Primero, es un susurro, pero no mendicante, sino todo lo contrario, rotundo, si cabe el término, como queriendo subrayar el orgullo por las condiciones en que ha transcurrido su vida, desde aquel día en que nació en Carora, hace 75 años.
Es verdad. Ahora lo repite con voz estentórea, alzando los brazos, caminando a zancadas muy ruidosas por el piso de madera lustrosa del pequeño salón de la Academia de la Lengua donde trabaja sin fatiga todas las mañanas. Las palabras salen a borbotones de su boca animada por insólitos movimientos que provoca el roce continuo de la lengua en las encías despobladas y los pocos dientes que le quedan, de modo que la prótesis dentaria brota fuera de los labios y vuelve a su acomodo como si la moviera un resorte. Las gotas de Pflüger, así llaman los médicos a esa nube microscópica de saliva que todos emitimos al hablar, son ahora casi una lluvia que moja papeles y carpetas del escritorio.
En realidad, es irresistible la tendencia a compararlo, viéndolo, oyéndolo, con Juan Vicente González, por su físico, por sus gestos, por las cascadas de conocimientos que brotan de su garganta, por su lengua mordaz y urticante, por sus excentricidades, por ese desaliño cultivado que luce a cualquier hora y en cualquier lugar.
―Yo soy un pobre hijo natural. Mi padre se llamaba Alejandro Meléndez, periodista, hombre valiente, célebre por los lances atrevidos que salpicaron su vida. Fue director del periódico El Libre Albedrío. Mi madre era una maestra de escuela que me crio con grandes esfuerzos, sobrina del general Ramón Urrieta, prócer de la Federación, el que tuvo el gesto digno de negarse a firmar la petición –solicitada por Guzmán Blanco– de formarle Consejo de Guerra a Matías Salazar.
Otra vez, se levanta de la silla, apoya las manos en el escritorio e inclinándose lo más que puede hacia el periodista, lo aturde con su vozarrón, que estremece los gruesos muros de este edificio centenario.
―Por eso soy liberal amarillo roba gallinas, ¡pero no robo gallináceas, como esos corruptos de la política de hoy!
Nació en 1914, cuando estallaban los primeros cañonazos de la Gran Guerra. Aquel conflicto sangriento influyó en el hecho de que su primera infancia no fuera menesterosa, porque la familia poseía un modesto hato de chivos, renglón pecuario que empezó a cotizarse muy bien. Al animal se le mataba, se le sacaba la piel, y la carne se botaba. Los cueros se mandaban a España, donde eran pagados a buen precio por la gran demanda generada al calor de las batallas. Así fue como el hogar humilde no quedó abatido. De todas maneras, la abundancia estaba muy lejos.
―Hice mi bachillerato en medio de grandes penalidades y, para cubrir mis gastos, tuve que emplearme como vendedor y agente en Carora de diarios y publicaciones de Caracas, entre ellos La Esfera y Fantoches.
―Mis primeros artículos los publicó El Yunque, un periódico caroreño que editaba Dionisio Oviedo. Casi de inmediato, me convertí en colaborador habitual de El Diario de Carora. El bachillerato lo cursé en el colegio La Esperanza, dirigido por Ramón Pompilio Oropeza, quien me enseñó un excesivo buen castellano. A él no le gustaban vocablos como ideario, primeriza (salvo para referirse a la mujer que tiene su primer hijo), prestigioso (que lo consideraba un insulto, por provenir de prestigium, que significa engaño, embaucamiento). Tres grandes pasiones me inculcó Ramón Pompilio: 1) la filosofía, que se estudiaba por Boirac, y que luego perfeccioné con José Gregorio Hernández, ¡je! ¡je! ¡je! (risita irónica); 2) el francés, que luego me ayudó a ganarme la vida en Caracas; y 3) el castellano. El otro gran maestro de mi adolescencia fue Chío Zubillaga Perera, una cátedra viviente en su famoso cuarto de Carora.
Y, de nuevo, estalló su vozarrón. Las hojas de las ventanas trepidan; el eco de aquel alarido de energúmeno (es una falsa impresión) retumba con violencia por los corredores de la conventual Academia.
―Allí escuché a Debussy… ¡por primera vez! Don Chío, con el dinero de la venta de la cosecha de café que recogía en su finquita El Fraile, se iba a Europa y regresaba cargado de libros, periódicos, revistas, discos, que compartía luego con sus amigos y discípulos (Pastor Oropeza, Francisco Manuel Mármol, Alirio Díaz, Guillermo Morón).
Carora se le va haciendo pequeña.
―Cuando partí para Caracas a fin de proseguir mis estudios, don José Herrera Oropeza me dio una librita como avío, y el padre Pedro Felipe Montes de Oca –¡aquel gran reaccionario!– me dio otra librita. Una librita era una moneda de oro de la época.
