Por LORENA GONZÁLEZ INNECO
Tal vez no exista un enigma más trascendente en la historia del arte venezolano y quizás en el arte internacional que la obra de Bárbaro Rivas. Nació en el pueblo de Petare en 1893 y murió en ese mismo perímetro, en el Hospital Pérez de León, en el año 1967. Se conoce por ser un pintor autodidacta, quien dedicó toda su vida a traducir con insistente fervor el imaginario simbólico de la cultura teológica, histórica, legendaria y religiosa que rodeaba las aristas de su entorno. Durante muchas décadas, la crítica lo ha considerado como el más importante de los pintores ingenuos venezolanos. Su uso particular de las figuras, los ambientes, las proporciones, las escalas, el color, las relaciones formales y los cruces conceptuales dentro de sus cuadros han propiciado el surgimiento de un estilo inusitado donde de forma magistral se funden las visiones temáticas de íconos de la pintura clásica con un planteamiento plástico donde respiran, trepidantes e increíbles, los ritmos del arte moderno.
No obstante, y al alimón de esta consideración por todos compartida, los inquietantes hallazgos de la pintura de Bárbaro Rivas también llevan dentro de sí la contracción de todas aquellas carencias que rodearon su vida. Pintor de brocha gorda y oficiante de servicios generales, trabajaba reparando entuertos: fue constructor, albañil y peón de ferrocarril, entre otros oficios que ejecutaba para sobrellevar el día a día. Rivas era un indigente, un hombre sin ningún tipo de educación académica ni conexión alguna con el desarrollo intelectual, cultural e incluso social de su tiempo. Su vida transcurría en el despliegue de una existencia en cierta forma trágica, signada por el cúmulo acelerado de múltiples imposibilidades: hijo ilegítimo, niño abandonado, entidad solitaria. Rivas era un paria urbano. Las maniobras errantes de su inusitada sensibilidad artística crecían en medio de la carestía, guiado por los signos de una extraña emancipación que desempolvaba el florecimiento inexplicable de su obra.
En muchas de sus conferencias, textos y declaraciones, el curador, gestor cultural y crítico de arte Francisco Da Antonio dará fe del desarrollo de estas circunstancias. También oriundo del pueblo de Petare, Da Antonio fue no sólo un amigo entrañable del pintor, sino la mirada certera que logró atisbar por entre las capas del desconcierto el despunte genial de un ejercicio pictórico sin precedentes. En los testimonios que ha dado sobre esta relación sobresale el breve relato de aquella tarde cuando en un cruce con Bárbaro, quien emprendía el camino hacia “La Minita”, descubrió la presencia de dos figuras bíblicas pintadas con asbestina en la bolsa de papel donde Rivas portaba sus exiguas adquisiciones. La palabra estupefacta de Da Antonio describe la contundente aparición en aquel resquicio miserable de dos personajes con proféticas barbas y grandes túnicas, inmersos en una tensa atmósfera de grises, ultramares y bermellones apagados. La admiración del investigador de arte a finales de aquella convulsa década de los años cuarenta no se hizo esperar. Como un centelleo se debe haber descargado esa imagen en su percepción; cuántas cosas no habrán pasado por la sensibilidad de aquel investigador visual que para entonces ya crecía conocedor de los movimientos más recientes del arte venezolano e internacional, estudioso de las confrontaciones en torno a la vanguardia en el país, y quien siempre se manifestó impactado ante el decisivo corte entre figuración y abstracción que hincaron en la plástica nacional Las Cafeteras de Alejandro Otero, exhibidas en el año 1948 en el Museo de Bellas Artes.
