Papel Literario

Los bordes y el corazón, los centros y la periferia: selvas, ríos y mundos de Canaima

por El Nacional El Nacional

Por HORACIO BIORD CASTILLO

1. Palabras iniciales

La novela Canaima, como la selva misma que el texto canta, retrata, explora y reinventa, presenta un inmenso retablo barroco sobre la Guayana venezolana, esa gran isla continental que abarca territorios de cinco países, cubierta de selvas, hogar de culturas ancestrales y tierra de tepuyes y grandes ríos, los bordes de un mundo otro y su corazón. La novela fue publicada en 1935 por la editorial Araluce (Barcelona, España), la misma que en febrero de 1929 publicara la primera edición de Doña Bárbara. Canaima aparece cuando aún Guayana era vista más como misterio y lejanía que como realidad y continuidad recreada de saberes y haceres ancestrales, susceptible de seguir recreándose, no exenta por tanto de magia e inconclusión de su ser y de su interpretación.

Se ha considerado que Doña Bárbara, Cantaclaro y Canaima constituyen la cúspide de la creación narrativa de Rómulo Gallegos. En ellas el paisaje (el Llano o la selva) adquiere una fuerza épica y es tratado de manera lírica, a la par que se convierte en importante elemento constitutivo de las historias ficcionales mismas de cada novela. Se puede añadir a ese grupo La trepadora, distinta ciertamente en el tratamiento del paisaje, pero de una gran fuerza y actualidad en su diagnóstico de la sociedad venezolana y los problemas sociales, habida cuenta de que Gallegos privilegió, en su obra literaria, la denuncia de las situaciones socioeconómicas del país. En 1949, ya en el exilio tras su breve gobierno, reconocía que «yo escribí mis libros con el oído puesto sobre las palpitaciones de la angustia venezolana» (Gallegos, 1977 II: 96). Así pues, Doña Bárbara, Cantaclaro, Canaima y La trepadora reflejan la madurez y el esplendor creativo de Gallegos como novelista.

Pero Canaima no es solo una novela del paisaje, de la selva concebida como una fuerza misteriosa y capaz de obnubilar, que con Doña Bárbara y Cantaclaro completaría el tríptico perfecto y en apariencia suficiente de la venezolanidad: el Llano, la selva y la aspirada «modernidad» urbana. Esta última queda esbozada, pero apenas como atisbos, en Reinaldo Solar y El forastero (primera y segunda versiones). Luego, con más fuerza, se plasmaría en La trepadora y de manera especial en Sobre la misma tierra, que exploran, respectivamente, herencias y prejuicios coloniales la una y raíces ancestrales, la otra, de la aún incipiente urbanización y los procesos de modernización del país, estimulados ambos fenómenos de manera creciente por la economía rentista surgida con la industria petrolera. Así se concluye el retrato ficcional de Venezuela que hizo Gallegos mediante sus novelas. Quedan por fuera los Andes y la costa, como región, abordada de modo parcial en Pobre negro y en las primeras novelas. Sobre todo, la omisión de los Andes resulta muy significativa, pues esa región era considerada como algo distinto a la venezolanidad y a lo venezolano (1), además de los enfrentamientos políticos con los andinos que directa o indirectamente ejercieron el poder entre 1899 y 1958.

Canaima es una novela del paisaje, pero no solo del paisaje físico sino de los paisajes espirituales, en especial los de su protagonista, de los paisajes espirituales y psíquicos de una región fronteriza, llena de pliegues inconmensurables y donde de nada sirven para entenderla las visiones planas, maniqueas, las confrontaciones ideales e idealizadas entre una noción de «bien» y otra de «mal», construidas y no esenciales, de las que escapan, por ejemplo, las deidades indias y sus historias. De igual forma es una novela de denuncia de la explotación del hombre y el ambiente, una novela de los confines y las situaciones fronterizas, no solo derivadas de límites geopolíticos sino fundamentalmente de isoglosas culturales y humanas, en general, de múltiples ecotonos o transiciones ambientales, psíquicas y conductuales que se pueden aprehender de las historias ficcionales. Es susceptible de leerse, en consecuencia, como una novela de bordes entre una cultura y otra, entre unas costumbres y otras, entre unos sentimientos y otros, entre un paisaje y otros muchos, físicos o psíquicos, que quizá el novelista describió o sugirió sin proponérselo porque acaso la fuerza de lo fronterizo lo tomó y guió.

La perspectiva actual, más de ocho décadas después de la primera edición de Canaima, configura unas condiciones de lectura y recepción muy especiales. Se ha vuelto a enfatizar la percepción de los ecosistemas guayaneses como reservorios de ingentes e inagotables recursos naturales que pueden ser explotados sin miramientos ecológicos ni cuestionamientos bioéticos. A la par ha surgido un creciente interés por las bellezas escénicas de los paisajes amazónicos así como, en un sentido más amplio no solo aplicable a Guayana y a lo guayanés, por la diversidad sociocultural y lo étnico, esto último de cierta manera similar a sentimientos de curiosidad por lo «exótico» y prácticas culturales desritualizadas. Ello implica filias hacia lo distinto asumido como «raro», hacia alteridades que cuanto más extremas puedan ser resultan de forma proporcional más seductoras.

Se abre, remozada, una novedosa y propicia ocasión para aproximarse a Canaima, no como una novela sobre el angustiante pasado, sino sobre el no menos angustiante y tenebroso presente, para hacer lecturas que enriquezcan las interpretaciones y valoraciones hechas hasta ahora. Es posible, en consecuencia, delimitar tres ejes o claves para acercarnos a la novela: los referentes geográficos y socioculturales, los contextos ficcionales y la historia de Marcos Vargas.

2. Canaima y la crítica

Canaima ha sido una novela afortunada. Andrés Iduarte, poco después de su publicación, indicó que Canaima es el pináculo de una obra que comenzó con unos cuentos –Los aventureros–, y con un drama –El milagro del año–, representado en Caracas (Iduarte 1984: 38).

