Por RAFAEL JOSÉ-DÍAZ
La escritura y el viaje: antiquísima simbiosis. Viajar en las palabras es una de las metáforas de la escritura: el escritor genera un movimiento, que es oral, manual, psíquico, lingüístico, a medida que las palabras van desplegándose en la página, y ese movimiento se traduce en un viaje, en muchos viajes que se van materializando en el interior de la escritura. Una palabra lleva a otra, una frase se prolonga en otra, un párrafo desaparece para que se aviste el siguiente. El paisaje que se descubre, entonces, es un trasunto de paisajes reales, mentales, que, surgidos en la mente del escritor, pasan a través de su mano a la página que alguien leerá como si recorriera un camino, muchos caminos que se bifurcan, un laberinto de palabras del que se sale al terminar el libro: se sale otro, transformado como ocurre con cualquier viajero que ha viajado de verdad.
Cuando la escritura es la de diarios y los diarios son de viaje, este proceso aquí vagamente descrito no solo se intensifica, sino que se convierte en el núcleo generador de la escritura. El viajero no es ahora solo una metáfora del escritor, sino que se identifica con él. Y el viaje no es solo un trasunto verbal de lo vivido en las travesías de la mente, sino que es el medio físico, el contexto real, en el que la escritura surge y cobra sentido. Si vivir es un viaje permanente, viajar, para el escritor, es una vida más auténtica: el viaje permite, paradójicamente, la detención necesaria a la escritura, ese ahondamiento en el propio ser que es propio del diario, la receptividad exacerbada, casi hipersensibilidad, que hace que el escritor observe con extrañeza y con sorpresa todo lo que le rodea.
Los diarios de viaje de Rafael Castillo Zapata (Caracas, 1958) se titulan Travesías. El primer volumen, La relación infinita, publicado por La Laguna de Campoma en 2012, recoge ocho cuadernos escritos entre 1990 y 2010. Cada uno de los cuadernos lleva el lugar (los lugares) y el año de escritura. Los diarios comienzan con un breve cuaderno escrito en Madrid, Barcelona y Sitges, que comienza precisamente con la descripción de la llegada del autor a Madrid: las autopistas entre el aeropuerto y la ciudad se comparan con construcciones romanas. El autor encuentra “reminiscencias de acueductos” en las anchas avenidas. Revela este primer cuaderno una lectura de la ciudad desde coordenadas culturales: se compara una nube con un móvil de Calder, un amanecer en Madrid con un Canaletto, la luna es melancólicamente leopardiana. En Barcelona, el último día de diciembre de 1990, el autor escucha un cante flamenco desde su ventana.
El segundo cuaderno, de 1992, es el más extenso del libro. Escrito entre Lisboa, Madrid, Barcelona, París y Bruselas, podría dividirse acaso en dos partes: una primera en la que se encuentra una reflexión, no por fragmentaria menos lúcida, sobre la propia escritura de diarios; y la segunda, a partir de la llegada a Bruselas y la visita a otras ciudades belga, que se orienta sobre todo a la exploración de la ciudad como un espacio para la melancolía. Las anotaciones metadiarísticas, por decirlo así, son reveladoras. Castillo Zapata concibe la escritura del diario como una “forma que, por su propia naturaleza, escapa al proyecto”. El diario, como escritura apegada al instante, a lo cotidiano, dota de trascendencia –la trascendencia que toda escritura conlleva– a lo nimio y precario; al mismo tiempo, lo destruye, es decir, desnaturaliza el carácter efímero del instante al fijarlo en la página. El diario es bifronte: “la escritura pone a dormir el instante y lo despierta en otro orden, en otro espacio y en otro tiempo, amortajado, como momia, como memoria de lo que fue”. Aparecen entre estas reflexiones la idea del viaje no tanto como un motivo cuanto como una situación propiciatoria de la máxima libertad de la escritura, de la extrema receptividad de la conciencia del escritor.
