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Linda Gray Sexton, al borde del precipicio

“Buscando a Mercy Street no es una biografía de Anne Sexton. Es la memoria inevitable y dolorosa de su hija Linda Gray Sexton que experimentó la enfermedad mental de su madre como la irrupción de una quinta persona en su vida y en la de su familia”
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Por NELSON RIVERA

La sensación de inquietud que se impone tras leer unas pocas líneas de Buscando Mercy Street no se disuelve. Salvo en algunas páginas aquí y allá, no remite. Como quien se asoma a una ventana mientras ocurren escenas de perturbadora o violenta intimidad familiar. Hechos que no nos corresponde observar. Escenas que, por ajenas y extremas, nos advierten que la locura, narrada por un testigo de primera línea, crea una zozobra que no se apaga al cerrar el libro. 

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La que se narra en sus páginas, la lucha por reconciliarse con su madre —también con su padre y con otras realidades familiares—, es una lucha ardua y de años. Cuando Linda Gray Sexton —hija mayor de la poeta Anne Sexton— publica Buscando Mercy Street, tiene 41 años. Se ha casado, convertido al judaísmo, tiene dos hijos y ha publicado cuatro novelas. Es la albacea literario de Sexton y, según ella misma lo consigna, ha intentado suicidarse en cuatro ocasiones. 

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Cuenta Linda Gray Sexton (1953) que, a sus 16 años —en 1969—, Anne Sexton le envió una carta, en la que se dirigía a ella, bajo un supuesto: lo que le diría cuando Linda alcanzara los 40 años. Una carta dirigida al futuro. “Este es un mensaje para la Linda a los cuarenta años. No importa lo que ocurra, siempre fuiste mi ojito derecho, mi muy especial Linda Gray. La vida no es fácil. Es terriblemente solitaria. Lo sé. Y ahora también tú lo sabes (…)”.

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Linda guarda la carta en una caja de metal. La busca unos meses después del suicidio de su madre, en 1974. Y lo entiende: aquella carta metafórica era un aviso de suicidio. “Un toque de trompeta que predecía sus intenciones”. 

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Con la historia de esa carta, Linda Gray Sexton da los primeros pasos de una memoria sometida a una pesarosa exigencia: ¿cómo contar el proceso de reconciliación de una hija con su madre, que mientras vivió fue la fuente irremediable de ansiedades y profundas angustias, y que un día, como hito extremo de ese Gólgota, materializó el suicidio que tantas veces había intentado? ¿Cómo darle forma, en qué orden, a una experiencia tan aplastante e intrincada?

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“En 2001, cuatro años después de mi último intento de suicidio, empecé a escribir acerca de mis experiencias con este terrible legado. En mis sesiones psiquiátricas (…) examinaba constantemente la muerte de mi madre y mi deseo de morir, de la misma forma que había examinado su vida y mi relación para con ella en estas memorias”. Gray Sexton se refiere al “viaje que realizan todas las hijas que han perdido a sus madres y que llegan a ese momento en sus vidas en el que deben analizar la pérdida y el amor inherente a esta, la más importante de nuestras relaciones, la primera, sobre la que se fundan todas las demás”.

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Buscando a Mercy Street no es una biografía de Anne Sexton. Es la memoria inevitable y dolorosa de su hija Linda Gray Sexton, que experimentó la enfermedad mental de su madre como la irrupción de una quinta persona en su vida y en la de su familia (‘Kayo’, el padre; Anne, la poeta-madre; Linda, hija mayor; y Joyce, hija menor). Esa quinta persona le devoró su infancia.

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Linda habla de su madre:  “Había empezado a ver a un psiquiatra poco después del nacimiento de Joy en agosto de 1955, cuando empezó a sentirse desorientada, poco real y nerviosa. Para marzo de 1956 ese sentimiento se había intensificado y le aterrorizaba quedarse a solas con Joy y conmigo. En este punto, cuando mi padre viajaba por negocios, mi madre era incapaz de comer, deambulaba por la casa enredándose el pelo o tumbada en su habitación masturbándose y llorando. Su pérdida de control se agudizó y se manifestaba tanto a través de ataques de depresión como de ira, una ira que, a menudo, le hacía abofetearme o intentar ahogarme. Veía caras en la pared y oía voces que le ordenaban quitarse la vida o quitárnosla a mi hermana y a mí”.