Y más adelante recuerda:

En una lectura pública en el «Centro de Escritores y Artistas», tuvo Madrid el primer contacto con esa obra, a la que nosotros ya habíamos tenido oportunidad de augurar un éxito redondo. Con su sencillez, venezolana, leyó un capítulo Gallegos, y ante la exigencia del público, varios del libro entonces inconcluso. Yo no he oído aplaudir nunca, en forma semejante, la simple lectura de una novela, y hecha sin el propósito de ganarlos y casi –tal es la modestia y el recato de Gallegos– casi con el deseo de evitarlos. Ese fue el antecedente del éxito alcanzado al ser publicada ahora por la Editorial Araluce (pp. 39-40).

Ese aplauso a los borradores o versiones iniciales inéditas, en una España que se aproximaba a las adversidades y los cruentos estragos de la Guerra Civil, era el saludo premonitorio a la favorable recepción que se le tributaría a Canaima.

En una nota publicada en el diario La Nación de Buenos Aires (Argentina) el 17 de noviembre de 1935, el mismo año de la aparición de la novela, y reproducida por El Heraldo de Caracas poco más de un mes después, el 26 de diciembre, a escasos días de la muerte de Juan Vicente Gómez, se da cuenta de que:

Vuelve con Canaima la última obra de Rómulo Gallegos a robustecerse el concepto de gran novelista de América que ya se había presentido en anteriores producciones de este vigoroso escritor venezolano. Doña Bárbara fue algo así como la definición de su talento. Canaima puede ser su consagración (Barceló Sifontes-Abreu 1995: 19)

Así, pues, las primeras lecturas de la obra sugieren ya su importancia, que la posteridad se encargará de confirmar. De allí la trascendencia del testimonio de Iduarte y de esta nota germinal de la posterior apreciación de la novela de Gallegos.

Comparando el abordaje regional, en este caso referido a los vastos espacios orinoquenses y amazónico-guayaneses, la nota insiste en que:

¡Tremendo escenario el suyo! Recia y bullante [sic] la savia que corre por las arterias del lenguaje, aquietada en la descripción del paisaje llanero; tumultuosa y galopante en el relato de la selva brutal y en el fervor de las pasiones recónditas; sibilante y agorera en la remansada quietud del aborigen supersticioso. Complétanse así los horizontes de ese mundo abismal que José Eustasio Rivera, el otro magnífico narrador de la vida tropical en el ángulo noroeste de nuestro continente americano, ha trazado con mano maestra en La vorágine. Y como en esta última la selva es también una sombría y fatal divinidad que flota sobre las montañas y los bosques, que fluye de las tormentas y de los hombres y de las alimañas (p. 19).

De esta manera se sientan, pues, las perspectivas iniciales de aproximación a Canaima y su visión de novela de la selva.

Un aspecto discursivo, tempranamente advertido también en la nota, se expresa en la siguiente idea: «La frase de Gallegos es rica en expresión, en color y en fuerza sanguínea. Forma con la lujuriante fascinación del paisaje una sinfonía en tono mayor» (p. 19) y se agrega un elemento que luego será retomado por muchos lectores y analistas posteriores:

Participa la obra del escritor venezolano en la categoría del poema por su hondura emocional y por la sugestiva síntesis de los elementos. Poesía serena y grave destellan sus pinturas de lugares y cosas. Poesía trágica emana de la violencia desatada por la naturaleza o por la guapeza de los hombres (p. 20).

No en balde la fuerza lírica del tratamiento literario del paisaje hace de Gallegos un poeta en prosa, recordando como lo quería Alfonso Reyes (1989: 85-86) que toda literatura es poesía, más allá de su forma expresiva: verso o prosa. Dice el poeta Luis Beltrán Mago, miembro correspondiente de la Academia Venezolana de la Lengua por su nativo estado Sucre, que Gallegos es uno de los mayores poetas venezolanos, un poeta del paisaje al que le canta con un lenguaje sublime y esa elaboración lírica llena de poesía las descripciones y narraciones del novelista (comunicación personal, 2019).

Concluye esta nota augural con unas frases lapidarias: «El todo es una pujante creación, una gran novela de América, un poco salvaje, en extremo agria y maciza, bien maciza como la tierra mineral y como el alma indomable de los seres que la habitan» (p. 20). La perspectiva contemporánea a la aparición de la novela intuye los logros de la obra y prefigura o determina, en cierto sentido, la recepción que recibirá posteriormente en el mundo hispánico.

Desde entonces diversos estudiosos han llamado la atención sobre la importancia de Canaima. Entre otros, Mariano Picón-Salas en su estudio Formación y proceso de la literatura venezolana publicado pocos años después de la aparición de la novela asienta que:

Remontando lo profundo de la historia y de los orígenes venezolanos –como en esas curiaras donde sus héroes suben por el Orinoco a buscar una como imposible liberación–, Gallegos escribe Canaima. Aquí se viaja a los primeros mitos de América; a la Venezuela más internada, a ese mundo mítico de dioses y razas desaparecidas que cada venezolano, cada suramericano, lleva en el subconsciente ancestral (Picón-Salas 1940: 220) (2).

Por su parte, Juan Liscano, uno de los principales estudiosos de Gallegos, al referirse al gran escritor, asienta que «Canaima para mí, señala el punto culminante de su obra. Antes que novela de la selva, es la novela de Marcos Vargas, su principal protagonista, otra figuración extraordinaria del existir venezolano» (Liscano 1961: 126).

Para Óscar Sambrano Urdaneta y Domingo Miliani (1995 II: 30), en su excelente manual de literatura hispanoamericana, Canaima se ha definido como la novela de las selvas guayanesas. En ella prevalecen los rasgos de técnica y estilo […] del mundo novelístico de Gallegos. Su temática, no obstante, adquiere singularidad, porque resume la intensidad situacional de novelas como Doña Bárbara y algunos de los cuadros más patéticos de Cantaclaro, aunados estos materiales a una elaboración lírica del paisaje, más sintética y efectiva, como tal vez no se encuentre en otras páginas del novelista.

Una obra especial para entender Canaima es, sin duda, el libro de Manuel Alfredo Rodríguez (1984) Y Gallegos creó Canaima…, con hermosas fotografías de Thea Segall. En el volumen las imágenes, fragmentos de la novela y las notas históricas se conjugan con los apuntes de Gallegos en edición facsimilar para ofrecer tanto al lector común como al estudioso una contextualización gráfica e histórica de la novela y sus referentes y materiales para su análisis. El estudio de Rodríguez, titulado Gallegos en tierras de Canaima (pp. 23-42), luego incluido en la recopilación de Canaima ante la crítica (Barceló Sifontes-Abreu 1995: 129-147), es de gran importancia para comprender el proceso creador de la obra.

