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Los fuegos abandonados

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Hace ya unos años, Bastián Desidel tomó el aislamiento como destino necesario, como si retirarse prematuramente sin haber dado obra fuese una renuncia que lo libraba de las falsas ostentaciones, cuidándolo del infantil entusiasmo por la parafernalia y del placer mediático, y que lo acercaba, por el contrario, a la búsqueda de un lenguaje renovado y deudor de las buenas palabras”

Por BENJAMÍN CARRASCO

Se tiene por cierto afirmar que la poesía es un arte de solitarios. Que entre la línea fronteriza de sus palabras, las del poeta, se encuentra esa insobornable soledad, digna del mejor de los silencios, el más noble, como quizás lo es el de la lectura. Su soledad es por esto mismo peculiar, pues goza de lo que podríamos llamar una soledad abierta. En su alma siente a solas la voz del ángel, ese fuego azul que lo inflama todo, purificándolo, poniendo en las frentes la ceniza inquieta, infatigable, que aguardaba el soplo de un lector sediento de voces. Nadie está solo cuando lee poesía, y por eso sigue siendo alimento de entusiastas. Con Los fuegos abandonados aprendemos que tampoco se lo está cuando se escribe poesía. Pero, lo mismo que abierta, la soledad, indócil; porque conserva el dejo melancólico al mirar ese mundo al que ya no volveremos más, al mismo tiempo que se niega a dar por concluido el camino de la tradición hasta nuestros días. Aun sólo obrando a retazos, como el largo poema que abre Los fuegos (y que para efectos de esta edición se ha separado en distintas páginas). Serán fragmentos que se escabullen entre las enredaderas de una eternidad personal, donde el poema consagra un instante: la cacería, el aventurado y desventurado amor, la afinidad con poetas, visiones. Una suma de artificios combinatorios, evocaciones donde se une la realidad propia del poeta con el símbolo y los elementos, ese remanente que es la vía de comunicación para cualquiera que vea en las formas mundanales una insuficiencia demasiado huera, y que se le dan, todavía, sólo como despojos y nunca en su forma íntegra. Es esta la búsqueda más concentrada de imágenes, tensión de verso y sintaxis, ausencia verbal y verdadera respiración. Todos elementos que dan como resultado un precioso hallazgo: la capacidad de las palabras para ponerse a prueba a sí mismas, como columnas horadadas que el poeta vuelve a erigir, a ver si el fuego prueba su dureza, como cosas verdaderas, o las disgrega como todo lo pasajero.

Esa misma apertura es la que permite que en Los fuegos haya una gran carga de retribución y correspondencia. La compañía en la que se arriman es la voz de quienes nos antecedieron. En ello hay una complicidad tutelar que es de más lenta evocación. Dialogar con esa voz imperecedera, la de los poetas, no siempre asegura buenas y provechosas conversaciones. Habiendo en ellas algo que nos supere y arrebate, que aún hablándonos en la hondura del espíritu, no seríamos capaces de retribuirles cuánta transformación han significado en nosotros. El poeta procura responder a ese mensaje no para ensoberbecerse ni para medirse. En total desmedro del propio orgullo, en Los fuegos se elige continuar la vía de la peregrinación, llevar la posta de la tradición que lo ha embebido. La de Rilke, Belli, Montale, Broch, del Valle; sendas candelas, un fuego más en la larga cadena de señales luminosas. Entre ellos, el poeta es un centinela más. Nos preguntamos, ¿hay allí una especie de responsabilidad, viendo al poeta como un custodio de los símbolos, de las fábulas, un portavoz exquisito? Para un siglo incrédulo y receloso, estas palabras podrán sonar excesivas. Todo está cifrado aquí de una manera muy sutil, lo justo para no desvirtuar o exponerlo como pretexto. Parafraseando sus versos: “La noble tradición de escuchar el bosque susurrando en las cenizas, allí donde se erigen linajes que hoy nos son anónimos”.

No son pocos quienes le atribuyen a la valía de un poeta lo que este pueda hacerle al lenguaje, de cuánto puede revelar y vivificar el alma misma de la lengua. A menudo confiamos que el estatuto de belleza de un idioma se compondrá por su propio curso, que tanto el tiempo como sus hablantes se encargarán involuntaria y naturalmente de desbastar sus bordes, limar sus impurezas, y que el lenguaje vivo lo es por inercia. Lo que nos ha demostrado esta tan parca actualidad es todo lo contrario. El poeta, el orfebre del lenguaje, es el único capaz de arrancarle a las palabras su prístino brillo, renovar la expresión trayendo lo primero, lo mejor de aquellas que les antecedieron y recordar la necesidad de la palabra justa, sentenciosa si es necesario, sin dejar nunca de ser, como presa de un veredicto original, amante del silencio.

Hace ya unos años, Bastián Desidel tomó el aislamiento como destino necesario, como si retirarse prematuramente sin haber dado obra fuese una renuncia que lo libraba de las falsas ostentaciones, cuidándolo del infantil entusiasmo por la parafernalia y del placer mediático, y que lo acercaba, por el contrario, a la búsqueda de un lenguaje renovado y deudor de las buenas palabras, debido a sus propias inquietudes, por eso más honestas para el resto. Ese aprendizaje, la vida del retiro y de la austeridad que han escogido tantos de sus maestros (entre los cuales no puedo dejar de pensar en Carolina Lorca), sólo lo pudo haber conseguido internándose en esas lejanas y fantasmales aldeas —Nogales o Calera—, en condiciones tan modestas como precarias. El silencio, amargo; los recuerdos, hostiles: los viajes de retorno, obstinados. Ambiente propicio para que fermentara esa llama que no había logrado apagar, y que llegó a manifestarse en la escritura como hecho imperioso. En esa atmósfera, decíamos, comenzó a trabajar en extrema reserva, sin dar señales de ningún tipo. Pero nos engañaríamos al confesar que Los fuegos son inéditos. Siempre era motivo de nuestras conversaciones, sabíamos que se fraguaba algo más acabado y que Los fuegos abandonados estaban en ciernes. Antes que complacidos con una existencia oculta, algo en ellos siempre los quiso comunicables. Gozamos del privilegio de oírlos de primera fuente, ver su luengo desarrollo, observar que entre una y otra publicación en alguna revista —con una edición mezquina, las más de las veces— no había pasado en vano el tormento a las formas: para dar con la métrica, para tachar, remendar el verso. Con la excepción de uno o dos poemas que escritos de una vez y para siempre, encaminaron la escritura del resto, como pequeñas apostillas o simplemente como despierta sensibilidad, de la que siempre he declarado mi admiración. Tampoco paró de mutar ese largo aliento, aun si toda su confianza residiera en un título tan significativo como lo es Los fuegos abandonados, denso y sugestivo a su medida, y que hoy tenemos en nuestras manos como resultado del esfuerzo conjunto de muchas voces, tanto de aliento como de inspiración: las pérdidas, las recuperadas, las que ya no están más.

Es cosa nueva la que se nos entrega, obsequiosa, pequeño bien. Un camino de símbolos, recovecos. De todo lo perdido han quedado estas marcas, la huella entre un paisaje ceniciento, el aliento dilatado de los secretos, el misterio que el poeta ha descifrado y cuyo deber no es otro que entregárnoslo con nueva llave.


*Los fuegos abandonados. Bastián Desidel Escurra. Altazor Ediciones. Viña del Mar, Chile, 2024.