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En  julio de 1956 ingirió un frasco de somníferos: Kayo, el esposo, llegó a tiempo para ingresarla a un hospital donde permaneció tres semanas hospitalizada. 

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Niña imposible: muy pronto Linda comenzó a cargar con el sobrepeso de ser señalada por su madre como una pequeña difícil: quejicosa, llorona, que demandaba la atención de una madre  incapacitada. Sus pensamientos se poblaron de culpa y miedo.  Miedo a ser la causante de la enfermedad; miedo por la familia; miedo por la vida de su madre. Miedo como estado vital. Miedo como respiración.

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Tras el nacimiento de Joyce, el abandono de Linda se intensificó. La niña estorbo. La niña exigencia. Largas temporadas con su abuela o con otros parientes: “Mis padres parecían no tener ningún escrúpulo a la hora de abandonarme con cualquiera de ellos”. La niña causa de las hostilidades y disputas entre suegra y nuera. “Esos meses alejada de mis padres comprendieron el terror más absoluto que he conocido”. En los recuerdos de Linda, fueron dos años los que se prolongó su destierro.

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Pero las preguntas de Linda no se limitan a su madre. ¿Acaso su padre no tuvo responsabilidad también? En cualquier caso, ¿por qué no impidió que Linda fuese alejada? Así, Buscando Mercy Street confronta a su autora con la madre, con el padre, con otros miembros de la familia y con uno de los psiquiatras, que rompió un precepto fundamental del ejercicio profesional y se hizo amante de Anne Sexton. En su análisis de los hechos, esta relación habría sido uno de los factores que activó el último y definitivo de sus impulsos suicidas.

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Linda recuerda a su abuela paterna, Wilhelmine Muller Sexton —Nana— como la mujer que asumiría las funciones y el rol efectivo de madre. Nana les proveyó de “seguridad y sensación de que un adulto había llegado para tomar las riendas. Cuánto la quise por ello”.

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Las interrogantes la alcanzan a ella misma: “A pesar de aquellos primeros sentimientos de ira y odio hacia mi hermana, vivir de nuevo codo a codo nos unió en un estrecho vínculo emocional. Mientras crecíamos, mantuvimos una lucha encarnecida por conseguir amor y ternura que tanto escaseaba en aquella época (…) Dependíamos la una de la otra (…) Cuando nuestra madre empezaba a enredarse el pelo o se abstraía, Joy y yo nos mirábamos preocupadas, de una forma que nadie más podía entender. Nos dábamos la mano al borde del precipicio que era la inestabilidad de nuestra madre, unidas por una doble hélice: la del amor y la del odio”.

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¿Había más elementos en aquella abigarrada y removida escena familiar? Los había. Cada uno portador de su propia lógica y su porción de verdad. En la visión de la abuela paterna, Sexton era la victimaria y su hijo la víctima. Llevaba, como un escapulario de vida, la convicción de que la familia era un bien sagrado. Y, como es previsible, no podía entender que aquella mujer que no cumplía con sus obligaciones de madre, que demandaba mucho dinero para el pago de psiquiatras, médicos, hospitalizaciones y tratamientos, resultara, no competente sino hasta exitosa en su carrera literaria. 

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Sin embargo, en términos prácticos, lo real era que la efectiva Nana no sólo creaba y hacía posible las condiciones para que Anne pudiera consagrarse a la poesía, sino que algo en ella palpitaba de orgullo al constatar cómo su yerna ascendía en el parnaso de la poesía estadounidense. “Fue ella la que le regaló a la poeta la libertad que le permitió hacer lo que tan bien se le daba”.

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Pero había otra materia hiriente y delicada para los Gray y los Sexton: la exhibición ‘literaria’ de las menudencias y los secretos de familia que la poeta se permitía en sus poemas, que ofendían y enardecían a todos. Los enfados (de las dos hermanas de Anne, por ejemplo) eran frecuentes y cada vez más intensos. 