Al llegar a Bruselas, y sobre todo al recorrer Gante y Brujas, Castillo Zapata transforma el tono de su escritura. Esta se vuelve menos reflexiva y más experiencial. La sensación de extranjería, de absoluto anonimato, de extrañeza en medio de un paisaje del norte con el que no acaba de identificarse, lleva al diarista a volcarse en la ciudad como espacio de acontecimientos y como motivo de reflexión. Por un lado, nos encontramos aquí una mayor atención a lo cotidiano: cafés, encuentros, paseos; por otro, los viajes a Gante y Brujas, incitan al autor a reflexionar sobre esas “ciudades que se ven a sí mismas, ciudades ensimismadas en el espejo de sus aguas, melancólicas como se inclina naturalmente a la melancolía todo aquel que se contempla a sí mismo”. Esta reflexión será desarrollada en numerosos pasajes, lo que permite contemplar el diario también como un taller para la escritura de ensayos: esos fragmentos desordenados podrán ser ordenados más tarde, en los regresos al país natal, y, en la calma de una escritura menos súbita, transformados en un ensayo sobre las ciudades melancólicas.
El tercer cuaderno, escrito en 1993 en Providence, Montevideo y Buenos Aires, recoge dos viajes distintos: una estancia profesional en la ciudad norteamericana y un viaje de placer al Río de la Plata. Los fragmentos escritos en Providence ofrecen un tono escritural absolutamente nuevo: son una especie de canto amoroso a la ciudad invernal. Están más cerca del poema en prosa –de hecho, recuerdan en su factura a la serie “Providence” incorporada en el poemario Estancias, de 2009– que de la escritura propiamente diarística. En su belleza sombría, mortuoria y a la vez luminosa, revelan la ductilidad del diario, su condición de cuaderno de apuntes inmediatos, su resistencia a la uniformidad. Los fragmentos escritos en Montevideo y en Buenos Aires, por el contrario, regresan al modo de escritura más apegado a lo factual. Destacan las descripciones de la belleza masculina que prolifera en las calles y avenidas de Montevideo y Buenos Aires. La fruición contemplativa de estos pasajes tiene también que ver con el diario como escritura del deseo.
Buenos Aires es también la ciudad del cuarto cuaderno, brevísimo, de 1998. El autor recuerda aquí su viaje anterior, pero intenta ahora crear unas rutinas que lo incorporen como un habitante más a la vida de la ciudad. Estará solo una semana. A diferencia de Gante y Brujas, lugares en los que la conciencia se abismo en lo profundo de sí misma, la ciudad es aquí una especie de máquina de cambio de identidad: volverse uno más es volverse otro. Pasear como un porteño es dejar de ser quien se es.
Piscataway, 2006. Han pasado bastantes años. Otra estancia profesional, una nueva universidad norteamericana. El hermoso cuaderno escrito durante sus meses como profesor en la Universidad Rutgers consta de breves fragmentos escritos casi a diario en los que el autor parece atenerse a este deseo expresado en uno de ellos: “Debería volver a mis apuntes taciturnos y descarnados de la nada cotidiana. Hacer el recuento de la banalidad de cada día. Su resumen escueto y descarnado”. En efecto, lo atractivo de este cuaderno es el día a día de un poeta y profesor visitante entre Piscataway y Nueva York. Los breves fragmentos, nada pretenciosos, constituyen una modalidad nueva que enriquece este abanico de estilos que son los diarios de viaje de Castillo Zapata.
Este estilo será el predominante en los tres cuadernos finales: Nueva York, 2008; Madrid y París, 2009; Madrid, Buenos Aires y Córdoba, 2010. Visitas, cenas, lecturas, paseos, encuentros, compras. Todo ello enmarcado en una conciencia cada vez más aguda del paso del tiempo: “Cada vez me cuesta más sobrellevar la implacable prueba de los espejos. Los enormes espejos de los baños de estos hoteles bien acondicionados son casi una tortura: me obligan a asistir al triste espectáculo de mi cuerpo deteriorado”. El último de los viajes de este libro describe la participación en un congreso sobre Lezama Lima en Córdoba, Argentina. El diarista mezcla aquí anécdotas del congreso con reflexiones sobre la importancia de la conversación en la escritura lezamiana. Es el nombre del autor cubano, precisamente, la palabra con la que terminan estos diarios. No deja de ser revelador que la presencia del “peregrino inmóvil”, del “etrusco de la Habana Vieja”, figure como postrero talismán de estos diarios de viajes. Viajar ha sido también fijar en la inmovilidad de la página el vértigo de la mirada. El benjaminiano collage, autoría del propio Castillo Zapata, que figura en la cubierta y la contracubierta del libro, no es menos emblemático: sellos, billetes de barco y avión de diversas procedencias (Alemania, Francia, Bélgica, Italia, España): el viaje es esa conjunción, esa mezcla de lenguas y países; y el diario es la escritura de esa conjunción o confusión.
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