En 1991 apareció la edición crítica de Canaima coordinada por el profesor e investigador francés Charles Minguet. Sin duda, se trata de la principal obra de referencia para aproximarse a la novela de Gallegos, por los estudios y notas que la acompañan, así como la acertada y cuidadosa transcripción de los apuntes de Gallegos, cuyos facsímiles había incluido Rodríguez en su libro. La edición de Minguet se divide en cuatro partes:

1. La sección introductoria (pp. [XII]-XXIV) con una presentación de José Balza, quien al reflexionar sobre las posibilidades simbólicas de la novela afirma que «Canaima parece imponerse sobre su autor» (Balza 1996: XVI) y cobrar fuerza y vida propias; la introducción del coordinador, escrita por Minguet; y una «Nota filológica preliminar»;

2. El texto de la novela (pp. [1]-273), lo establecen Minguet y Efraín Subero, uno de los más importantes estudiosos de la obra de Gallegos. Los mismos autores elaboraron además las 722 notas explicativas, que incluyen abundante léxico, así como precisiones botánicas, zoológicas, geográficas, históricas y etnográficas y un mapa con los principales referentes geográficos de la novela;

3. Un apéndice con el Cuaderno de trabajo de Gallegos o apuntes en su viaje de documentación a Guayana en 1931, transcrito por Gustavo Guerrero (pp. [275]-300);

4. Una cronología elaborada por François Delprat (pp. [301]-306);

5. La Historia del texto (pp. [307]-356) con estudios de Efraín Subero: Génesis de Canaima, Gustavo Luis Carrera: Canaima y sus contextos, Pilar Almoina de Carrera: Canaima: arquetipos ideológicos y culturales, François Delprat: El realismo poético de Rómulo Gallegos: recepción crítica de Canaima;

6. Diversos ensayos sobre la novela (Lecturas del texto, pp. [357]-514) con trabajos de Gustavo Guerrero: De las notas a la novela: el memorándum de Gallegos y la génesis de Canaima, Janine Potelet: Canaima, novela del indio Caribe, Françoise Perus: Universalidad del regionalismo: Canaima de Rómulo Gallegos; Pedro Días Seijas La realidad y el mito de la selva en Canaima, Maya Schärer: Canaima o la fundación de lo imposible y Roberto González Echevarría: Canaima y los libros de la selva;

7. Una bibliografía preparada por François Delprat ([515]-525; y

8. Una sección, solo incluida en la segunda edición de 1996, con textos en inglés (pp. [527]-562): John S. Brushwood: Inside and outside Canaima, Juan Liscano: An imaginary interview with Rómulo Gallegos in limbo y Rafael Castillo Zapata: Catalysis and catharsis in the narrative dynamic of Canaima: an essay in textual chemistry.

Lyll Barceló Sifontes-Abreu (1995) compiló el valioso volumen Canaima ante la crítica que reúne textos de Gustavo Luis Carrera, Artur Lundkvist, Angel Damboriena, Waldo Ross, Orlando Araujo, Domingo Miliani, Juan Gregorio Rodríguez Sánchez, Jesús Sanoja Hernández, Luis Octavio Bedoya, Manuel Alfredo Rodríguez, Armando Rojas Guardia, Juan Liscano, Efraín Subero y la propia compiladora, además de una entrevista realizada por Héctor Mujica a José Vicente Abreu.

Una edición reciente de Canaima es la de Fundavag Ediciones (Gallegos 2018: [676]-1019), que reúne las novelas galleguianas del Llano y la selva, coordinada por Federico Prieto, con asesoría editorial y prólogo de Oscar Rodríguez Ortiz, quien señala que

La publicación de Doña Bárbara, Cantaclaro y Canaima en un mismo libro es un viejo deseo de los lectores de Rómulo Gallegos, una vieja necesidad desde el punto de vista de los clásicos nacionales» y agrega que «Las tres novelas capitales de Gallegos constituyen un hito de la literatura venezolana moderna, que serán siempre objeto de estudio y de culto entre los lectores de las letras nacionales y latinoamericanas (Rodríguez Ortiz 2018: 25).

No cabe duda de que Canaima constituye una obra fundamental, un clásico venezolano, que se proyecta con fuerza propia al porvenir, como parte del más legítimo patrimonio discursivo y literario de nuestro país.

3. Claves de lectura

3.1. Referentes geográficos y socioculturales

Con frecuencia en el imaginario social se registra la selva como una portentosa fuerza, generalmente destructiva, que todo se engulle sin miramientos, piedad ni tregua. También se percibe como un vergel de infinita exuberancia y fertilidad, a la par que asiento de sociedades y culturas milenarias vistas a veces como «agresivas» y otras muchas también como «primitivas» y atrasadas. En el caso de Guayana quizá a ello contribuyeron relatos antiguos de la época colonial, como los de sir Walter Raleigh, y las crónicas de los misioneros y luego, en el ámbito literario, la novela de José Eustasio Rivera. En cambio, El soberbio Orinoco de Julio Verne (1979) parece haberse divulgado escasamente entre lectores venezolanos hasta finales del siglo XX (Yanes 1979: [8]).

Gallegos, en Canaima, retrata la Guayana venezolana a través de tres de sus elementos constitutivos: los ríos, la selva y los pueblos. Para documentarse, tal como había hecho con sus otras novelas, en especial con Doña Bárbara y consecuentemente con Cantaclaro al viajar al estado Apure en la Semana Santa de 1927, Gallegos pasa en Guayana 25 días entre el 15 de enero, cuando aterriza en un pequeño avión en la capital del estado Bolívar, y el 8 de febrero de 1931, poco antes de salir al exilio, primero en Estados Unidos y luego en España, para eludir la senaduría ofrecida por el gobierno de Gómez. Como señala Manuel Alfredo Rodríguez (1984: 27),

Gallegos disponía de poco tiempo y en aquellos días su plan de viaje era impracticable. Entre enero y marzo o abril los vapores no remontaban el Orinoco mermado por el verano y el viaje a los occidentales distrito de la sarrapia –Sucre [capital Maripa] y Cedeño [capital Caicara del Orinoco]– se hacía en lentos buques de vela. Entonces prefirió cambiar de ruta e internarse en los auríferos y balateros distritos Piar [capital Upata] y Roscio [capital Tumeremo] de la sudoriental región del Yuruary

Gallegos se queda en Ciudad Bolívar hasta el 20 de enero y ese día viaja en automóvil por el paso del Caruachi hasta Puerto de Tablas o San Félix, de allí pasa a Upata, Guasipati y Tumeremo, adonde llega el 24 de enero. Permanece en dicha ciudad hasta el 28 y, por vía aérea, retorna a Ciudad Bolívar. Días más tarde regresa a Caracas, por tierra, a través de los llanos orientales y guariqueños.