¡Bárbaro! ¿Qué tienes pintado en esa bolsa?, expresó. Con extrañamiento, en medio de un pudor casi silente, le respondió: Un cuadrito que yo pinté, maestro. A partir de entonces la historia se bifurcó hacia nuevos atajos, removida por el relámpago de ese empalme de la mirada que imprimió las bases de un intercambio excepcional. Los pasos del arte destejieron sus antiguas sombras y la obra del artista pasó del ostracismo a la revelación. Todo comenzó a desplazarse en nuevas trayectorias al compás de los sucesos: la inmersión en los salones de arte, la colectiva en el Bar Sorpresa, los premios, los reconocimientos, las adquisiciones, los homenajes, los reportajes de prensa, las exposiciones individuales, el registro de las obras, las ayudas, los materiales, la difusión. La obra marcaba el desarrollo de su propio gesto: único, inédito, inexplicable. Todos se asombraron y se conmovieron, todos se preguntaron cómo era posible que aquello hubiera ocurrido; cómo, desde los desprovistos parajes y las baldías vertientes de una vida tosca, aciaga e iletrada, surgieran de improviso las formas más anheladas —por todo el ansioso y cosmopolita entorno de la plástica venezolana— del arte moderno, de la vanguardia.
Muchísimos textos y estudios ejemplares han registrado esta producción y extendido sus consideraciones, destacando la presencia de algunas etapas o períodos en la prolífica carrera desarrollada por Rivas durante los años posteriores a aquel encuentro. La primera se puntualiza por la alteración de planos y el uso del color en impactantes mecanismos que reordenan nuevas visiones del mundo que le circunda. En este itinerario el artista traduce sus perspectivas y reconstruye la impronta de la escena a través de perfectos ritmos donde se entrelazan los tiempos híbridos de una imagen: la leyenda histórica, la narración bíblica, las crónicas urbanas, los sucesos del pasado, la fugacidad del presente. En cada pieza todo se desplaza dentro del vertiginoso pulso cromático de esa imbricada cartografía de su Petare natal. Esta inigualable maestría la usará para abordar temáticas diversas acumuladas en esa poderosa memoria sensorial que le acompañaba: el terremoto de Caracas, el paso del cometa Halley, las peleas de gallos, el ferrocaril, las fábricas, los caminantes, las escenas litúrgicas, las fiestas urbanas. En una segunda etapa y ya hacia el final de sus días, los investigadores hablan del surgimiento de una obra de carácter introspectivo. Allí se elevarán las empinadas angulaciones de tramas más oscuras, solitarios espectros de una materia que la crítica ha catalogado cercana al expresionismo y donde el autorretrato del pintor surgirá como un punto focal de la representación de una vida que parecía colocada en otra parte, haciendo metaficcionales preguntas sobre sí misma.
Para el crítico, artista y curador Juan Calzadilla, la gran paradoja de esta cadena de eventos a todo lo largo de la prolífica carrera creativa de Rivas es que el autor nunca se percató de lo que sucedía. El propio Da Antonio afirma que Bárbaro siempre se encontraba un poco desconcertado ante el encuentro de sus piezas en alguna sala de exposiciones. No entendía sobre el conocimiento sustancial de lo que es o representa una obra de arte. En Rivas nunca hubo ansiedad por los peldaños sociales de la práctica artística sino el advenimiento de continuas iluminaciones vitales; el arte en él debe haber funcionado como otra forma de la respiración, acontecimiento persistente donde la creación era el modo esencial para sobrevivir. En este tránsito tan bienaventurado como doloroso muchas cosas pasaron. Rivas era un indómito, difícil de manejar, un autónomo absoluto. Algunas etapas fueron más saludables y entrañables, pero al tiempo que el reconocimiento crecía, varios se aprovecharon de la ingenuidad del pintor —según argumentan testigos cercanos—, intercambiándole obras por insumos banales que lo hicieron recaer con gravedad en el alcoholismo, enfermedad que padecía y por la cual falleció, luego de haber superado con éxito durante un buen período varias crisis.
