los cuerpos delgados tendidos al sol.
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Montaña
La montaña, cada vez más lejos
la montaña, distante su aire puro,
la exploración de la caverna,
el afluente, el manantial.
Calla, inmensa roca calla,
y apenas devuelve el sonido
de tu eco, y un susurro
de brisa fría, en la cara.
Ya no te mira de frente, te rechaza.
Se han perdido sus caminos,
la maleza de tus manos los quebranta.
Y al otro lado el mar, imposible,
el mar de donde ha venido,
devenido, isla, no montaña.
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Horizonte
Irse barcaza,
apretar el timón,
aguantarse el temporal.
Arrumar cascajos
sobre cubierta,
zurcir con saliva,
friccionar donde duele
(el agua de mar ayuda).
Santificar el olvido,
subirse a la gavia,
delirar el espejismo
de alguna isla.
El horizonte
no es el fin del mundo.
Anotarlo.
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Sueño con árbol
Fui la sombra de un árbol, y le di cobijo a un cabrero que había estado mucho tiempo al sol; a una pareja que llegó y se besó en silencio; a unos niños que jugaban en la luz y luego se acostaron a masticar tallos de hierba; a una mujer que se sentó a mirar el horizonte, y nada más; a uno que vino a llorar en silencio, y a un caballo, que se reclinó y murió. Su sombra se hizo trote por el campo.
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Harmattan
Alguien toca a nuestra puerta,
nos ofrece vacunas de dudoso origen.
No abro, no confío.
Entrarían además el polvo,
sus voces, los espíritus.
Dijiste que el calor sería benigno, que sanaríamos.
En verdad ha sido poco.
Adentro en nuestras cabezas algo se inflama.
Todo alivio ha sido efímero, y esto es como el amor:
te elevas y después el tormento,
la tierra devastada e infértil.
Las semillas del oware han quedado esparcidas.
La tabla rota sobre la mesa.
Ya el juego no es posible,
nada se siembra entre las grietas.
Afuera la calima tapa el sol,
y los aviones no emprenden el vuelo.
En la ventana, la silueta de la mezquita
se engaña a sí misma.
Ha muerto Dios, han muertos los dioses.
En cambio los espíritus envuelven el mundo.
Están en el polvo, ellos son el polvo y la ruina.
No es posible el retorno, ya no.
Dijiste que sanaríamos,
atravesamos el mar, nos fuimos lejos.
Siento que nunca partimos,
y que ya la niebla nos respira
en los pulmones, para siempre.
Esto es como el amor, ¿comprendes?
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Fedosy Santaella (1970). Escritor y profesor universitario. Autor de libros de relatos y novelas publicados con editoriales como Alfaguara, Ediciones B y Bid & Co. Sus dos novelas más recientes, Los nombres y El dedo de David Lynch, fueron publicadas por la editorial Pre-Textos. En 2009 fue becario del programa internacional de escritura de la Universidad de Iowa. En 2010 quedó entre los diez finalistas del Premio Cosecha Eñe de España. En 2013 ganó el concurso de cuentos de El Nacional. Ese mismo año estuvo entre los nueve finalistas del premio de novela Herralde. En 2016 obtuvo el premio internacional Novela Corta Ciudad de Barbastro. Algunos de sus textos han sido traducidos al chino, al esloveno, al japonés y al inglés.
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