En una pequeña libreta hace anotaciones que luego le servirán para escribir la novela, tal como sucedió con los grandes relatos llaneros. Los tres principales referentes geográficos de Canaima son Ciudad Bolívar y sus alrededores; el antiguo territorio del Yuruary, donde sobresalen ciudades como Upata, Guasipati, El Callao y Tumeremo, sus grandes ríos y vastos espacios, entre sabanas y selvas; y el hoy estado Amazonas, donde se ambienta la última parte de la novela, cuando Marcos Vargas decide refugiarse en una aldea maquiritare o ye–kuana del río Ventuari. El narrador le atribuye a Marcos Vargas un fuerte amor por los estudios geográficos y, en la novela, podemos documentar la precisión orográfica, hidrográfica y onomástica, manifestada en la exactitud de los referentes empíricos y la rigurosa toponimia de la que se hace gala. Sobre Marcos Vargas dice:

Fue allí [en Ciudad Bolívar] donde adquirió desde niño y con la eficacia de un vigoroso instinto aplicado a su objeto propio los únicos conocimientos que le interesaban. La geografía de la vasta región, que luego sería el escenario fugitivo de su vida de aventurero de todas las aventuras (Cap. I).

Dos ejemplos bastarán para ilustrar este carácter de fidelidad geográfica que se manifiesta de manera tan clara en Canaima:

Término sereno, como el acabar de toda grandeza, ya próximo el mar inevitable, el Orinoco se ensimisma en los anchos remansos de las bolinas del Delta para arreglar sus cuentas confusas, pues junto con las propias, que ya no eran muy limpias, trae revueltas las que le rindieron los ríos que fue encontrando a su paso. Rojas cuentas del Atabapo, como la sangre de los caucheros asesinados en sus riberas; turbias aguas del Caura, como las cuentas de los sarrapieros, a fin de que fuese riqueza de los fuertes el trabajo de los débiles por pobres y desamparados; negras y feas del Cunucunuma, que no es el único que así las entrega; verdes del Ventuari y del Inírida, que se las rindió el Guaviare, revueltas del Meta y del Apure, color de la piel del león; azules del Caroní, que ya había expiado sus culpas en los tumbos de los saltos y con las desgarraduras de los rápidos… Todas estaban allí cavilosas (Cap. I).

Y este otro párrafo:

Venezuela del descubrimiento y la colonización inconclusos. Pero la de la brava empresa para la fortuna rápida: selvas caucheras desde el alto Orinoco y sus afluentes hasta el Cuyuni y los suyos y hasta las bocas de aquél, sarrapiales del Caura, oro de las arenas del Yuruari, diamantes del Caroní, oro de los placeres y filones inexhaustos del alto Cuyuni… Guayana era un tapete milagroso donde un azar magnífico echaba los dados y todos los hombres audaces querían ser de la partida (Cap. I).

Es importante distinguir en la Guayana venezolana, y en estos párrafos citados se puede ver con fluidez, la zona oriental (estado Amazonas) y la occidental (estado Bolívar), esta última (el Yuruary) fue la visitada por Gallegos en su viaje de 1931 y documentada de forma personal, mientras que para la otra el autor se debió servir de otros trabajos y descripciones geográficas. El realismo documental y crítico, junto a la perspectiva regional, juegan un papel fundamental en esta visión fidedigna de la realidad geográfica que se constituye en el referente de la narración. Debe destacarse que cuando Gallegos visitó Guayana todavía no habían ocurrido dos acontecimientos importantes para el conocimiento etnográfico y geográfico de la región: la llegada de los misioneros capuchinos a la Gran Sabana a través de la Sierra de Lema, por el paso conocido como La Escalera, que luego tendría lugar en 1933 ni la exploración de las fuentes del Orinoco y la fijación exacta de sus nacientes, que lo haría en 1950 la expedición venezolano-francesa al mando del capitán Franz Rísquez Iribarren. La Guayana guardaba todavía entonces con gran celo sus misterios, como aún guarda muchos otros.

No solo son los referentes geográficos los aspectos que pueden destacarse como elementos reales en Canaima. También los referentes socioculturales: los modos de vida de la sociedad guayanesa en Ciudad Bolívar y Upata, los comerciantes, los mineros, purgüeros que buscaban el balatá y demás frentes extractivistas, incluidos los mineros, los modos de vida de campesinos y pequeños ganaderos, más la visión de la historia, como las alusiones a las antiguas misiones religiosas que estuvieron presentes durante la época colonial.

Adicionalmente juegan un papel fundamental las referencias a los pueblos indígenas guayaneses y a sus costumbres, creencias, culturas e idiomas, como los guaraúnos, (waraos), arecunas (pemones), maquiritares (ye»kuanas), waikas (akawaios). En esto debe distinguirse las meras referencias socioculturales y lingüísticas de una gran riqueza y las observaciones (tesis ideológicas) que el narrador desliza en el relato de las historias ficcionales, pero que contrastan con la recreación literaria en la que es posible advertir la ambivalencia con respecto a los indios y a lo indio. Una de tales observaciones es la siguiente afirmación del narrador: «Son los guaraúnos del bajo Orinoco, degenerados descendientes del bravo caribe legendario» (Cap. I, negritas añadidas). Otra es una pregunta que se hace a sí mismo Marcos Vargas: «Pero ¿no sería ya la raza indígena, degenerada por enfermedades, sin cuidado ni precaución y por falta de cruzamientos y por alimentación insuficiente algo total y definitivamente perdido para la vida del país?» (Cap. 18, negritas añadidas). Estas consideraciones muestran las contradicciones de la cultura venezolana sobre los pueblos indígenas, sus aportes culturales y su enriquecedora presencia como segmentos sociales cultural y lingüísticamente diferenciados con derechos derivados de su condición de pueblos anteriores a la constitución misma del Estado venezolano (3). En este sentido, la idea de «tierras vírgenes», por ejemplo, es solo una expresión del imaginario social de la sociedad venezolana como herencia colonial y práctica neocolonial, pues los indígenas por milenios han vivido en los ecosistemas guayaneses y los han explotado sin alterarlos significativamente.

