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Lo No Sido de lo Sido

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Por DANIEL R. ESPARZA

La oración fúnebre que Derrida dedicara a Levinas comienza con una confesión: “Desde hace tiempo, mucho tiempo,” admite Derrida, “temía tener que decir adiós a Emmanuel Levinas”. La tradición castellana (como también, de cierto modo, la francesa) reconoce en la palabra adiós una encomienda. En su sencillez, decir adiós supone encomendar a alguien. Con la antigua fórmula a Dios te encomiendo, o a Dios seas, de la que deriva nuestro breve adiós, uno dejaba la custodia del otro, de quien somos siempre responsables (“¿soy yo acaso el guardián de mi hermano?”), en manos de lo absolutamente Otro. En cierto sentido, decir adiós es un reconocimiento de los propios límites, y la asunción de una apuesta: tomamos nuestro camino con la esperanza de que Dios se encargue de custodiar a aquel o a aquella de quien nos despedimos. Al en-comendar, ponemos lo encomendado en manos de alguien más: el latín commendare está formado por, al menos, el prefijo con, que revela una totalidad (un conjunto), y por el verbo mandare, poner algo en manos de, dar algo en la mano, man-dare. Encomendar a alguien a-Dios es un acto supremo de abandono y de entrega, una mansa pero absoluta claudicación de la propia responsabilidad. Quizá por eso nos despedimos agitando una mano vacía en el aire: para dejar constancia de que nuestra mano ya no sujeta la de la persona a la que decimos adiós, que va ahora cogido de la mano con Dios.

Poner a algo o a alguien in commendam implica entonces dejarle totalmente en manos de un tercero. Pero encomendarle a-Dios ¿qué puede significar dejar a alguien yendo de la mano de lo absolutamente otro? Al decir adiós nos ponemos deliberadamente al margen de esta otra relación (tremenda, absoluta, fascinante) a la que apostamos con nuestra encomienda. El latín nos ayuda de nuevo a entender mejor lo que se supone que estamos haciendo: nuestra despedida supone una salida doble, sobre caracterizada. La palabra pone el prefijo de al inicio del verbo latino expetere, que ya incluye un prefijo (ex) junto a un verbo (petere) que denota la acción de dirigirse deliberadamente a algo o a alguien. Despedirse, de-expetere, sería entonces equivalente a arrojarse “hacia afuera,” a dirigirse decididamente hacia el afuera de nuestra relación con aquel que, hasta entonces, custodiábamos y nos custodiaba. Nos disminuimos para hacer que esa otra relación (la del encomendado con quien ahora asume la encomienda, del hasta entonces nuestro otro con lo totalmente Otro, que no es ni nuestro ni de nadie) ocurra, crezca, fructifique, y llegue a buen término. Abandonamos al encomendado a su suerte, entendiendo que es también la nuestra propia. Al encomendarle, nos exiliamos. Quedamos ambos a la buena de Dios. Adiós. A Dios seamos.

Quizá por eso es especialmente difícil despedirse de Sandra Pinardi. Porque al decir adiós estamos saludándonos en el misterio, cogidos ambos de la mano invisible y providencial que esperamos, con temor y temblor, nos guíe. Al arrojarnos fuera, al despedirnos, nos reconocemos en un espacio que está (nunca mejor dicho) más allá del que hasta ahora compartíamos en mutua custodia. Al despedirnos de Pinardi, al encomendar a Sandra a-Dios, reconocemos nuestra propia soledad: el mundo es siempre un lugar más solo cuando una maestra de la que seguimos esperando luces finalmente tiene que callar. Pero, en el mismo acto, reconocemos también nuestra suerte compartida. En este  adiós, saludamos a Pinardi más allá de las alternativas de ser o no ser. El adiós revela un hecho fundamental, originario, fundacional: a saber, que hemos sido enviados unos a otros para custodiarnos mutuamente incluso cuando parece imposible. Es en el abandono de la despedida cuando abrazamos el acto supremo del cuidado mutuo: entrego a mi ser querido, a quien he intentado custodiar, bajo el cuidado absoluto de lo absolutamente otro. Y, en esta entrega, entrego también todo lo que, de lo que fue, no llegó a ser. Lo que Sandra llamaba, con lucidez poética, lo no sido de lo sido.

“¿Qué pasa”, preguntaba Derrida en su oración fúnebre, “cuando un gran pensador se sumerge en el silencio, uno a quien conocimos en vida, a quien leímos, releímos y también escuchamos, de quien todavía esperábamos una respuesta, como si dicha respuesta nos ayudara no sólo a pensar de otra manera, sino también a leer lo que pensábamos que ya habíamos leído de él, una respuesta que se reservaba todo y tantas cosas más que creíamos haber reconocido con su rúbrica?”. La rúbrica del pensamiento de Pinardi, me atrevería a decir, era precisamente esa gentil, compasiva insistencia en lo no sido de lo sido: una esperanza pertinaz, empecinada, terca, en las posibilidades contenidas en aquello que no había llegado a ser, pero que permanecía ahí, de alguna manera misteriosa. Lo no sido de lo sido (la escuché alguna vez decir, creo) es una especie de rendija por la cual las esperanzas de quienes ya se han despedido de nosotros (aquellos que nos han dejado en manos de Dios) se cuelan en nuestras vidas para hacerse nuestras. Lo no sido de lo sido, como diría Walter Benjamin del Angelus Novus de Paul Klee, se empeña en detenernos, en ayudarnos a despertar a los muertos, y a recomponer lo despedazado.

En ese sentido, la muerte de Sandra Pinardi no es solo el hecho de su muerte. Su despedida no se agota en esa forma. Decir adiós a Pinardi nos obliga a contestar por ella, a ser responsable de lo no sido de lo sido de nuestras relaciones con ella. Cada una de las posibilidades contenidas en aquello que no hicimos (lo que no logramos, lo que no quisimos, lo que no pudimos hacer) de su mano, junto a ella, siguen siendo señales dirigidas hacia nosotros, hacia nuestros tiempos presentes. El adiós que damos es un voto de confianza en el que la persona de la que me despido se fía de mí, de mi encomendarle, de mi saludarle en el misterio, en aquello que aún no ha llegado a ser, pero que todos esperamos que sea. Esta es la absoluta responsabilidad de la despedida: traer al mundo aquello que quedó fuera de él, lo no sido de lo sido.

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