En lugares en los que por lo general solo hay calles y plazas diáfanas, antes de Navidad surgen maravillosos mercados anuales que consisten en remolques, casetas y mesas. Reposan en medio de bosques de abetos, cuyos troncos sin raíces ocultan el asfalto e impiden el paso a la vida cotidiana. Los escaparates se escabullen hacia el fondo, los tranvías pasan por detrás de los abetos susurrando como estos ya no pueden susurrar. Una multitud inabarcable –los bazares y los peatones van juntos– surge de entre la verde maleza, forma grumos que se deshacen, avanza a trompicones, y vuelve a desaparecer en medio de la vegetación. Es como si el bullicio formase necesariamente parte de esta ciudad de madera.
En ella se venden objetos que suelen carecer de domicilio fijo, a excepción de la semioscuridad de los pasajes. Baratijas sin valor, impropias para cualquier ocupación seria, que como mucho sirven para pasar el rato. Aquí, en la ciudad de casetas, estas bagatelas se atreven a salir a la luz del día. Salen de las grietas y los escondrijos, y gozan del pase que se les ha concedido con la expectativa de los días de fiesta. Mientras duren, mandará. Es el tiempo de los pequeños demonios, que han tenido que contenerse a lo largo de todo el año. Ahora por fin se les da rienda suelta, para que celebren sus saturnales. En cuanto salen y se desparraman, nuestro mundo se ve sustituido por otro. Un protomundo primitivo que se ha encogido hasta el punto de que lo que antes iba desde las profundidades de las cuevas hasta las estrellas cabe ahora cómodamente en la esquina de un cuarto de estar. En ella los adultos no valen más que los niños. Domeñan sus pesadillas, juegan con dioses trasnochados y se ríen de las personificaciones en miniatura de fuerzas elementales.
A los sentidos que desean expiar su voluptuosidad se les ofrece una gama salvaje de objetos para su caza. “¡Todo se mueve, todo se agita!”, vocean los comerciantes. Estas imitaciones de los cachivaches naturales y espirituales de tamaño grande se mueven y se agitan, de hecho, gracias a nuestro gusto. El gato levanta una pata, el asno saca la lengua y extiende el rabo, y el ratón gris –el “susto de las damas”– corre veloz. Debe de ser bonito cuando, después de que las señoras hayan chillado, todo se quede en un chiste. A los bebés también se les incluye a medias en el reino animal, y se les obliga a que repitan, como diversión, una y otra vez los movimientos que les son propios. El gatear, patear y gesticular mecánicos darían incluso miedo si un día no se rompiese el hechizo. Muchas figuras están adaptadas a una escala diminuta, mientras que sus originales se comportan en ocasiones como posesos. Sin duda, no todo el mundo se confiaría en un columpio… Pero cuando el columpio está instalado sobre un carrito de ruedas que solo necesita el movimiento de arrastre para empezar a balancearse, hasta las delicadas figurillas que tienen que volar por los aires en el interior de sus cabinas guardan la compostura. No menos inocua es la ascensión a una cima, cuya vertiginosa altura es inferior a la de un dedo, o la organización de una carrera de caballos que pueden galopar en la superficie de un plato. Uno le da cuerda al aparato y dispone de fuerzas que a duras penas se dejan dominar, y que a menudo acaban provocando catástrofes. Sí, hasta la Tierra misma se somete a nuestro dominio adoptando el aspecto de una peonza con forma de globo. Un gesto basta para hacerla rotar con una velocidad tal que la totalidad de las leyes de la astronomía se desbaratan y confunden. Mientras baila sobre el cordel, la luz de una vela situada en el interior de un faro de hojalata ilumina sus cinco continentes. A ello se le añade el cacareo artificial de una gallina que no existe y una dulce música de flauta que gracias a una pieza de metal se produce con la facilidad de un juego de niños.
“¡Todo se mueve, todo se agita!”. Hasta la superficie emerge una cosa de la que sabemos algo solo de forma indirecta. Carece de nombre, pasa a toda velocidad por las habitaciones y le gusta asaltarnos por la espalda. De noche se anima, sin llegar a mostrarse nunca, y cuando es de día hace que las cosas se trastornen y cometan travesuras salidas de tono. Gracias a que en las casetas estos seres adquieren formas visibles pierden inmediatamente el poder que tienen sobre nosotros. Se manifiestan, por ejemplo, en forma de muñecos de madera, alambre y trapo, y hasta tal punto cumplen con nuestros caprichos que a la más mínima presión brincan a través del espacio vacío de los días de fiesta. Resulta especialmente extraño el ser en el que se concentra la invisible escoria. No tiene el más mínimo rastro de aspecto humano, ni tampoco se parece a criatura conocida alguna. Sus extremidades están hechas de bobinas y carretes de hilo, y una estrella de seda corona la estructura. Pero que nadie ose desovillarla: desaparecería el cómico terror que inspira y el hombrecillo de hilo volvería a urdir nuestra perdición entre bambalinas.
En medio de estos artículos superfluos se desparraman pastillas de jabón, corbatas, artículos de perfumería, chales y otras mercancías con entidad, que se creen superiores con respecto a esos vecinos que no valen para nada. Reposan sobre maletas que son tan baratas como ellas mismas, y solicitan que se les preste una atención seria y entregada. Pero por mucha importancia que se den, no dejan de pertenecer a la impedimenta que las rodea. Se las ha sacado de las tiendas, y ahora llevan en el asentamiento de casetas la misma existencia vagabunda que el resto de las baratijas y los vendedores que hay en los puestos y tras las mesas. El encantamiento de grietas en el suelo y en los muebles congenia sin problemas con los desechos de la sociedad. No en vano los rostros de algunos parados, que durante unos días han encontrado aquí su sustento, amenazan con desaparecer por completo para seguir los pasos de los hombrecillos de hilo. Detrás de un atado de abetos se encuentra sentado un mendigo que se autodenomina “ciego civil”. Con su armonio produce unas melodías que son más altas que el cacareo de las gallinas y la imitación de flauta. Solo sonarán alegres cuando todas estas figuras miserables de tamaño natural hayan menguado hasta tener la medida de los muñequitos saltarines con que jugamos.
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“La magia de las casetas navideñas” forma parte de Calles de Berlín y de otras ciudades, antología de textos donde el revelador sentido de la observación de Kracauer se desplaza por calles, locales, objetos y personas. Magnífico libro ha sido publicado por Errata Naturae Editores, traducido por Manolo Laguillo. España, 2018.
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