Papel Literario

Lo que el fuego me dejó, de Nancy Urosa Salazar

por Avatar Papel Literario

Por MILAGROS SOCORRO

A veces el fuego se nos adelanta, porque el hecho es que casi no hay posesión terrena que no esté condenada a la destrucción por desgaste, erosión, pulverización. Olvido. Esto es sabido. No hay adulto que no tenga en su mente un museo de los objetos atrapados en el paraíso perdido de su infancia. Si pudiéramos cargar con la memorabilia de la cotidianidad, los vestidos de la madre, las filigranas del ayer, no cabríamos en ninguna parte: saldríamos en los programas sobre viejos locos que deambulan por galerías talladas entre el basurero del que rehúsan desprenderse: las cositas queridas son antiguallas inservibles para los otros. “Es mi caja de creyones, en qué te molesta…”, balbucimos no sin vergüenza, a sabiendas de que tarde o temprano nuestro inventario de nostalgias en pleno se filtrará entre los dedos de los deudos.

Esta exposición alude a lo dicho, pero no de manera estricta. La clave de su sentido profundo está en el título, Lo que el fuego me dejó, una referencia nítida a Lo que el viento se llevó, título en español de Gone with the wind, Victor Fleming (USA, 1939), película basada en la novela del mismo nombre de Margaret Mitchell. En la trama de esta historia, ambientada entre terratenientes de Georgia, sur de Estados Unidos, en el marco de la guerra de Secesión (1861 – 1865), los personajes ven desaparecer su mundo ante sus ojos. Es decir, no tienen el consuelo de no estar vivos para ver cómo sus herederos arrojan a bolsas negras los retratos de familia, el platico sobreviviente de la vajilla auroral, aquellos zapatos de raso que aún conservan huellas de ciertos pisotones, heraldos de futuros deliquios. Solo uno mismo es curador de las piezas de su vida. Ningún otro espectador ve en ellas los fulgores verdes y dorados que destellan secretamente nuestra mirada.

La artista conceptual Nancy Urosa Salazar despertó un día de octubre de 2007 a tiempo para ser testigo de la fuerza con que un cortocircuito devenía incendio y campeaba por la habitación de sus padres. En minutos, el lugar fue campo de batalla entre dos titanes furibundos, el fuego y el agua de los bomberos: mientras los muebles de caoba sucumbían a las llamas, los libros y fotos claudicaban al aguerrido chorro. Acostumbrada a la documentación de sucesivas catástrofes, Urosa procedió al levantamiento fotográfico del estropicio.

Disipado el humo y abierta la rosa de la claridad, cuando terminó de recoger el reguero, restregar el hollín y reponer camas y sábanas, quizá se haya sentado exhausta a contemplar sus fotografías para ver en ellas la metáfora que salta a la vista de cualquier venezolano del primer cuarto del siglo XXI al contemplar estas imágenes: la estancia del padre / la pequeña patria / la patria arrasada, cuarteada, molida a mandarriazos, silenciosa y vencida como los restos de un palacio emplazado justo en el punto donde se enfrentaron dos ejércitos rabiosos.

Por cierto, Lo que el viento se llevó no termina con el incendio de Atlanta, que marca la disolución del universo conocido por los personajes, sino que se prolonga hasta el atisbo de la llamada Era de la Reconstrucción. El presente trabajo de Nancy Urosa nos deja ver el duelo, la oscuridad del apego magullado, el desamparo, la obstinación de los vestigios, a la vez que cierta ternura e incluso, después de mucho mirarlo, se abre paso un humor mustio: un humor negro, nunca mejor dicho, pero humor al fin, afable y militante. Es lo que tiene el fuego, destructor y renovador a un tiempo, lo que nos remite al espíritu de la época venezolana, cuando la opresión ha traído en su lóbrego vientre la libertad y la consunción anuncia ya la transformación.

El fuego, decíamos al principio, confirma la naturaleza efímera de la memoria y la inevitabilidad del olvido. Y frente a él no vale, lo vimos en Atlanta y en el cuarto de los señores Urosa Salazar, el agua disparada de espitas, puesto que el agua y el fuego han demostrado ser, tantas veces, aliados en el cataclismo.

Ante la amnesia, y dado que la memoria ha probado ser vulnerable al fuego literal y alegórico, frente a la seda sajada del trauma y a otros tantos infiernos, solo nos queda lo que el fuego le dejó a Nancy, el protocolo del registro, el archivo de lo desmigajado, la matrícula de lo innombrable, el compendio de los fragmentos, la representación de lo aniquilado, la captura de algunas sombras. Nos queda, en fin, esta exposición, que parece espejo de nuestra memoria reciente, puesto que en ella se escenifica la arena en la que hemos luchado por preservar del incendio autoritario nuestra identidad personal y colectiva.


*La exposición Lo que el fuego me dejó, de Nancy Urosa Salazar, en el Museo Afroamericano de Caracas, permanecerá abierta hasta el 18 de agosto de 2024.