En un autobús arriba a Caracas. Pudo haber comenzado sus estudios de Derecho en 1929, cuando la universidad se abrió de nuevo para que estudiara Eustoquito, el hijo de Eustoquio Gómez, pero la situación económica se le impidió. Tuvo que aplazar su ingreso para 1930. Entretanto, se ganaba la vida en diferentes oficios. Leopoldo Girón y José Antonio Hedderich, que dirigían El Meridiano, hicieron una edición dedicada al estado Lara, y él les sirvió de contacto y colaborador.
―Hay artículos míos. Y con un prólogo de Chío Zubillaga Perera hice mi primer libro, Páginas de ilusión y realidad.
Aurelio de Vivanco y Villegas, cónsul de Chile, descendiente de antiguas familias aristocráticas peruanas, también pidió su colaboración para una edición, dedicada al estado Lara, de la revista que dirigía, El Heraldo Americano. Luego, lo contrató con un sueldo. Más tarde, se empleó en Fantoches, donde publicó algunos cuentos y notas muy breves, pero muy ácidas, a manera de reseñas de libros. También, fue tenedor de libros en El Universal, bajo las órdenes del administrador, Guillermo Silva. De allí, pasó a ser corrector de pruebas, labor que compartió con el maestro Ibarra.
―El maestro Ibarra era el corrector de pruebas preferido de José Gil Fortoul, pero, a veces, los papeles se cambiaban. Era cuando el famoso historiador llegaba a la redacción un tanto achispado, y le pedía al maestro Ibarra que le terminara el trabajo para que él, Gil, lo corrigiera después. ¡Ja! ¡ja! ¡ja!
El salto a la redacción de El Universal fue cosa de días. Su primera nota versó sobre el libro doble Canícula (versos y cuentos), de Nelson Himiob y Carlos Eduardo Frías. Siguieron, entonces, ríos y más ríos de artículos y crónicas (“Palos de ciego”, “A campo traviesa”, “Candideces”, etc.) en una larga marcha que en los días próximos arribará a los 60 años.
―Me gradué de abogado, pero para nada me gustó el ejercicio de la profesión. Seguí escribiendo, intervine en la fundación del Instituto Pedagógico de Caracas; fui, durante un tiempo, Secretario de Gobierno del general Lino Díaz, presidente del estado Lara, vencedor de Arévalo Cedeño en La Panchita.
Años después, partió para la Argentina, como jefe de una misión enviada por el ministro Rafael Vegas para recabar todo lo necesario a fin de abrir en Caracas los estudios superiores de Humanidades. Y en Buenos Aires lo sorprendió el golpe del 18 de octubre de 1945. Perdió el empleo. Por fortuna, el diputado socialista Horacio Vega Molina lo llamó para que colaborara en el periódico El Mundo. Allí sirvió de lo que él llama notero, o sea, la tarea de escribir sobre todo lo que le solicitaran. Que se murió Baldomero Sanín Cano, pues escribía una nota biográfica de don Baldomero, y así. Hace grandes amigos en los medios intelectuales. En especial, recuerda a dos españoles magistrales a quienes trató muy de cerca: Ramón Gómez de la Serna y Rafael Alberti. Regresó a Venezuela en 1950. Formó parte del personal docente de la Universidad Central, en las cátedras de Teoría de la Historia, e Historia del Pensamiento Hispánico. Luego del 23 de enero de 1958, lo acusaron de perezjimenista.
―Opté, en aquellas circunstancias, por un puesto, muy humilde, pero muy humilde, en el Banco Central (relaciones públicas, pequeñas notas, etc.), y ahí estuve durante 25 años.
El 4 de abril de 1960 ingresó en la Academia de la Lengua, y el 24 de enero de 1963 en la de la Historia. Fue senador por el estado Lara en tiempos de la presidencia de la República de Rafael Caldera, y concejal del Distrito Federal durante el quinquenio de Luis Herrera Campins.
Al parecer, se ha caraqueñizado un tanto.
―Pocas veces he vuelto a mi tierra natal. Cuando me vine a Caracas la primera vez, juré que no regresaría sino después de graduarme de abogado. Conservo ya pocos amigos de aquellas épocas remotas, entre ellos a Pablo Álvarez Yépez, médico que vive en la casa de los Álvarez, en Carora.
Su inmensa biblioteca de 18.000 volúmenes la vendió por un bajo precio a la Biblioteca Nacional, desechando una jugosa oferta de bibliófilos norteamericanos. Y donó su epistolario y su archivo particular a la misma institución, en la cual los estudiosos pueden leer pasajes de sumo interés de la vida cotidiana de la Carora de antes, entre ellos, la protección y recomendaciones que hacía don Chío sobe dos muchachitos llamados Alirio Díaz y Alí Lameda; las interioridades de la política local en los años del lopecismo y el medinismo; los lazos de familia y comerciales de la godarria caroreña, y muchísimos otros aspectos muy interesantes para el historiador.
La mole sincopada se ha quedado por un momento estática. De su gañote ya no salen los inverosímiles registros de apóstrofes e invocaciones atiborradas de nombres, cifras, versos y versículos. Por unos cuantos segundos guarda silencio, pero vuelve para recordar, halagado, los elogios que le han tributado dos premios Nobel de las letras castellanas, Vicente Aleixandre y Camilo José Cela.