Papel Literario

Los sabores del recuerdo

por Leopoldo López Gil Leopoldo López Gil

Muchas veces, cuando nos sentimos defraudados por nuestras vivencias actuales, decimos: “¡qué tiempos aquellos!”, pero lamentablemente hoy es común en las experiencias gastronómicas cuando añoramos aquellas mesas y fogones de los desaparecidos grandes restaurantes caraqueños, que eran motivo de envidia de muchas otras capitales hispanoamericanas.

Comenzaré por el más grande de los grandes, y no me refiero a su superficie sino al logro que como restaurador acumuló Héctor. Aún me es fresca la memoria de su recibimiento con aquella figura de particular personaje sin edad, envuelto en un negro traje Mao con bufanda blanca y hablando en un sutil susurro con alargada y exagerada pronunciación de un castellano afrancesado, que luego de sentarnos en la mesa recitaba la oferta del día con tal entusiasmo y conocimiento de cada platillo, que hacía casi imposible su selección por la magnitud de la tentación descrita. Su cocina era acompañada por un impecable servicio, sencillo pero bien entrenado, y al final siempre despedía a las damas con una, sí, una sola rosa roja para cada una de ellas. Ahora podría decir que ya nunca más hubo unas crêpes suzette o souffles para sellar la cena como las que afortunadamente degustamos en el Hector’s.

Pero también otros lograron reconocimiento gracias a esa maestría que era la combinación apropiada de excelente cocina y servicios superiores, por ejemplo, si queríamos disfrutar de un buen prime rib roast nos sentábamos en las comodísimas butacas del Tony’s; allí, donde hoy está el Centro Lido, al entrar nos recibía en un bar americano (donde nos deleitábamos con el mejor dry martini) un personaje que nos recordaba a los que solíamos ver en las películas de gangsters de Chicago, un italiano con vestimenta y modales a la gringa de los años treinta, quien nos acompañaba al comedor y hacía rodar el “carrito” con la magnífica pieza de carne que era cortada y servida con pasión, algo que añoro sin remordimiento, en cada plato que servía lo acompañaba con una papa horneada, o un yorkshire pudding y su salsa natural.

Pero si era domingo podíamos disfrutar del Jockey Club de La Rinconada que, entiendo, administraba y operaba la misma casa del Petronio allí. En ambos se respiraba la refinada elegancia de los hipódromos clásicos y degustábamos las delicias de una clásica vichyssoise o un delicioso Steak Tartare, sin olvidar los selectos vinos, de cavas muy bien seleccionadas, cuidadas y por supuesto bien servidas.

Allá también queda el recuerdo del caneton presse, único del Aventino cuya presentación nos transportaba, sin necesidad de volar, a la Tour d’Argent de París, a esos sabores intensamente franceses, y a la insuperable cava de vinos que se servían con un cuidado y un celo solo comparable con aquel que usamos al cargar a un bebé recién nacido.

Pero de ambientes parisinos también podíamos disfrutar algo con el sabor de la orilla izquierda, y podíamos, mientras saboreábamos el divinamente bien preparado y milagrosamente siempre bien “inflado” soufflé de queso en el patio del Montmartre en Baruta, admirar el ingenioso perfil de los techos parisinos que eran representados en un recorte de madera, cual tramoya teatral, engañando nuestra imaginación al compás de las canciones de la Piaf o Aznavour.

Tríos de profesionales como el de Mimo, Tito y Franco nos brindaron la mesa italiana en L’Alberone, rincón cuya informalidad contrastaba con la calidad de su cocina y la originalidad de sus platos. Allí reinaba la alegría, los intensos sabores y colores mediterráneos. El consuelo al partir era poder pensar en un pronto regreso cuando recibíamos el caluroso ciao de sus dueños al despedirnos.

Podría seguir en esta lista de memorables o mejor dicho inolvidables “casas de Lúculo” que nos enseñaron a disfrutar, apreciar y hasta exigir lo que fue una época de oro para los establecimientos de Caracas. No quisiera dejar de mencionar el Biarritz, el Abadie, cuya refinada cocina siempre distinguió a la familia de Tito, no solo en Venezuela sino también en Francia.

La legendaria casa de El Gazebo, y la dupla de Robert y Jaques, concierto difícil de igualar por su nivel de refinamiento, un sitio que hubiese merecido más de una estrella en la famosa Guía Michelin, no solo por su grata y acogedora sala, sino por su refinada carta, con platos de las más alta dificultad y laboriosidad. Aquí en Caracas se instalaron primero en La Castellana con su apellido como distintivo y luego en la avenida Casanova con el nombre de la ciudad de su origen.

El bellísimo bar del Member’s, cuya decoración deparaba una experiencia londinense en un ambiente que invitaba a comenzar la velada con un larguísimo aperitivo, pero mejor aún una copa de eau de vie para finalizar, era otra sofisticada muestra de cómo nuestra ciudad interpretaba las tendencias mundiales sin quedarse atrás ni acomplejarse.

La lista de estos famosos ya desaparecidos podría ser motivo de una obra sobre nuestras raíces y desarrollo gastronómico. Muchas veces he pensado que al igual que nuestro acervo urbano –que ha sido reemplazado de una forma voraz por las nuevas construcciones sin respetar que significa la arquitectura de su época–, nuestra avanzada gastronómica con los bríos y valores de muchos jóvenes exponentes se olvidan de las tradiciones y las más de las veces se olvidan de que el restaurante debe ser algo más que un sitio para comer. La visita al restaurante debe constituir una ocasión memorable, capaz de guardarse en los recuerdos.

Con estas líneas solo he pretendido rememorar lo bueno que alguna vez fue nuestro mundo gastronómico, con la esperanza de que los jóvenes que hoy emprenden esta maravillosa profesión, como lo es la restauración, sean inspirados e ilusionados por aquellos gigantes que hicieran de Caracas una referencia gastronómica en su día.

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Las razones del gusto y otros textos de la literatura gastronómica, compilado por Karl Krispin, fue publicado por la Universidad Metropolitana y Cocina y Vino, en 2014.