El que sigue es el texto leído por Enrique Larrañaga el pasado mes de mayo, en la presentación que tuvo lugar en la Librería El Buscón, Caracas
Por ENRIQUE LARRAÑAGA
Presentar los libros Miguel Arroyo y la cerámica y Miguel Arroyo, entrevisto, diseñados por Aixa Díaz, impresos por Ex Libris el primero y por Gráficas ACEA el segundo (que terminaron Juan Ignacio Parra, Rafael Romero, Rafael Santana e Israel Ortega, pues la recopilación, organización y catalogación del archivo documental que dejó Miguel Arroyo al morir, en 2004, quedó inacabado al fallecer Lourdes Blanco, en 2021), es, como bien dice Rafael Romero, «motivo de alegría y celebración».
Para quienes los conocimos porque nos permiten reencontrarnos con ellos, para quienes no tuvieron esa fortuna porque así pueden hacerlo, y para todos porque estas páginas nos aproximan a una época, como dice Lourdes, «signada por todo tipo de conflictos sociales, ideológicos, culturales, artísticos, pero llena de impulso y vigor», y por ello fundamental para el pensamiento venezolano.
No arruinaré la lectura que hará cada quien con la mía. Sólo enunciaré cinco entre los motivos que invitan, casi exigen, adentrarse en ellos. Y lo haré apoyándome en citas recabadas de los libros mismos, presentadas de manera no lineal que, advierto, es, además y quizá fundamentalmente, personal.
El primero es que, aunque estos libros son densos, no son “ladrillos”, sino, de hecho, muy entretenidos.
Lourdes Blanco ordena textos breves (algunos conocidos, otros inéditos, unos escritos por Miguel, otros sobre él, intercambios epistolares, informes, propuestas y un estupendo ensayo que ella misma escribió sobre la cerámica de él), reconociendo «la importancia del tiempo cronológico», método que le permite estructurar una visión del personaje, sus cosas, acciones y producción que llamaré “objetiva”.
Pero como los textos son cortos y sobre distintos temas, intención y épocas, también es válido saltar de uno a otro, “modo Rayuela”, transgrediendo las fechas y siguiendo el rastro de temas o autores, para que cada lector, como lo hice y presentaré yo mismo, construya una experiencia más subjetiva.
En una conversación con Guillermo Meneses, Arroyo afirma que «la inocencia presupone, para llegar a la conciencia, explorar sus límites, aun a riesgo de perderse irremediablemente». Y se agradece que estos libros alienten el riesgo de ejercer esa inocencia.
Y sin peligro de perderse, pues son libros sistemáticamente organizados. Otro motivo para explorarlos.
Experta en catalogación documental, Lourdes supo «investigar, organizar y clasificar los papeles de Miguel [con el propósito de producir] impresos sencillos, pero bien documentados [para acercar] a lectores e investigadores a lo que contribuyó a forjar la época de Miguel Arroyo».
No llegó a publicarlo todo, pero codificó los materiales para que ahora se puedan consultar con tan disciplinada claridad que hace parecer ese complejo y ambicioso esfuerzo como algo muy sencillo.
Además, y lanzo mi tercer motivo para disfrutar estos libros, se nos relata una vida fascinante: un muchachito de catorce años que entra a la Escuela de Bellas Artes con la ilusión de ser un gran pintor y ese primer impulso le permite articular experiencias únicas y que debe haber sido tan aplicado que Luis Alfredo López Méndez le encarga trazar sobre las paredes y techos del pabellón venezolano en la feria de Nueva York de 1939 las imágenes que el maestro había concebido y que remataría, completado el trabajo del alumno, para finalizarlo.
En este encargo, Miguel conoce al joven arquitecto Gordon Bunshaft, quien trabajaba en la importante firma de proyectos Skidmore, Owens and Merrill, y estaba a cargo de diseñar el edificio. Bunshaft llegaría a ser diseñador jefe de esa firma y su trabajo le ganaría, unos cincuenta años después, el Premio Pritzker, que algunos llaman “el Nobel de la Arquitectura”.
Casi como un hermano mayor, Bunshaft lleva al muchachito venezolano al MoMA, y Miguel, antes que sus compañeros y que algunos de sus profesores, ve en vivo obras de Cézanne, Picasso, Matisse, Braque, y tantos que los jóvenes admiraban y sus instructores desestimaban.
También visita el pabellón brasileño, de Lucio Costa y Oscar Niemeyer (por cierto, Niemeyer recibiría su Pritzker el mismo año que Bunshaft, en la única ocasión en que ha sido otorgado exaequo a dos profesionales no vinculados entre sí), el pabellón finlandés, de Alvar y Aino Aalto, con muebles y objetos diseñados por ellos, y el pabellón polaco, con piezas de talabartería que recordaría emocionadamente años más tarde, todos evidencias de la posibilidad de ser, simultáneamente, decididamente moderno y profundamente enraizado.
