Por FERNANDO FALCÓN
La soledad de los atardeceres en Sartenejas se hacía pesada y ominosa…, un zamuro, omnipresente visitante de la ventana del estudio, era testigo mudo de las extenuantes jornadas de trabajo en la Unidad de Historia de las Ideas. En algún momento, Luis Castro Leiva se volteó hacia mí y me dijo:
Tome nota Mayor —jamás me tuteaba— y dígame si le gusta:
Es difícil morirse bien, usualmente se hace esto mal o no se hace. Es cosa extraña eso de morir con conciencia, y a plenitud. Pareciera que hay que tener demasiadas cosas buenas en uno, para que se pueda morir como si se viviera.
Nos miramos en silencio ante la contundencia y belleza del argumento. Probamos nuestro café y continuamos el trabajo… La frase fue publicada luego en uno de sus vibrantes artículos, ahora no recuerdo en cual, y permaneció en el olvido de mi libreta de notas. En estos días y horas del recuerdo de su partida, ella ha vuelto recurrentemente a mi memoria: ¿cómo entonces vivió Luis Castro Leiva para que haya podido morir en tan buena forma?
Testigo de la turbulenta época de las evoluciones e involuciones políticas del país, vivió desde muy pequeña edad la noria de equivocaciones que constituyen nuestro ciclo de Polibio tropical, mientras el cuadro político ideológico mundial convertía a nuestros territorios en tableros de ajedrez, donde las nuevas potencias ideológicamente irreconciliables ensayaban jugadas de altura. Tal circunstancia, y la impronta de su padre, humanista y educador transformado en soldado, forjaron en él sus primeros amores con el republicanismo cívico, pasión que lo acompañaría por el resto de su vida.
La blanda dureza del San Ignacio, los colegios norteamericanos y chilenos y el duro contraste con la especie de república independiente socialista en que se había transformado la Universidad Central de Venezuela en sus años de estudiante, contribuyeron a formar en él, la amarga convicción de que era necesario encontrar el origen de los recurrentes males de una república que en algún momento había perdido su identidad. De allí su temprana adscripción al Derecho y la Filosofía que, prontamente, terminaron conduciéndolo por los senderos de la Historia de las Ideas y la Teoría Política.
Su sólida formación en París y Cambridge, su nuevo contacto con la realidad académica y europea, terminaron de consolidar sus tempranas convicciones ignacianas: que los habitantes de una república, deben ser educados primero en la forja de su carácter y de su cuerpo, para que la virtud cívica se desarrolle libremente a través del conocimiento intelectual. Y, como todos los quijotes de siempre, se apresuró a cargar contra los molinos de viento de la vida académica de charlas de café, subsidios y desidia. Al principio, la reflexión ocupaba el lugar de la escritura; luego, esta se hizo copiosa, torrencial, apabullante…
Pero la obsesión por la formación del cuerpo y del carácter como requisito básico de la vida en sociedad ocupaba su tiempo, tanto como la producción académica. Encontró en los deportes, y en especial en el para nosotros exótico rugby, la respuesta ideal a sus inquietudes. Reorganizó ese deporte en Venezuela y lo difundió por las universidades, convirtiéndolo en vehículo de camaradería, solidaridad, afecto, cultura de campus y vencedor de dificultades. Más adelante, involucró a sus hijos en la tarea. Sus amigos aún lo recordamos arengando a sus jóvenes de Los Rojos, USB y CRUM , mientras vendaba tobillos y recitaba poemas de T.S. Elliot …
Su vida académica, brillante, sin tacha, de mucha producción y pocas palabras lo convirtió en algo que muchos quieren y pocos pueden, en Maestro. Generoso con el conocimiento, daba las claves de acceso a la reflexión mediante el respeto a la vocación y al interés individual de sus alumnos. Una sesión de trabajo o la corrección de un artículo, se convertía en una velada inolvidable. Aun sus estudiantes de doctorado pasábamos por las horcas caudinas de su agudeza, combinada espartanamente con la natación o las largas carreras en los terrenos aledaños a su residencia. Un cuerpo agotado no replicaba ante las observaciones contundentes y certeras del Maestro. Su vocación de guía lo convertía en padre que compartía hasta las angustias vivenciales de quienes él guiaba. A veces, hasta nos pedía prestadas pequeñas cosas o libros que ya tenía para mantener esa camaradería cómplice que hacía de Luis un personaje tan emotivamente humano e inolvidable.
Articulista duro, mordaz, falsamente oscuro, tenía en su prosa la simplicidad de lo complejo y cautivaba al más variado público. Pocos saben que en los años de los golpes y la cárcel, casi todos los oficiales rebeldes llevaban sus artículos en los bolsillos de sus guerreras, mientras que los que condenaban los intentos de golpe aludían a sus reflexiones como base para sus argumentos. La república y su evolución moral constituían la base de su reflexión, su pasión y su herencia.
Pero había algo más en Luis, que pocos conocían. La devoción filial a ese paradigma de abnegación militar que fue su padre el comandante Raúl Castro Gómez, se transformó en un profundo amor por los valores fundamentales y básicos de la profesión militar. Uno de sus artículos, que se refería a la agonía de su padre y al respeto al uniforme militar, nos transformó en discípulos y nos permitió iniciar una fructífera relación.