También se documentan negros provenientes del Esequibo y la aún entonces Guayana Inglesa, así de las Antillas, quienes luego originarían la cultura afro-caribeña de El Callao, tan característica de la región oriental del estado Bolívar. De igual manera se refieren colombianos provenientes de las regiones limítrofes en los llanos del Orinoco, cuya soberanía colombiana aún no había sido reconocida por Venezuela. También los europeos que se enamoran del trópico y se quedan para siempre en estas tierras que los animan más que las suyas propias, como es el caso de (el conde Giaffaro, Mr. Davenport y del inglés Reed). Son expresiones de esa condición de regiones de fronteras culturales, más allá de los límites geopolíticos, que convocan, ayer como hoy, espíritus inquietos.

3.2. Contextos ficcionales

La novela se inicia con una invocación lírica del río Orinoco como una fuerza majestuosa, a la vez que salvaje y violenta: «Bocas del Orinoco. Puertas, apenas entornadas todavía, de una región donde imperan tiempos de violencia y de aventura…» (Cap. I). En ella el gran río cobra una fuerza especial:

Término fecundo de una larga jornada que aún no se sabe precisamente dónde empezó, el río niño de los alegres regatos al pie de la Parima, el río joven de los alardosos escarceos de los pequeños raudales, el río macho de los iracundos bramidos de Maipures y Atures, ya viejo y majestuoso sobre el vértice del Delta, reparte sus caudales y despide sus hijos hacia la gran aventura del mar: y son los brazos robustos reventando chubascos, los caños audaces que se marchan decididos, los adolescentes todavía soñadores que avanzan despacio y los caños niños, que se quedan dormidos entre los verdes manglares (Cap. I).

Ese paisaje queda visto como una región virgen, según el imaginario social sobre las regiones selváticas de la Guayana y la Amazonia:

Verdes y al sol de la mañana y flotantes sobre aguas espesas de limos, cual la primera vegetación de la tierra al surgir del océano de las aguas totales; verdes y nuevos y tiernos, como lo más verde de la porción más tierna del retoño más nuevo, aquellos islotes de manglares y borales componían, sin embargo, un paisaje inquietante, sobre el cual reinara todavía el primaveral espanto de la primera mañana del mundo (Cap. I, negritas añadidas).

Está condensada aquí la visión espectral de Guayana, como espacio geográfico que guarda la apariencia de lo recientemente creado, lo prístino e impoluto. La tierra acabada de nacer, virgen y, por tanto, fuera de la historia.

Esa visión se corresponde con la recreación literaria de la selva, el estatus de fuerza autónoma y autárquica que se le atribuye. Una expresión reiterada a lo largo de la novela la sintetiza: «¡Árboles, árboles, árboles!», el reino de la selva donde no hay más que árboles y vegetación, es decir, las fuerzas de lo vegetal, su enorme potencia. Estas imágenes muestran el poderío atribuido a la selva:

Una sola bóveda verde sobre miríadas de columnas afelpadas de musgos, tiñosas de líquenes, cubiertas de parásitas y trepadoras, trenzadas y estranguladas por bejucos tan gruesos como troncos de árboles. ¡Barreras de árboles, murallas de árboles, macizos de árboles! Siglos perennes desde la raíz hasta los copos, fuerzas descomunales en la absoluta inmovilidad aparente, torrente de savia corriendo en silencio. Verdes abismos callados… Bejucos, marañas… ¡Árboles! ¡Árboles! He aquí la selva fascinante de cuyo influjo ya más no se libraría Marcos Vargas. El mundo abismal donde reposan las claves milenarias. La selva antihumana (Cap. XII, negritas añadidas).

No se trata solo de la selva como formación florística, es la selva como obstáculo, antihumana, abismal, es decir, no la selva real, la selva de la realidad empírica, sino la selva recreada: la selva como barrera y muralla, como negación avasallante de lo humano y su potencial domesticador a la vez que destructor. La selva y la presencia del hombre ante ella adquieren visos de violencia y tensión extremas, pero no se llega a la tragedia de La vorágine, por ejemplo.

En el Orinoco confluyen las aguas de gran parte del país, por ello el narrador exclama «todo el paisaje venezolano bajo un trozo de su cielo» (Cap. I), todo porque los ríos y caños, las escorrentías, han exprimido el paisaje, los suelos, los bosques, las montañas, las vertientes y llevan las aguas y las confunden en el gran caudal del río: ¿padre o hijo?, ¿río padre por su tamaño imponente y su apariencia de patriarca o río hijo que recibe las aguas de tantas otras corrientes más pequeñas, menores, algunas casi insignificantes? Como dice el señor Varinas, un personaje de El soberbio Orinoco refiriéndose al gran río, «No se trata de saber de quién es padre […] sino de quién es hijo» (Verne 1979: 17).

Las tramas de la novela se desarrollan en torno a las situaciones socioeconómicas generadas por las actividades productivas, principalmente la minería de oro, la extracción de balatá y caucho, las faenas agrícolas, sumado a los abusos del poder político, el caciquismo y la escasa institucionalidad y presencia efectiva del Estado venezolano, así como la adecuación del ritmo de vida a las actividades productivas allí desarrolladas:

Sonaba todavía por allá el trabajo cantarino de la mandarria del herrador contra el yunque, tintineaban las colleras de las mulas de otros convoyes que venían llegando o ya se ponían en camino, y aquí y allá, en las cosas y en las palabras que al paso se escuchaban –en la talabartería, la herrería o la carruajería– todo giraba en torno a la vida del carrero. En el aire flotaba el olor de las bestias. Por las conversaciones pasaban caminos. Camino de San Félix, camino de Tumeremo, camino de El Callao, camino de El Palmar… En Upata de los carreros todo viajaba (Cap. III).