En algún momento recuerdo haberle comentado a Da Antonio mi asombro frente a toda la revolución pictórica que el artista de Petare hizo posible al desestabilizar las categorías tradicionales de la mimesis. A mi recuerdo venían las historias de creadores occidentales que, como Gauguin, vinieron a estas latitudes para al abrigo de una ingenuidad nativa, no contaminada por las aberraciones de la civilización, crear una pintura deslastrada de los referentes, vital, honesta, insuperable. Y aunque sus logros colman las salas de los más importantes museos del mundo, también recordamos sus sufrimientos, sus agobios entre civilización y barbarie, tradición e innovación, fama y anonimato. Quizás una de las cosas más impactantes en el caso de Rivas sea la producción de una obra que no sólo transitó los lugares del arte moderno, sino que en la mixtura temática y formal que la caracteriza, recurrió a la apropiación y al escamoteo, evidenciando con ello un ciclo que incluso antecede las búsquedas del arte contemporáneo latinoamericano en su necesidad de consolidar una identidad distintiva.
En un texto del año 1994, Calzadilla comentará que toda la obra de Bárbaro pudiera estar marcada por un cimiento autobiográfico, una suerte de diario o apunte que el artista generó sobre su transitar. Este aspecto de corte muy contemporáneo aparecería no sólo en las piezas donde literalmente se representa a sí mismo, sino también en todas las escenas religiosas de esa liturgia apropiada, discurrida y artificiosa, constantemente renovada por el protagonismo de Rivas como un personaje más de la escena junto a los roles de sus coetáneos o la presencia inherente del paisaje inmediato. Desde este ángulo, enfatiza el anuncio de una ficción que pareciera estar convocando la elevación de aquellas vidas miserables; son para él los atisbos de una denuncia subyacente en las aplicaciones de esa práctica visual que usando el discurso religioso intentaba destrabar las durezas de lo cotidiano, reordenando las fisonomías de aquellos seres de carne y hueso transfigurados de forma idealizada y sobrenatural en su pintura. Con contundencia el crítico concluye: Teniendo carácter religioso la obra de Rivas es eminentemente social. Ella explica la metáfora del anhelo de una vida mejor expresada con la mayor espiritualidad que hayamos conocido en la pintura venezolana. Desde el pequeño pueblo de dónde nunca salió, Rivas recorrió, vivió e hizo posible las inquietudes de todo un siglo de historia artística; todo esto sin saberlo o quizás entendiéndolo de un modo tan medular y recóndito que será siempre un códice imposible de traducir para el espectador avezado.
Los que esperan es una pieza del año 1962. Bajo las tempestades de un paisaje agudo atravesado por los dolientes sesgos de triangulares engranajes, se asoman los rostros y gestos anónimos de una fila de transeúntes que parecen aguardar la llegada de algo… ¿Qué esperan los que esperan? En el entorno representado descuella la suspensión de una atmósfera menos prolífica en cromatismos y quizás más violenta en sus conexiones, con una superposición que parece anunciar el advenimiento de enlutadas tempestades. Los que esperan están inclinados bajo el horizonte, mirando hacia la nada. Sobre ellos y a punto de descargarse cuelga el inminente aluvión de lo real.
Al observarla y desde un extraño sortilegio vuelven los afónicos diálogos de un recorrido asfixiado por la comunión de tantos opuestos: arte ingenuo y académico, modernidad y atraso, progreso y miseria, populismo y arte popular, ilusión y realidad, vida y muerte. Como siempre, sobresale la grandiosidad de una obra cuyo esplendor se hizo posible desde las contingencias de la pobreza más absoluta. Inevitables, como la atmósfera de lo no resuelto que pesa sobre los que esperan, las preguntas van y vienen: ¿será este nuestro sino? ¿La mayor de las revelaciones resistiendo a las lajas de la debacle? ¿La manifestación de la belleza en medio de los peligros insalvables de un lodazal sin precendentes? ¿Estaremos invariablemente destinados a confrontar la nada sobre la endeble pendiente de un país que siempre espera?