El tiempo y la vida nos acercaron cuando me desempeñaba como asesor político y edecán del ministro de la Defensa. Sus prédicas constantes sobre el devenir moral de la República, la suerte ética de los habitantes de esta tropicalidad inconsciente llamada Venezuela, la mirada señera sobre un panorama político que naufragaba en sus propias contradicciones y su marasmo reflexivo, nos fueron inclinando a no entender el fondo de un pensamiento que se nos antojaba extraño, y militares jóvenes, jóvenes turcos, fuimos al calvario de una insurrección armada detestada ayer y pontificada ahora.
En la hora de la ingrata derrota, vi a Luis Castro Leiva gritar con pasión para que a los vencidos se les respetara la dignidad del uniforme en el combate. Meses más tarde, otros volvimos a pasar por un calvario similar. A la cárcel siguió la desgracia del olvido y, una vez más, Luis Castro Leiva ayudó a algunos de esos jóvenes turcos y se dedicó a la tarea de enseñarles a pensar las consecuencias éticas de sus pasadas acciones.
Para nosotros, pletóricos de saber enciclopédico adquirido a prisa en campamentos o universidades, el aprender a pensar la política como actividad humana y por lo tanto moral y éticamente pensable, se nos antojaba tarea difícil y dolorosa…, horas y días conociendo al maestro, que a la par de sus condiciones intelectuales, nos regalaba su profunda calidad humana y la posibilidad de aprender a pensar algo que no habíamos hecho y que se reflejaba en su obra: pensar a Venezuela como la República que es, en busca de la perdida identidad que alguna vez tuvo, alertarnos sobre las consecuencias del mesianismo y la ambición pequeña en nombre de grandes doctrinas o figuras históricas, despertarnos del marasmo de repetir a Bolívar, para no tener la necesidad de pensarlo; y, en fin, darle a la política en Venezuela, la dignidad ética que hacía mucho tiempo no tenía. Al final, los soldados de ayer, nos convertimos en discípulos, llevando su prédica a cuarteles, universidades y a veces hasta a los barrios.
Descubrimos a lo largo de su producción intelectual un corolario: la enseñanza básica de que no puede un garante de la libertad acceder a la condición de árbitro de ella, sin sufrir las consecuencias morales de sus acciones, que no se puede colocar a una República en la disyuntiva de acceder a cambios radicales, o mantener viejas estructuras inadecuadas sin estar dispuesto a pagar el precio que todo poder conlleva, que la llaneza militar tiene una dignidad distinta a la del mandatario, por lo que ambas no pueden usarse como cobertura ética para las pasiones, y que toda transformación de la sociedad que atente contra la libertad, más que transformación es una grosera involución.
Luis Castro Leiva, vivió en un sueño republicano y murió mientras dormía. La muerte del justo y del sabio. ¡Que haya paz en los restos de esta República para que tus restos descansen en paz!
*Artículo publicado originalmente en la Revista SIC en la edición del mes de mayo de 1999.
Obras de Luis Castro*
Por MANUEL CABALLERO
En los últimos años de la vida de Luis Castro Leiva, una revista, entre admirativa y sardónica, apuntaba que si bien casi desconocido para el gran público, en el mundo académico, en la intelligentsia, era objeto de un verdadero culto. A varios años de su muerte, la situación continúa siendo en lo sustancial la misma. Es uno de los pocos pensadores de quien, a cada giro de la situación que desconcierta hasta al más alerta, se oye aquí y allá una frase nostálgica: “¡Cuánta falta nos hace Luis!”. Y eso, pronunciada por gente que, en vida suya, se quejaba de que no podía entender una prosa que se le antojaba críptica.
Es que Luis pertenecía a esa raza de pensadores cuyo lenguaje termina por hacerse entender primero por unos pocos, y luego, a medida que pasa el tiempo se va extendiendo ese proceso de comprensión como una mancha de aceite, a convertirse sus ideas en patrimonio de todos, aunque es difícil que alguna vez lleguen a convertirse en lugares comunes. Porque aunque no era la suya una prosa polémica, tocaba sin embargo el centro de las idées reçues de los venezolanos, la adoración de símbolos y mitos que han contribuido, al revés de lo que se suele decir, en un estado de niñez mental. La suya era una lucha racional y pasional contra el mayor y más pernicioso mito de nuestra historia, ese bolivarianismo que lleva directo a un fundamentalismo que nada tiene que envidiar al de los más ensoberbecidos y enturbanados mulás mesorientales.
La publicación de las obras completas de Luis Castro Leiva no es entonces el homenaje normal de sus prójimos, sino sobre todo una piedra lanzada para alborotar las aguas podridas e inmóviles de un pensamiento cenagoso.
*El texto de Manuel Caballero es el pórtico del volumen I, Para pensar a Bolívar, de las Obras de Luis Castro Leiva, publicado por Fundación Polar y Universidad Católica Andrés Bello, en el 2005. La edición, a cargo de Carol Leal Curiel, incluye un prólogo de Germán Carrera Damas.