Por MICHAEL PENFOLD
En la Venezuela de hoy nacer en el interior del país es vivir una condena. Todos los venezolanos han sido impactados directamente por la alta inflación, el agobiante desabastecimiento y el racionamiento eléctrico, pero estos flagelos comienzan a tener un claro sesgo territorial. Y ese sesgo es por diseño gubernamental y no corresponde a una realidad geográfica ni mucho menos histórica ni cultural. Los diversos tipos de controles, pero muy especialmente aquellos vinculados con los temas de distribución de alimentos, medicinas y acceso a servicios básicos como la electricidad están pensados políticamente para que los grandes centros urbanos como Caracas no protesten ni se levanten. Caracas puede sufrir, pero Ciudad Bolívar debe sufrir aún más.
Vivir en Clarines o Lagunillas, o incluso en un pueblo más remoto como Timotes o Elorza, es un pasaporte inequívoco a la desigualdad y la pobreza. Es tan absurdo el actual conjunto de políticas públicas que esa experiencia geográfica que supone habitar en alguno de estos hermosos lugares, dotados de todo tipo de recursos, el gobierno la ha convertido en un pasivo insuperable. El actual modelo económico es tan moralmente injusto que no solo la población se está haciendo cada vez más pobre como consecuencia de la inflación y el desabastecimiento, sino que la desigualdad en todas sus dimensiones (individuales, pero también territoriales) ha adquirido carices verdaderamente aberrantes. Nunca ha sido históricamente más triste ser caraqueño que en esta época de escasez en la que empezamos a reconocer la ubicuidad de estas inequidades en el interior de Venezuela. Varias noticias corroboran el desespero ante semejantes desequilibrios. En una estación de radio colombiana, que reportó diligentemente la magnitud del número de personas que esperó la apertura del puente Simón Bolívar para pertrecharse del otro lado de la frontera, una periodista describió detalladamente la cantidad de autobuses que venían desde el oriente del país. Las 30.000 personas concentradas en el puente no eran solo tachirenses ni merideños ni zulianos sino que eran venezolanos de ciudades y pueblos lejanos, dispuestos a cruzar todo el territorio nacional para encontrar alimentos y regresar a sus casas un poco más aliviados.
Hace varias semanas, una cadena de supermercados en Acarigua recibió productos regulados de forma abundante. La fila de ciudadanos en pocas horas rebasó prácticamente 10 cuadras llaneras, de esas que caracterizan a esta ciudad. Miles de personas aguardaron pacientemente la entrega de los números para acceder al automercado por orden de llegada. Las autoridades se inquietaron y comenzaron a indagar de dónde venía tanta gente y, para sorpresa de ellos, no se habían trasladado únicamente de lugares aledaños como San Carlos, Tinaco, Guanare, Ospino o Tinaquillo, sino que habían arribado desde lugares más distantes como El Sombrero, San Fernando y Barinitas. Para las autoridades era evidente que se trataba de una operación de «bachaqueros» que venían de otras partes del país.
Inmediatamente, las fuerzas del orden público ordenaron traer unos autobuses para llevarse presos a algunos de estos «abusadores» y amedrentarlos para que no osaran comportarse nuevamente de esta forma. En pocas horas, después de interrogarlos, se les hizo evidente que aquellas personas no eran simples «saboteadores de oficio». Eran venezolanos de diversos estratos sociales adoptando estrategias de viaje cada vez más dramáticas y estrambóticas para poder superar la situación de escasez. Las autoridades, en un acto de sensatez, los dejaron en libertad.
Hace unos días un comentarista, quien además es fotógrafo, Javier Liendo, y a quien también le gustan los ejercicios digitales y cartográficos, escribió un muy interesante artículo utilizando datos sobre los linchamientos y los saqueos a nivel nacional para observar su distribución espacial. El mapa refleja que estos eventos parecieran estar concentrados fundamentalmente en zonas urbanas. Esto corrobora para Venezuela lo que es una regularidad empírica a nivel global: los saqueos cuando hay situaciones de escasez ocurren precisamente en zonas más urbanas, pues es donde están concentrados los comercios formales. Según este mapa, en las zonas rurales todo pareciera estar normal.