Un elemento importante de la escasa institucionalidad del Estado en la ficción literaria de Canaima son los caciques locales, que recuerdan las actuaciones de los Monagas en el oriente del país. El fenómeno sociopolítico, de grandes implicaciones económicas, del caciquismo se centra en las figuras de los hermanos José Gregorio y José Francisco Ardavín y su primo Miguel Ardavín. El jefe civil recreado en la novela es Apolonio Alcaraván, que no deja escapar ocasión de enriquecerse o aprovecharse materialmente, aun con engaños como el que le propone a un sacristán que un Viernes Santo se dirigía a probar suerte en las minas de oro. Este jefe civil, a diferencia de su homólogo de Doña Bárbara, es un hombre simpático que se gana la indulgencia de los vecinos. Surgen también figuras que muestran la fascinación que sobre ellos ejerce el trópico, el lado amable de la selva por decirlo de alguna manera, como el conde Giaffaro, el norteamericano Mr. Davenport y el inglés Reeds. Las escenas de la explotación purgüera alcanzan un gran dramatismo y recuerdan las páginas de La vorágine y, antes, un relato de viaje de Francisco Michelena y Rojas referido al actual estado Amazonas (Michelena y Rojas 1989).

Todo ello permite datar la historia ficcional a finales de la década de 1910 y principios de la de 1920, cuando aún no se había comenzado la explotación del petróleo al que no hay referencias explícitas ni se había iniciado aún el tránsito automotor.

Por otro lado, la presencia de los pueblos indígenas y sus culturas refuerza la idea de la virginidad de la región y en cierta forma, aunque contradictoria, humaniza la selva, dotándola de un sentido benévolo que contrasta con el carácter alucinante y abismal que se le atribuye como fuerza destructora. Los indígenas en la novela no son presencias angelicales ni enteramente demoníacas, aunque la idea de la magia y la manipulación de fuerzas sobrenaturales están presentes como un tema importante en las historias ficcionales. De hecho, el título alude por igual a una zona y a una creencia indígena, que es la brujería o kanaimö.

El tema del honor y la venganza se reitera en las vidas de los personajes que claman por su reputación y buen nombre ante los atropellos del poder político y económico y la violencia de hombres de presa. Un tema esencial es la actividad económica sin presupuestos éticos. Son memorables las referencias a las casa de comercio, como las de un dos hermanos corsos llamada Vellorini Hermanos con sedes en Upata y Tumeremo, Los Argonautas y el tren de carros de don Manuel Ladera, un personaje visto con gran amabilidad, así como las relaciones familiares y el parentesco como mecanismo de cohesión social.

Por la novela desfilan una serie de personajes, algunos de tono malvado con el Cholo Parima, reflejo de la violencia cauchera en el Río Negro, el Atabapo y el Vichada o el Sute Cúpira; y otros de gran interés como Juan Solito que, en parte, recuerda al Juan Primito de Doña Bárbara. Juan Solito, como doña Bárbara, ha aprendido la manipulación de fuerzas sobrenaturales con los indígenas.

3.3. Historia de Marcos Vargas

Como han señalado Óscar Sambrano Urdaneta y Domingo Miliani (1999 II 33):

Canaima es, por excelencia, la novela de la selva. Así la han clasificado los historiadores y críticos. Pero, además es la novela de personaje más perfectamente diferenciado y nunca perdido en las tramas de la obra. La unidad escalonada de la estructura externa no es otra cosa que el ascenso progresivo de su centro vital, Marcos Vargas. Hacia el encuentro de sí mismo, es un derrotero de acción que se traza desde el primer capítulo, cuando el personaje nos es presentado con una frase de reconocimiento («Se es o no se es») que se erige en leit-motiv y lo acompaña hasta su última aparición en la obra. En Marcos Vargas está localizada la visión de todos los paisajes. Es el factor aglutinante o el motivo impulsor de todos los conflictos. Todas las situaciones giran alrededor de él. Las líneas accionales son apenas nervaduras del gran eje central de la novela

Marcos Vargas es un muchacho angostureño, cuya madre se preocupa por su educación y, como a tantos jóvenes del oriente venezolano y la Guayana, se le envía a la cercana isla de Trinidad, entonces todavía colonia británica tras haber sido dominio español, para que estudie según la disciplina inglesa y aprenda el idioma inglés. Pasa allí unos cuatro años y regresa entonces a Ciudad Bolívar, pero su padre un pequeño propietario dueño de una tienda llamada «Salsipuedes» muere y deja sumida a su esposa, doña Herminia, en grandes deudas. Es cuando Marcos Vargas toma la decisión de irse a la región minera del Yuruari, en el este del estado Bolívar, a probar suerte. Siendo aún muy joven, acuerda la compra de un tren de carros con don Manuel Ladera, establecido en la ciudad de Upata, quien desde el principio simpatiza con el joven, a cuyos padres conoce, y se convierte en uno de sus benefactores y colaboradores o ayudantes. Sin embargo, la violencia imperante en la zona minera, sometida además a los vaivenes de la política y el caciquismo y los concomitantes intereses económicos, dificulta la realización de las aspiraciones laborales del joven Vargas. A ello se suma la exposición temprana a la rabia y los resentimientos heredados. Así, de joven emprendedor pasa a convertirse en un honesto empleado en las empresas purgüeras.

En Marcos Vargas se resumen algunos rasgos relevantes: el amor incondicional a la madre y, por ende, el concepto de familia y las obligaciones de los hijos para con los padres; la importancia del honor y su restitución, aun si con ello debe derramarse sangre, como con la muerte del Cholo Parima, asesino de su hermano y de don Manuel Ladera; la honestidad a toda prueba, como en el negocio de la compra de los carros al propio Ladera y su posterior desempeño como empleado de confianza de los hermanos Vellorini; el sentido de justicia social, que se despierta sobre todo al observar las escasa ganancia y enormes riesgos que corren por el contrario los obreros del purguo, especialmente tras la terrible experiencia con Encarnación Damesano; la jovialidad y la alegría, en su trato con las personas; la picardía e insinuaciones románticas en su trato con la chicas con quienes interactúa; la compasión, como en el caso del lance de dados con Arteaguita; su amor a la tierra y a la geografía guayanesa; y la admiración profunda por las culturas indígenas y sus saberes ancestrales, que lo llevan a refugiarse para siempre en una aldea yekuana del Ventuari.

