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Los hilos subterráneos

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Por VICTORIA DE STEFANO

Con un mensaje de envío al lector Alejandro Sebastiani Verlezza da inicio a Los hilos subterráneos: «Me dio por soltarle las fechas a mi diario del año 2011 y así me quedaron estas páginas, algo volanderas y bailantes». Así, pues, afloraron estos hilos para, en el vértigo de su hundirse y emerger a la superficie, anudar páginas, memorias, recuerdos, restaurando, variando, recobrando olvidos y sobre todo retomando las grandes libertades del lenguaje cuando por cuenta propia escribe y se escribe. Este no es un diario en el sentido clásico del término, es lo que estando al ras o ligeramente por debajo de la línea de flotación del año 2011 va haciendo su aparición por fragmentos, al margen, por encima y, a veces, a la par del tiempo real. Su temporalidad es la del pasado, de lo que quedó atrás y siempre vuelve a encontrarse, como las caras desnudas frente al espejo. Los estremecimientos entre el pasado y el presente de sus travesías es lo que a su vez le permite al autor, además de las transgresiones, el sinuoso pasaje entremedio de los géneros y una suerte de fusión, por ruptura y continuidad, de las preocupaciones más recurrentes de su producción literaria y de su interés por la imaginería de las artes visuales. En un sentido más puntual es un filón de libros, libros de poesía, cuadernos de aforismos, de reflexiones y celebraciones literarias, de ejercicios de reconstrucción y restauración de lo que antes y después Sebastiani Verlezza ha ido redescubriendo al paso de sus abundantes y bien atesoradas lecturas, a fin de ampliar, de ser factible, las conexiones entre las artes del espacio y el tiempo, a fin de ser posible, de dar con alguna certeza en medio de tantas insalvables grietas e incertidumbres del saber. En ese mismo sentido es una cantera de encuentros y desencuentros del observador en el marco de la distancia de lo observado: maestros, poetas, voces, cartas, postales, basuras, residuos insólitos, del observador respecto al callejeo de su ciudad como bien perdido a la par que luctuosamente añorado. En cierto modo su modelo está, por un lado, más próximo a la parodia obsesiva de la modernidad y por el otro al fervor cotidiano tan apasionado como descreído del Libro del desasosiego de Pessoa y su coheterónimo Bernardo Soares, que a la función enfáticamente memorística y autobiográfica de los giros y cruces del diarismo en su origen recóndito y confesional:

«quizás detrás de todo diario esté el señor de las encrucijadas, diciendo y desdiciendo, confundiendo y esclareciendo, inmerso en los placeres de la demora y la elipsis, la chispa» (Los hilos subterráneos, Alejandro Sebastiani Verlezza).


Textos de Alejandro Sebastiani Verlezza

Pertenecen a su libro Los hilos subterráneos

(martes, 11:

ayer murió Rafael López-Pedraza, tenía noventa años, apenas conversamos una vez, breve y conciso todo, yo estaba en Noctua revisando libros; cuando me percato, lo tengo sentado al lado, le dije lo que me había gustado Hermes y sus hijos y no contuve la tentación de hablarle sobre lo que quiero hacer con el inconnue: por primera vez, sospecho, pude explicar con certeza lo que busco; él, atento, fue escuchando y asintiendo: «por ahí va»)

**

(muchas veces ese inconnue hace que se junten el azar y el destino: ese encuentro en/con la encrucijada –él es el dueño de ese paisaje– nadie, ni el más astuto, puede eludirlo: voy hacia allá, sabiéndolo o no, negándolo o afirmándolo, pero si el niño aparece, si quiere sacarme, si las piedras marcan y marcan, si solo me entrego a las corrientes de lo que viene, otra vida puede levantarse tras el telón de la costumbre y sus gruesos automatismos; hay fábulas que parecen tan tontas, bueno, esas, justo esas, pueden ayudar a romperlos)

**

(a veces encuentro paisajes agradables, como para perderse un rato en ellos, autopistas, caminos sutiles, llenos de escaleras, pero suena el teléfono una y otra vez, dejan en el cafetín la tv todo el día encendida y de ahí surgen las conversaciones más disparatadas, nada que hacer, nadita, salvo seguir)

**

(oscilo, oscilo, entre una vereda y otra, vienen los salpicones de agua, casi sin asidero, a punto de irme voy, pero de pronto retomo la corriente de la concentración y aparece el espacio sin límites: nada exige, nada, apenas la gana, ciertos juegos, imaginar cómo era la vida antes de yo estar aquí, qué música se escuchaba, quiénes empezaban a vivir, quiénes partían, así empecé a dar todas estas vueltas, porque una vez –de niño– le hice un comentario a mi madre sobre «algo» que había ocurrido antes de yo nacer –así me lo dijo– y me quedó esa espinita)

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(apenas mirar las líneas sigilosas que van ofreciendo muros, pavimentos, rostros, cuerpos, palabras que suenan y suenan –ni lengua tienen aún– y se vierten en el torrente sanguíneo, las arterias, el corazón, el sexo, hasta fluir llenas de mi élan hasta la mano o mi boca imantada)

**

(van apareciendo paisajes opacos, desdibujados, estoy en una jaula, los barrotes son invisibles, se acabó el alpiste, los pájaros risueños miran, solo miran, la avasallante fricción de las alas insinúa atmósferas inquietantes)

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(¿estará impregnada la imaginación por la fuerza del mito, será el fin último de todo movimiento su oculta imantación, desde el talón ensangrentado hasta el diario sacrificio que sostiene las andaduras de este mundo?)

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