La película, sin embargo, está incompleta. La razón: el ejercicio no contabiliza las llamadas protestas por comida en zonas apartadas. En estas áreas geográficas las protestas no siempre se transforman en saqueos pues no hay comercios formales (lo cual no implica que no haya descontento). En las zonas rurales el fenómeno adquiere otra tonalidad. Aparecen otras formas de protesta que tienen una lógica diferente: en algunos casos son bloqueos pacíficos de vías para lograr que el gobierno atienda a la población y en otros casos los bloqueos derivan en actos violentos. Estas protestas buscan por medio de diversos mecanismos llamar la atención del gobierno para lograr ser atendidos y mitigar la emergencia alimentaria.
En Mucuchíes, a mediados de junio, los habitantes del páramo decidieron protestar enardecidamente por falta de comida, cerrando la carretera y quemando objetos. Rápidamente, el gobierno regional y el REDI de Mérida tuvieron que atender la demanda de la población. En Choroní, los campesinos que habitan en el Parque Nacional Henri Pittier se vieron forzados a hacer lo mismo y cerraron el acceso a los turistas. La gobernación de Aragua tuvo que responder.
Estos ejemplos, sin duda alguna aislados, ilustran cómo las poblaciones que viven en zonas remotas aprenden velozmente que las protestas por comida son un instrumento de lucha social efectivo. Representan formas de protesta legítimas que les permiten a los pobladores prender las alarmas ante las enormes fallas de unos sistemas de distribución que han sufrido como consecuencia de los controles de precios y los controles logísticos que el mismo gobierno ha estimulado.
Cuando el gobierno tarda en responder, como ocurrió en Cumaná, Aroa o Tucupita (que claramente no corresponden a espacios estrictamente rurales, pero sí a zonas urbanas en transición), las protestas escalan a situaciones más violentas e incluso se transforman en saqueos. Luego viene la represión y la búsqueda de los culpables.
Estas fallas en los sistemas de distribución son el resultado inequívoco de los controles de precios, así como de la imposibilidad del sector privado de atender la demanda por la falta de un sistema cambiario que le permita acceder libremente a las divisas para poder producir localmente o comercializar productos importados. En el fondo, entonces, la delicada situación venezolana es una crisis de abastecimiento inducida por un modelo económico draconiano. Pero la crisis, precisamente por lo extendido de estos controles tan absurdos y bizantinos, se ha convertido también en una crisis de distribución. Esta crisis de distribución ha impactado a su vez la desigualdad en el acceso no solo individual sino también territorial a los alimentos y los productos de cuidado personal.
Tres fenómenos explican por qué el colapso económico se está exacerbando y también por qué se han hecho más severos los problemas de distribución en el interior del país. Ciertamente, el problema, aunque importante, no está circunscrito a los bachaqueros (que controlan parcialmente la desviación del comercio). Y tampoco es solo llenar las tuberías de agua (como lo ilustra metafóricamente un conocido economista en un reciente artículo sobre el tema), pues mejorar el abastecimiento sería algo que sin duda alguna ayudaría, pero resulta que en algunas zonas del país ya ni siquiera se cuenta con esta infraestructura. Han desaparecido las tuberías: el sistema de distribución está quebrado y ha perdido su capilaridad.
El primer problema que aumenta la resonancia social del desabastecimiento es que el gobierno, al expropiar diversas cadenas mayoristas, terminó acabando con este canal de distribución, acusando a sus dueños de acaparadores o metiéndolos presos por estar desviando productos regulados. El sector comercial, al igual que el sector productivo, ha sufrido por nacionalizaciones y confiscaciones que lo han llevado a la ruina. El resultado es que los pequeños y medianos comercios en el interior del país, tanto formales como informales, que se surtían con los mayoristas para adquirir productos regulados, ahora no lo pueden hacer pues estos locales ya no existen. Esos comercios ahora tienen que acudir a aquellos canales minoristas de cierta escala que no hayan quebrado y que en su mayoría continúan operando fundamentalmente en los principales centros urbanos del país.
Es por ello que el bodeguero de Santo Domingo ahora tiene que hacer fila junto con los habitantes de Mérida para poder comprar en las diferentes cadenas de automercados, pues ya no puede comprarle a su antiguo aliado mayorista. Esto explica por qué las colas en este tipo de cadenas comerciales se están haciendo cada vez más largas y por qué la gente está dispuesta a hacer enormes recorridos geográficos para poder surtirse. Esto también ayuda a comprender por qué hay mayores niveles de protestas e incluso de saqueos. Es simple: cada vez son más personas compitiendo por menos productos en menos comercios.
