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Macondo a color

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Por ENRIQUE LARRAÑAGA

Entre mis desconocimientos destacan tres por los que, paradójicamente, siento fascinación: el cine, la música y la literatura. Intento compensar mi ignorancia con métodos tan precarios como mi formación, que, mal que bien, me han ayudado, o así creo, a subsanar mis fallas con terquedad.

Veo varias veces las películas que me impresionan, escucho distintas versiones de las piezas musicales que me conmueven y subrayo y lleno de notas los libros que disfruto. Terminar un libro sin destacar siquiera una frase es mi signo personal de la indiferencia que me causó el esfuerzo de un autor con quien, seguramente por mis carencias, no logré la sintonía de tomar un lápiz para meterme entre sus letras.

Nunca fue así con Cien años de soledad.

La leí por primera vez en 1972, en una edición de la de Editorial Sudamericana con su entramado de ventanas de marco azul (¿manzanas de Macondo, llenas de acertijos, como el pueblo?, ¿azulejos de alguna de sus casas?, ¿otra página extraviada del cuaderno de Melquíades?) y aquel libro sufrió varias veces mi decisión de resaltar y comentar, pues pronto me hice la promesa de volver a ese coherente universo de personajes, lugares y situaciones sorprendentes, una vez al año, promesa que he cumplido con razonable regularidad.

Como pasa cuando uno se reencuentra con un amigo entrañable, se confirman cada vez las razones de la afinidad inicial, se ratifica la solidez del vínculo y se descubren matices antes inadvertidos que reaniman la relación. Así que, en mi manía de subrayar, comprobaba anualmente la belleza profunda de frases o secuencias que me habían cautivado en la lectura anterior y ameritaban volver a destacarlas, repetía signos de admiración y también descubría frases y pasajes que antes no había advertido. La experiencia quedaba registrada en líneas y apuntes, a veces superpuestos y otras dispersos, que pronto hicieron ilegible ese ejemplar, cuyas hojas, además, se habían ido despegando e imponían iniciar el ritual anual por una reconstrucción del orden de las páginas, como volviendo a fundar el pueblo desde otras formas del mismo extravío.

Así que con las letras de aquel primer ejemplar ya casi ocultas tras mis rayaduras, decidí comprar otro y emplear otro “método de apropiación”: usaría resaltadores de colores e identificaría al inicio y con el mismo color el año al que correspondían esos nuevos testimonios.

En la primera oportunidad me pareció que el recurso hallado era, explícitamente hablando, brillante, pues enfatizaba con colores fosforescentes las atmósferas envolventes que nos cuentan las distintas historias (¿será que son distintas?) en el libro. Cada año, tomaba otro resaltador, de otro color, anotaba la fecha al inicio del libro y comenzaba mi registro de testimonios, emociones y reacciones. El resultado era estimulante, pues sobre el texto coexistían líneas de distintos colores que atestiguaban lecturas diversas y percepciones diferentes. Al superponerse sobre secciones insistentemente destacadas, los distintos colores creaban ese tono indescifrable de las reiteraciones de lo mismo cuando ya no es igual, y al irse sucediendo lecturas y colores las páginas se enriquecían con una policromía vibrante, pero también se iban enturbiando las frases o los pasajes sobre los que concurrían cada año mis marcas para, sorprendentemente, oscurecer más lo que me resultaba más revelador. Así, como en la vida y en la novela, había secciones libres de trazas, otras que brillaban desde un color único, otras en las que confluían dos o tres colores para celebrar sus matices y los del texto y algunas que se acercaban peligrosamente al extravío del borrón.

En pocos años, la ebullición de colores se hizo también incomprensible y tuve que comprar otro ejemplar e iniciar el proceso con la emoción de volver a lo que se cree conocido pero que igual asombra cuando se vuelve a visitar.

Repetí el ritual y sus repeticiones hasta que, tras unos años, el resultado fue el mismo e idéntica la necesidad de obtener un nuevo ejemplar para que mis obsesiones pudieran deambular con cierta claridad.

Van seis ejemplares, de los cuales conservo cuatro. No creo que haya prestado los dos que me faltan, pues mi peculiar método haría muy incómoda la lectura para otra persona; a veces lo es incluso para mí. En algún desenfreno, puedo haber descartado aquel primer ejemplar desvencijado, decisión que hoy lamento. Y no sé cómo ni por qué perdí el otro que me falta.

Sólo sé que después de más de cuarenta viajes hacia la saga de los Buendía, de haber asistido igual número de veces a las angustias de Úrsula por el heredero con rabo de cochino, de haber flotado con Remedios entre mariposas amarillas y de haber renunciado a dilucidar el transcurso de los mismos tres o cuatro nombres que comparten todos los hombres de la familia, me sigo asombrando cuando, hacia el final, descubro que el libro que tengo entre las manos se había venido escribiendo mientras lo leía, que cuando lo termine y lo cierre se cerrará también esa sucesión de historias y se hará un precipicio de hielos que saben que su razón de existir es irse derritiendo y que esta estirpe, quizá como todas, confluye y se diluye, en un “remolino de polvo y escombros centrifugado por la cólera del huracán bíblico”.

También lo hacen las líneas fosforescentes que, cada año, van desde mi lectura a lo que leo, revelando que, quizá, la segunda oportunidad de los lugares condenados vive en los colores que, casual y cíclicamente, exploran sus brillos.

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