A su regreso a Venezuela comienza a dar clases en el Liceo de Aplicación y en 1946, va a Carnegie Mellon, becado por el Ministerio de Educación, donde, con la conducción de profesores insignes y entre compañeros destacados, inicia su aproximación a las artes aplicadas, en un hecho que marcará el resto de su vida.
Quizá por el impacto de ver en vivo lo que admiró en el MoMA o por el descubrimiento de otras opciones expresivas o por su creciente interés, como escribió en Cruz del Sur, en «procesos de integración que culminarán en un arte de aplicación directa a las necesidades del ser humano» o decepcionado por su papel en el Salón de Arte de 1943 o una mezcla de todo, Miguel concluyó que nunca llegaría a ser el pintor de la calidad que se exigía a sí mismo y decidió abandonar ese sueño para perseguir otros, que compartirá a través de su actividad docente.
En sus programas académicos propone «incorporar las artes aplicadas en la escuela primaria y secundaria», y lo prueba en su taller de manualidades; funda con dos amigos la tienda Gato, donde diseñan y construyen muebles (en 2006, Lourdes, con apoyo de Carmen Araujo y María Eugenia Mier y Terán, organizó en la Sala TAC la muestra Interior moderno; muebles diseñados por Miguel Arroyo, con montaje de Chuchi Sánchez y un hermoso catálogo, también de Aixa Díaz); y hace cerámica (obtiene el premio Nacional de Artes Aplicadas en el Salón de 1954), todo parte de una especie de programa personal, casi existencial, por medio del cual buscaba, dice Lourdes, «transformar la vida cotidiana y el interior moderno a través del diseño».
Lo expulsan del Liceo de Aplicación, y eso parece darle más energía: asume la cátedra de Historia de las Artes Aplicadas en la Escuela de Artes Plásticas, coordina y monta una exitosa exhibición de cerámicas de sus alumnos, publica en las principales revistas de la época, dicta clases de cerámica en el llamado Colectivo OTEPAL, y recibe de Villanueva, además del encargo de elaborar los cuatro murales para el hoy llamado “Taller Galia”, en la Facultad de Arquitectura de la Universidad Central, el de organizar y conducir en ella el Taller de Diseño de Objetos.
Finalizando los 50, Arroyo inicia la fase quizá más conocida de su carrera, al asumir la dirección del Museo de Bellas Artes, cargo que, como dice Marta Traba, ejerció «de manera ejemplar, sacrificada y silenciosa».
La consagración al museo lo obligó a disminuir su presencia en otras áreas sobre las que, sin embargo, mantuvo siempre gran interés. Pues Miguel, nos dice Lourdes, asumió «el diseño, la enseñanza, la cerámica, la fotografía y la museografía como núcleos esenciales de su actividad pública y creativa [que abarcaba] tanto sus propios intereses artísticos como los del “hacer y deshacer” de Venezuela».
Tras su renuncia, regresa a la docencia, primero en la Universidad Simón Bolívar, luego, de nuevo, en la Universidad Central, y finalmente en la Unidad de Arte y Letras del IDEA, apoyado por Susana Benko, Eliseo Sierra y Sandra Caula, entonces directora de esa unidad, quien, intercambiando información para esta presentación, me escribió que «nadie miraba ni enseñaba a mirar como Miguel».
La docencia (ejercida a través de la formulación de programas de enseñanza, en el aula, en textos para catálogos, a través de la programación del museo, en escritos, entrevistas y conversaciones en los que compartía su aguda mirada, en el ejercicio de la museografía como cátedra y en la cruzada por el respeto oficial a las instituciones culturales, garantizando presupuestos justos, sedes dignas y libertad operativa) constituye el hilo que enhebra la dimensión social con el ejercicio individual, el desarrollo privado con los aportes públicos de Miguel Arroyo, posiblemente el más esencial entre esos núcleos que identificó Lourdes, y expresión de la determinación lo define como figura central en la aún inacabada construcción de la modernidad venezolana como proyecto civilizador y de inclusión. Estos libros registran buena parte de ese trabajo, varios de los frentes en que lo ejecutó y el tesón, casi terquedad, con que, frecuentemente contra corriente y superando intrigas, supo desarrollarlo.