El capítulo XIV («La tormenta») es el culmen de la novela, el momento decisivo en el desarrollo espiritual de Marcos Vargas. Durante una tempestad el joven Marcos Vargas, aún de 21 años, desnudo ante las fuerzas de la lluvia y el rayo, desamparado frente a la naturaleza emblematizada por la selva, se encuentra a sí mismo, palpa las profundidades de su alma y se reta. Como ha señalado José Balza,

Canaima comienza y termina con una mirada que avanza desde el Océano Atlántico, atraviesa el Delta del Orinoco y se interna en la selva guayanesa y sus poblaciones, para luego deshacer la ruta extraordinaria. En ese paréntesis ha ocurrido una historia fascinante, embrujadora, la de un hombre desorbitado, lleno de impulsos, pueril en su hombria [sic], cuya desnudez física (y espiritual) lo entrega a algo que está más allá de sí mismo. Gallegos se traiciona en Marcos Vargas y por eso puede éste existir a plenitud; no le importan la moral, el bien ni la belleza (Balza 1996: XVI).

Ese alcanzar a «existir a plenitud» se logra mediante un acto iniciático, un verdadero rito de iniciación que ocurre en el capítulo de «La tormenta». Marcos Vargas se va separando de lo que hasta ese momento cree y valora, más que por convicción y decisión personales por convenciones impuestas y heredadas socialmente, si se quiere visiones de grupo y de clase, y como en una especie de iniciación supera la ordalía de resistir los embates del clima, en tanto que expresión metafórica de las fuerzas de la selva. Al desnudarse se despoja de lo socialmente adquirido, y con solo su piel resiste la tormenta, se olvida de las estructuras, de lo que otros esperan que haga, diga, piense o deje de hacer. La escena de cargar a la cría de mono y protegerla es de gran relevancia: es el encuentro con la naturaleza de la especie humana, con los aspectos instintivos que deben abrirse por encima de las convenciones y asunciones sociales, de los prejuicios: hombre y bestia, pero no cualquier bestia, se unen ante los desafíos de la naturaleza:

Ya de ésta como que nos libramos, pariente –decía Marcos Vargas acariciando al mono–. ¿Es la primera tormenta que presencias? ¿Te quedan ganas para otra? El animalito temblaba y se acurrucaba más buscando el calor del pecho amigo y Marcos Vargas experimentó que era bueno, después de haberse hallado a sí mismo, fuerte en la tempestad de las iras satánicas, encontrarse también protector de la bondad sencilla, en la ternura generosa (Cap. XIV)

Es el momento supremo del cambio: «encontrarse también protector de la bondad sencilla» pasa a ser su razón de vida. Concluido el reto y las pruebas, se produce la reinserción de Marcos Vargas en la sociedad, pero con un sentido profundamente iniciático, ya no es el mismo, no puede serlo. Bien mirado, más allá de las apariencias, Marcos Vargas se convierte en un personaje universal: el hombre que llega a su madurez, que asume el rol que su propia independencia de juicio y criterio, le dictan. Marcos Vargas, gracias al ímpetu de la tormenta y a la fuerza interior para hacerle frente y no sucumbir ante sus energías destructivas. Es importante resaltar que el símbolo de la selva muestra otra cara: no es solo destrucción, sino fuerza vital.

Como rito de pasaje, la «tempestad» significa el fin de la juventud, y en cierto sentido de la adolescencia, y la entrada a la madurez de la vida adulta, a la plena consciencia del sentido de la vida, del entorno y las relaciones que como seres humanos nos unen a él (el símbolo de la cría de mono es muy importante), de la naturaleza a la vez biológica y espiritual del ser humano, expresada en las palabras que Marcos Vargas le dirige al mono. Por ello el capítulo de «La tormenta» se puede interpretar como un rito de pasaje, una ordalía definitiva. Como indica una reflexión de Francisco Vellorini: «El marcos Vargas que había regresado del Guarampín ya no era el de antes» (p. 934). Las voces, la luz, la temperatura y el clima todo de la selva muestran una cara agresiva para desnudar de pasiones y afectos, de preconceptos y creencias, al neófito y transformar su personalidad, dotarlo de la fuerza necesaria para dominar los embates de la vid, navegar con pericia sus rápidos y solazarse en sus remansos y playas. En este aspecto, la selva queda vista como un reto y no como la destrucción en términos absolutos. La selva y el río se unen como una sola energía capaz de desafiar la vida, pero también de sostenerla, multiplicarla, embellecerla y dotarla, sobre todo, de profundos sentidos. Es el encuentro con el misterio inicial, de donde emanan vida y sentido: «hombre cósmico, desnudo de historia, reintegrado al paso inicial al borde del abismo creador» (Cap. XIV).

4. Palabras finales

El narrador llama «mundo inconcluso», aún inconcluso, a la compleja red de caños de las bocas del Orinoco, al gran río en su delta, cuyas aguas resumen y concentran todo el paisaje venezolano al exprimir escorrentías y hoyas de la selva, de los Llanos, de los Andes, el sudor y el rocío de enormes lajas habitadas por dueños ancestrales, el caudal a veces terroso de caños y ríos que guardan el habitáculo de caimanes y anacondas cuya muerte, mudanza o ausencia marcan también la sequía y la merma. Tierra de bosques y cascadas, tierra de sabanas y churuatas, tierra de muchos dioses en animales u otros seres camuflados, oquedales y grandes cerros de roca aplanados por los siglos y la incesante música de los crepúsculos reiterados, Guayana es una gran isla que flota en el corazón de Sudamérica. La región todavía guarda incontables secretos y maravillosas historias, sus voces ancestrales, su música inconclusa, la terredad de insondables misterios, territorios antiguos de caminos arcaicos mas no obsoletos, de bailes y saberes primigenios e insoslayables.

Guayana parece más sueño que ensueño, más fantasía que realidad, más potencia infinita que acto plausible, más utopía perenne que destino cierto. Guayana… el mundo inconcluso, un mundo difícil de concluir, desde las visiones de El Dorado y Manoa que se superpusieron a las más antiguas expresadas en las historias aborígenes, del caucho y la sarrapia, hasta la incesante fiebre del oro y el diamante, de la bauxita y el coltán, del agua que se desliza espumante por los raudales. La quimera del siglo XX fue vista por Gallegos en 1935 como un mundo sin conclusión, un mundo en verdad difícil de concluir en el imaginario colonial que la República heredó sin beneficio de inventario y lo sigue proyectando y engrosando.

