Por KRINA BER
La cercanía del 27 de enero, el día de la Conmemoración de las Víctimas del Holocausto, me trae el recuerdo del libro que tuve el placer de presentar en octubre pasado junto con José Tomás Angola, en un emotivo evento organizado por Librería El Buscón en la Sala TAC del Trasnocho. Se trata de Hombres que eran bosques, un conjunto de cuentos de Cesia Hirshbein, del sello Editorial Popular, en su colección Letra Grande, que vio la luz a finales de 2020. La celebración que debería suscitar cada publicación de literatura venezolana por una editorial española se había atrasado y diluido en las cuarentenas y la lejanía física de la autora tanto de España como, últimamente, de Venezuela.
Quiero creer que los libros tienen su propio tiempo, aun en la impaciencia cultural que caracteriza hoy el nuestro. Lo confirmó el entusiasmo de la inusitada cantidad de personas que, pese a la lluvia y las precauciones sanitarias, acudieron al evento “presencial” que Cesia Hirshbein se arriesgó a convocar en esta Caracas de espacios culturales menguados, diezmados por el chavismo, las ausencias y la pandemia.
Los cuentos
Que la cercanía del 27 de enero me hace retomar las palabras que pronuncié en aquel evento, no significa que Hombres que eran bosques sea otro de los muchos libros dedicados directamente al Holocausto. Los seis cuentos que lo componen son autónomos y muy distintos. Difieren en las historias, los escenarios, la atmósfera y el tono de contar.
Sin duda, es el tema del primer relato que proporciona el título al conjunto: Hombres que eran bosques. El protagonista venezolano, hijo de un sobreviviente, llega al pueblito donde nació y creció su padre. Espontáneamente nace una fuerte atracción entre él y la joven historiadora polaca encargada de los archivos. ¿Es posible una historia de amor en ese lugar, donde las casas y los árboles del bosque están manchados por los crímenes del pasado?
El segundo, Como un perro atravesado en la avenida, está ambientado en un barrio pobre de Caracas. El protagonista —malandro pero no “mala gente”— mantiene a su mujer e hijo haciendo entregas con su moto y, de vez en cuando, robando carteras, pero sin causar daños mayores a nadie. Hasta el día en que ocurre una desgracia: atropella a una persona.
El tercero, ELLA, cambia de tono y de ambiente. Su narradora —una mujer refinada y sensual pero abatida por el final de una relación amorosa— se embarca en un tour con programa de óperas en Austria y Alemania y describe con resignado humor las incomodidades e intrigas de un viaje organizado. ¿Llegará a rebelarse contra el reglamento prusiano del tour?
El largo camino hacia la cumbre nos devuelve a Caracas. El formato del misterio policial que relaciona dos asesinatos en el sector poco frecuentado del Ávila sirve de base a un canto a la montaña, a su atmósfera y sus secretos, místicos y orgánicos, celados por los exploradores de antaño.
Se hacen y se componen: La protagonista huyó de Caracas y de su padre —zapatero remendón, viudo y sobreviviente directo de los campos de exterminio—, cambió de nombre y tiene una vida nueva en Brooklyn. Aun así, ¿podrá librarse del pasado y de sus culpas cuando el departamento de identificaciones la encuentra para anunciarle su muerte?
Vieni vieni, la mia vendetta: Otra vez estamos en Caracas. La protagonista, dejada en el altar por su primer novio desarrolla una afición al esoterismo. La conjunción de los astros la guía hacia el nuevo hombre de su vida. Cuando, tras diez años de perfecta convivencia descubre la infidelidad del marido, prepara una venganza especial, asistida por las tres brujas de Quinta Crespo y su gurú espiritual de siempre.
Me gustan esos cuentos porque abarcan la vida entera desde un episodio clave. No se agotan en la pirotecnia de la brevedad; tienen substancia y nos dan el tiempo para sumergirnos en cada uno de ellos, sin por ello perder la tensión narrativa que se mantiene hasta el final.
Los temas
Los relatos, por más variados que sean, cuando se agrupan en un conjunto revelan las claves temáticas que no siempre destacan al leerlos por separado. Me sorprendió, por ejemplo, la reiterada presencia mística y poderosa, sea de figuras del pasado, como Humboldt y Bonplant que protegen a los caminos del Ávila, sea de seres mitológicos, como Medea en el cuento del marido infiel o ficcionales, como ELLA (SHE, de Rider Haggard): la secreta personalidad de la viajera del tercer relato. Tampoco podemos olvidar la sensualidad femenina que caracteriza esta narrativa. Sabemos cómo se ven los personajes, cómo se visten y caminan. La música, la ropa, el baño, la comida, la voluptuosidad de los rituales de maquillaje. Celebraciones. Gestos repetidos o tics, sonarse los dedos, sacudir la melena o pasarse la mano por el cabello. Las sensaciones y los sentimientos se manifiestan en el cuerpo; los recuerdos también.
No obstante —y aquí vuelvo al inicio de esta reseña— el tema prioritario es el Holocausto; y no digo “recuerdo del Holocausto”, porque recordar es hacerlo presente, tal como está en los relatos, a veces en primera fila, a veces solo una nube detrás de los acontecimientos narrados, cercana o lejana, según caso.