Desde sus primeras propuestas docentes Miguel destaca la importancia de «darle al alumno conocimientos sobre los recursos naturales de nuestro país». De modo que lo que Lourdes señala como «motivación para iniciar la transformación de los ciudadanos» no buscaba suplantar nuestra realidad por otra, desmontar lo que éramos para inventar seres paralelos, sino conocer y reconocer ESTA realidad con, ahora uso palabras de Villanueva, «el deseo de asumir responsabilidades sociales». No es, entonces, accidental que la última gran muestra que presentó y en cuyos temas continuó profundizando haya sido Arte prehispánico de Venezuela, una indagación en nuestras raíces como fundamento de identidad y esbozo de horizontes de modernidad, adelantado con la misma Lourdes Blanco y Erika Wagner, con un hermoso catálogo diseñado por Álvaro Sotillo, y armada como una lección de organización del conocimiento para hacerlo a la vez hermoso, ilustrativo y discernible.
Para Miguel, lo dice bien Marta Traba, el museo debía ser un «centro enseñante de la comunidad», capaz de construir civilidad, alimentar la sensibilidad y promover encuentros. Reseña José Antonio Rial que «todos los domingos, casi sin excepción, una inquietante masa humana, compuesta por gente de todas las clases sociales, en proporciones equivalentes, va al Museo de Bellas Artes para (…) acercarse al arte, admirarlo y discutirlo», en lo que, añado yo, constituía un ejercicio ciudadano que empleaba objetivos educativos como herramienta de inclusión.
Hizo esto con la exigencia que algunos buscaron descalificar como prepotencia, y con la solidez argumental que llevó a otros a acusarlo de promover un “sindicato de la inteligencia”. ¿Merecerá algún comentario quien proponga que pensar es un defecto? Quizá, didácticamente, Miguel, de palabra siempre mesurada, paciencia pedagógica y conceptos claros, lo hubiera hecho. Yo paso…
Lourdes define a Miguel como «actor de su tiempo». Y en ese tiempo, como le dice, humilde pero muy claramente, a Carlos Maldonado, sólo y siempre quiso «aspirar a lo mejor».
La trascendencia de esa labor se le reconoció en 1992, con el Premio Nacional de Artes Plásticas. Lo recibió recordando que no es igual HACER ARTE que PROMOVERLO. Un gesto de humildad que confirma su empeño en clarificar los roles para intensificar las labores en la construcción de un país en el que, como le declaró a Miyó Vestrini, «el arte dé al ser humano la dimensión necesaria que sólo [el arte] puede dar».
No soy de los que se regodea en lamentaciones sobre lo que fuimos y tuvimos y perdimos. Creo que sólo perdemos lo que entregamos si nos entregamos. Y hallo mil razones para perseverar en esta convicción al leer estos libros, al convivir de nuevo con Lourdes y Miguel, al seguir disfrutando y aprendiendo de ellos, al confirmar su tesón y admirar su claridad.
En la introducción a Miguel Arroyo, entrevisto, el Comité Editorial destaca cómo Lourdes «emprendió con vigor y amorosa dedicación la organización, estudio y clasificación del archivo documental» de Miguel.
Sospecho que lo hizo así porque esa indagación le permitía mantenerlo presente. Y es que estos documentos, otra razón para estudiarlos, testimonian, ante todo (y lo digo sin temor a sonar cursi) una gran historia de amor.
Quizá Lourdes no anticipaba que su estudio le mostraría facetas de su ‘amado esposo’ (así lo describió en la nota que envió para notificar el fallecimiento de Miguel) que desconocía y que, creo, le hicieron hallar nuevos y hasta mayores motivos para quererlo y admirarlo. Y, como resultado, lo presenta como ese personaje, en palabras de Marina Wecksler, «apasionado, erudito, reflexivo, distinguido por su firme postura ética y su inefable calidad humana; un verdadero orgullo para el gentilicio venezolano».
Y no menos debe decirse de la misma Lourdes Blanco, agente fundamental del arte venezolano del siglo XX desde su trabajo en la dirección de la Sala Mendoza, garante de la preservación documental desde su labor en la Biblioteca Nacional y vigilante de la relevancia patrimonial desde su participación en el programa Memoria del Mundo de la Unesco.
Gracias al trabajo y el esfuerzo del comité editorial de la Asociación Civil Forma M20 y a la directiva de Casa 62, Asociación Civil, hoy podemos seguir encontrándonos con Lourdes y con Miguel y, así, continuar aprendiendo y disfrutando de la perspicaz inteligencia, la amplísima cultura y la significativa producción de ambos y cada uno.
Ahora y ya para siempre unidos en estas páginas y lo que ellas testimonian sobre la confluencia humana, intelectual y existencial que construyeron, Lourdes y Miguel, Miguel y Lourdes son ejemplos claros de la reserva moral, intelectual y ciudadana que nos constituye como nación y que como nación nos reclama.