El segundo problema es que el gobierno ha optado por crear regulaciones que permiten compensar a los trabajadores más por beneficios en cestatickets o mecanismos similares que por el pago del salario. Todo ello para minimizar las incidencias del aumento salarial sobre los pasivos laborales. Esta realidad es particularmente patente en el sector público, aunque algo similar está ocurriendo en el sector privado. Los beneficios no salariales con los que cuenta un venezolano que trabaja en el sector formal pueden llegar incluso a ser mucho más altos que su compensación salarial. Pero esta distorsión laboral tiene un problema: solo se pueden utilizar los cestatickets en cierto tipo de comercios formales.
El efecto de esto es doble. Ahora más personas persiguen menos productos regulados con más cestatickets, pero solo pueden pagar estos productos en un número aún menor de comercios formales (que son los únicos que aceptan este instrumento de pago).
Evidentemente, estos comercios son más numerosos en ciudades como Maracay o Puerto La Cruz que en La Victoria o El Tigre. El resultado son filas significativamente más largas para este tipo de establecimientos en todas las ciudades, pero son incluso más largas en aquellas ciudades intermedias del interior en las que los comercios que aceptan cestatickets se llegan a contar con los dedos de la mano. Esta tragedia es todavía mayor para una persona que trabaja para el sector público en una zona rural, pues no tiene alternativa: tiene que viajar inexorablemente a otras ciudades para poder comprar su mercado.
Y, por si fuera poco, como las personas no pueden utilizar los cestatickets para comprar productos en el mercado negro que controlan los bachaqueros (pues ellos no aceptan esta forma de pago), las personas tampoco pueden surtirse informalmente aun si quisieran pagar más por el mismo producto regulado. De modo que los cestatickets terminan haciendo a las personas más dependientes de estos productos y solo pueden acceder a ellos en un número cada vez menor de establecimientos. El círculo vicioso se ha intensificado.
Una de las consecuencias de este cambio en la dinámica del mercado informal de los bachaqueros es que este comerciante informal ya no provee servicios a la gente que antes atendía; por el contrario, ahora compite directamente con sus antiguos clientes es así como entra en un conflicto abierto con ellos por el acceso a los productos regulados. Es por esta razón que el comportamiento de este grupo de individuos se ha vuelto cada vez más violento en las colas. Los bachaqueros ahora también enfrentan la escasez: menos productos y más personas, muchas de las cuales antes les solían prestar servicios, demandando los mismos productos en las mismas tiendas minoristas. El conflicto, por lo tanto, también se ha concentrado.
El problema del transporte también se ha tornado muy complejo. No solo es cada vez menos atractivo comercialmente para los transportistas abastecer poblaciones que están más apartadas de los principales centros logísticos del país, sino que además es cada vez más inseguro. La probabilidad de que un camión sea saqueado o asaltado en el camino es cada vez más alta y, mientras más lejos sea el recorrido, más probable es la ocurrencia de un evento de esta naturaleza. La consecuencia: cada vez hay menos transportistas dispuestos a cubrir ciertas rutas, a menos que se les asegure protección. Frecuentemente se escuchan noticias de camioneros que llevan productos regulados hacia ciertas zonas del país —especialmente hacia Oriente— que piden ser escoltados por las fuerzas militares. Este aumento de la inseguridad induce una profundización tanto del desabastecimiento como de la inequidad en la distribución pues los transportistas, por razones perfectamente justificables, terminan favoreciendo ciertas rutas más seguras, así como aquellos centros urbanos más cercanos.
Venezuela está sumida en un juego diabólico que ha terminado por hundir la condición humana de los ciudadanos del interior. El sistema de controles que se ha impuesto en Venezuela no solo por razones económicas sino por razones morales debe ser desmantelado. Es una aberración que nadie puede justificar socialmente. Solo aquellos funcionarios que se benefician de la corrupción que genera semejante esquema pueden defenderlo. Y no hay duda de que esta situación tan absurda y abyecta quienes más la han padecido han sido las provincias del interior.
Pero hay algo más profundo, algo más humano: las personas del interior son gente y muchas veces más aguerridas que nosotros los que vivimos en la capital. Sí, gente, no un objeto que puede ser manipulado para que los habitantes de Caracas no protesten, para que en la Zona Metropolitana no se tenga que racionar la electricidad, para que en los principales centros urbanos se experimente un poco menos de escasez de alimentos o de productos de cuidado personal. Es por ello que esta situación tan desigual requiere ser revertida para poder restablecer los derechos individuales de todos los venezolanos, esos derechos que establece la Constitución Bolivariana (sí, el mismísimo librito azul de la revolución).
Este problema ya no es un asunto estrictamente económico. Es un asunto de la más elemental dignidad.