Hay algo que comparto con Cesia Hirshbein: ambas pertenecemos a la segunda generación marcada desde la cuna por los horrores vividos por sus padres. Los suyos la criaron en Venezuela imbuida en sus memorias; los míos optaron por ocultármelas detrás de una infancia (sí, feliz) en Polonia comunista. Pero, a la hora de escribir narrativa, para ninguna de las dos resulta posible ocultar la condición de ser hija de sobrevivientes. Por algún lado siempre asoma.
También en estos relatos de Cesia el Holocausto se manifiesta como un legado que pesa sobre los descendientes, imposible de comprender ni de eludir. Es el tema directo, doloroso, de Hombres que eran bosques y de Se hacen y se componen, pero también hay menciones, casi involuntarias, en otros. Las víctimas del psicópata del Ávila son judíos de ojos azules (¿característica “impostora” en el código nazi?). ELLA, la viajera del tour, se va a Alemania contra la voluntad de su madre —también una sobreviviente— y en algún momento asiste al evento musical “en honor a los cantantes de los festivales wagnerianos, que habían ido a parar a las cámaras de gas”.
Los gurús de autoayuda proclaman que el presente es el único tiempo que existe, al contrario de los pensadores como Montaigne y San Agustín que lo ven como una línea sin espesor temporal donde el pasado se transforma en futuro. Según algunas nuevas teorías científicas, pasado, presente y futuro pueden existir simultáneamente, en diferentes dimensiones: postulado que confieso no entender. Mi cita favorita sobre este tema viene del libro The story of Time de K. Lippincott (Grijalbo,1999) y trata del lenguaje de los maoríes. El término que emplea esa tribu para indicar el pasado, significa “el tiempo delante de nosotros” pues, como el pasado es cognoscible, siempre está “delante de nosotros” .
Esa es la forma en que se comporta el pasado en los cuentos de Cesia Hirshbein. De manera, a veces muy evidente a veces sutil, siempre está “delante de nosotros” e invoca la necesidad de justicia. La venganza falla, como lo demuestra el último cuento, en cambio la justicia restaura el equilibrio, no sé si cósmico, pero sí, el de cada relato, sea por un castigo real, o por lo que ocurre en la consciencia de los personajes. Estamos hablando de la justicia bíblica, en la que las culpas (y los traumas) de los padres recaen sobre los hijos. Es evidente en la historia de la hija del zapatero y la del hombre que busca sus raíces en Polonia, pero también fulmina con la inmediatez tropical la vida del motorizado del barrio. (Pocos sabemos que ese relato es un cierre de cuentas simbólico de la autora con el desconocido que la había atropellado rompiéndole las dos piernas). Se manifiesta después de veinte años con la captura del asesino del Ávila, pero también en el fallido proceso de venganza planificada por la esposa engañada del último cuento. Y ciertamente hay justicia restauradora de equilibrio cuando ELLA, la viajera, recupera la plenitud de su poder femenino.
Por último diría que los cuentos de Hombres que eran bosques cobran sabor y relieve con los elementos del subconsciente que se cuelan en la trama, añadiéndole riqueza semántica y verosimilitud. Para quienes tenemos la fortuna de llegar enteros a la tercera edad, el equipaje de la vida acumulada atrás permea lo que se escribe, queriendo o sin querer. Aparte de nuestra condición de hijas de sobrevivientes, comparto con Cesia Hirshbein el sabor de esa magia narrativa que te hace retomar retazos de recuerdos propios y transformarlos en ingredientes de una historia de ficción. Y ella tiene mucha vida detrás: inmigración en la infancia, años de entusiasmos y obsesiones literarias, su carrera académica y la pasión por la música, matrimonios y parejas, dos hijas, cuatro nietos, viajes, cambios, mudanzas y siempre, siempre mucho glamour. Y de alguna manera la narrativa lo refleja.
La autora
Cesia Hirshbein se reveló como narradora de ficción después de toda una vida como profesora titular de UCV. Durante varios años había sido directora del Instituto de Estudios Hispanoamericanos de la Facultad de Humanidades y Educación; también se desempeñaba como profesora visitante en las universidades de Jerusalén y de Londres. Lo que escribía en esos años eran artículos académicos en revistas especializadas, columnas de crítica literaria en los periódicos y libros de ensayo publicados por UCV y por la Academia de la Historia, libros sobre temas de literatura y hemerografía venezolana, sobre autores como Rufino Blanco-Fombona, Lisandro Alvarado y su amado Lezama Lima.
Al jubilarse puso punto final a su carrera académica. Los cuentos de su primer libro, Sombras sobre la luna de van Gogh (Lector Cómplice, 2014) ya demostraban su potencial narrativo, ratificado por el segundo conjunto, A media voz, publicado dos años después por Editorial Ígneo. Cesia siguió escribiendo cuentos —como lo demuestra el libro reseñado— en paralelo a proyectos de largo aliento. Tiene dos novelas terminadas, con sólida construcción y argumento: la primera está ambientada en la farándula de Venezuela y México en los tiempos de Jorge Negrete, y la otra, basada en una historia familiar, cuenta la vida de una sobreviviente de Holocausto emigrada a Israel. Que ambas permanezcan todavía inéditas, no la desanimó de seguir con la tercera, sobre el compositor Anton Bruckner y el breve reinado del emperador austriaco Maximiliano en México. Y me consta que nunca ha dejado de trabajar y afinar la narrativa con esa fórmula infalible que reúne entusiasmo, investigación, talento y disciplina.
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