Canaima, empero, es mucho más que la novela de la selva, es la novela del hombre no ya ante la selva de árboles, ríos y fieras, de impredecible clima, de fuerzas arrolladoras, sino ante la no menos compleja selva de la vida misma, de las angustias y pasiones de la persona individualmente considerada, de los retos y complejidades de la vida social, del conflicto de intereses, de los papeles o roles (máscaras) que cada quien debe desempeñar, los actores y actancias sociales. Son, pues, tres elementos que se mezclan con sus multiplicidades intrínsecas particulares: la selva –espacio y construcción cultural y representación social–, el hombre y la sociedad conviviendo y apropiándose de la «selva». Estos tres elementos, múltiples en sí mismos, configuran el plano significativo de Canaima.

Canaima ofrece al lector una triple invitación: (i) a disfrutar el lenguaje y la narración, las historias y aventuras de los personajes, la riqueza de los registros de las hablas guayanesas allí documentados, incluidas las indígenas, junto a la recreación novelesca o lírica, según el caso, de los referentes geográficos, el río, la selva, las comunidades humanas allí asentadas; (ii) a conocer dichos referentes a partir de la versión ficcional del autor; y (iii) a enfrentarse al poderoso simbolismo, al acto iniciático, de Marcos Vargas, a apropiarse de los conflictos e interrogantes que lo acompañaron antes de «La tormenta» y la sabiduría de vida que adquirió al vencer las fuerzas enfrentadas a la vida, no para destruirla sino más bien para retarla y robustecerla, limpiarla de añadiduras innecesarias para volver a los sentimientos más prístinos de solidaridad humana.

Como bien ha señalado José Balza (1996), la novela se abre y se cierra con el Orinoco. Aguas arriba se sube al misterio, peleando con la violencia para desecharla; aguas abajo se sale del laberinto, aunque ello pudiera resultar contradictorio:

Apoyado sobre la barandilla del puente de proa va otra vez Marcos Vargas. Ureña lo lleva a dejarlo en un colegio de la capital donde ya están dos de sus hijos, y es el Orinoco quien lo va sacando hacia el porvenir… El río macho de los iracundos bramidos de Maipures y Atures… Ya le rinde sus cuentas al mar… (Cap. XIX)

Resulta paradójico que el porvenir esté fuera de Guayana. Quizá la ideología imperante se expresa en el narrador a través del autor. ¿Se reitera la idea de la fuerza destructiva de la selva, como en la muy conocida novela del escritor colombiano José Eustasio Rivera?

El lector que soy prefiere pensar que, como su contenido, Canaima admite una lectura fronteriza entre la novela y el testimonio de los bordes: la selva, los ríos, las culturas, las profundidades psicológicas y espirituales del ser humano y las contradicciones con las que nos acercamos a tales elementos y sentimientos. Siento que Canaima es la novela de los bordes ambiguos, porosos, difícilmente limitables de manera tajante, donde los opuestos se acercan y se tocan sin advertirlo, como la selva violenta y la selva próvida, quizá como en ninguna otra obra de Gallegos.

Leer Canaima es acceder a Guayana y sentir nuestras propias angustias existenciales, nuestros cuestionamientos éticos de los entornos en los que nos toca vivir, disímiles y distintos a los referentes de la novela, como en un juego de intercalar centros y periferias.

Referencias

Balza, José. 1996 ¿Se es o no se es? En Rómulo Gallegos: Canaima. México: ALLCA-Fondo de Cultura Económica (Colección Archivos, 20) (2ª ed.) (edición crítica coordinada por Charles Minguet), pp. XV-XVI.

Biord, Horacio. 2005. Memoria oral y eventos históricos: metáforas, analogías y

correspondencias. Presente y Pasado (revista de historia de la Universidad de los Andes, Mérida, estado Mérida), Nº 20: 55-74.

Biord Castillo, Horacio. 2019. «Bella y terrible a la vez»: estereotipos y prejuicios en la construcción de doña Bárbara. En Baquiana (Miami, EE. UU.) Nos 109-110 (versión electrónica: https://baquiana.com/xx-109-110-enero-junio-2019-ensayo-ii/).

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Gallegos, Rómulo. 1996. Canaima. México: ALLCA-Fondo de Cultura Económica

(Colección Archivos, 20) (2ª ed.) (edición crítica coordinada por Charles Minguet).

Gallegos, Rómulo. 2018. Doña Bárbara. Cantaclaro. Canaima. Caracas: Fundavag Ediciones (Colección Plus Ultra, 36).

Iduarte, Andrés. 1984. Veinte años con Rómulo Gallegos. Los Teques: Biblioteca de Temas y Autores Mirandinos (Nº 21).

Liscano, Juan. 1961. Rómulo Gallegos y su tiempo. Caracas: Dirección de Cultura Universitaria, Universidad Central de Venezuela) Biblioteca de Cultura Universitaria, Nº 5.

Michelena y Rojas, Francisco. 1989 [1867]. Exploración oficial… Iquitos: Centro de

Estudios Teológicos de la Amazonía (Colección Monumenta Amazónica, Serie C, Agentes Gubernamentales, 1).

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Rodríguez, Manuel Alfredo. 1984. Y Gallegos creó Canaima… Ciudad Guayana: Corporación Venezolana de Guayana y Ferrominera Orinoco (con fotografías de Thea Segall).

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Yanes, Óscar. 1979. La Venezuela de Julio Verne. En Julio Verne: El soberbio Orinoco.

Madrid: Publicaciones Selevén e Hyspamérica Ediciones, pp. [7-8].

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NOTAS

  1. Ver el planteamiento sobre identidades regionales en Venezuela y la identidad andina (Biord, 2005).

2. La idea de «dioses y razas desaparecidas» continúa vigente en las ideologías que niegan los aportes indígenas a la cultura venezolana o su importancia así como su lozana presencia como sustrato y parte fundamental del futuro de las sociedades latinoamericanas.

3. Sobre este tema ver mis propias reflexiones en el caso de la construcción del personaje doña Bárbara (Biord Castillo 2019).