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Los recuerdos se desatan y agolpan. Linda Gray Sexton narra: es su modo de darle forma a sus pensamientos. De documentar y entender. La tensión entre sus padres, diaria e irreducible a la hora de la cena, que parecía seguir un patrón; el paso de las palabras ofensivas a los golpes; la propia poeta propinándose golpes en el rostro; Anne que fuma sin parar; Anne que mira la pared; Anne que enreda su cabello con su índice durante horas;  Anne que se masturba en la sala delante de su hija; Anne que lanza un zapato contra Linda; Anne que arruina los paseos de la familia; Anne que obliga a Linda —de nueve años— a jugar a que ambas tienen 9 años; Anne que, por fortuna, convertía la navidad en la ilusión de un nuevo comienzo para las dos hermanas.

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“Entre los años 1955 y 1964 la llevaron a la sala de urgencias del Newton-Wellesley Hospital en, al menos, cinco ocasiones, para realizarle lavados de estómago y hospitalizarla durante cortos períodos de tiempo. También hubo otras hospitalizaciones proactivas durante ese tiempo, generalmente en respuesta a sus ideaciones suicidas o episodios psicóticos”.

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Lo inaudito de la narración de Linda Gray Sexton es que, al mismo tiempo, el estado de vigilia y lucidez durante las horas que escribía parecía impermeable al desorden mental de la locura. Sexton trabajaba cada poema hasta su más mínimo detalle. No hay en ellos una palabra, mucho menos un verso, que no hubiese sido reescrito, ajustado, reordenado, veinte, veinticinco, treinta veces. Entre la primera y la última versión se producía una transformación tan acusada, que prácticamente desaparecía la idea que había marcado el punto de partida.

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Cuando Linda alcanza los 16 años también escribe poesía. Lee con atributos críticos. En las tardes leen sus poemas y los comentan. “Amaba estas sesiones de trabajo que generalmente transcurrían en la mesa de la cocina, donde bebíamos tazas de té y nos reíamos”. Durante ese tiempo, madre e hija son las partes de una amistad profunda. 

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Mientras transcurre la edad de los campamentos y la universidad (ocupaciones que las distancian), la estrella de Anne Sexton brilla como nunca. Recibe a sus amigos literatos: George Starbuck, Maxine Kumin (su amistad más sólida), James Wright, W. D. Snodgrass y otros. Viaja, protagoniza recitales desbordados de público, flirtea y se enreda en relaciones de ocasión. En 1967 una llamada telefónica le anuncia que ha ganado el Premio Pulitzer por Vive o muere. Escribe o cruza el umbral hacia momentos de trance que presagian una tragedia. 

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“La muerte vivía en nuestra casa; acechaba en los pequeños botes farmacéuticos de la torazina, hidrato de cloral, pentobarbital y deprol sobre la cómoda de mi madre; en las jarras de bebidas; en la punta de la lengua de mi madre o en los puños cerrados de mi padre; esperaba paciente en el coche aparcado en el gran garaje; tras las rejas del hospital psiquiátrico”. 

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En octubre de 1973 se sucedieron dos intentos de suicidio. Anne Sexton se resistía a la medicación. A su alrededor, la inquietud se diseminaba. La decisión que toma de divorciarse enciende las alarmas (la propia Sexton repetía que su decisión era un error “catastrófico”). 

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El intento de Anne de que Linda declare contra su padre en el juicio de divorcio abre una brecha entre ambas. La poeta bebe a toda hora. En 1974 intenta acabar con su vida en cuatro ocasiones. Los amigos guardan prudente distancia. Ya divorciada intenta atraer a su exesposo, pero éste la rechaza. 

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Copio dos párrafos fundamentales: “¿Cuánto tiempo habíamos estado surcando el veloz río de su miseria, anticipándonos a la gota que provocaría el fin de nuestra familia? ¿Cuántos años llevábamos esperando que muriese? ¿Por qué, entonces, nos negábamos tan obstinadamente a mirar hacia arriba y ver a nuestra madre remando en su pequeño bote, alejándose cada vez más en la distancia?

Solo ahora puedo ahora ver la forma incondicional con la que todos nos negábamos a reconocer su propósito: solo ahora puedo admitir que estaba tan exhausta del drama de mi madre que deseaba lo prohibido: que ella bajase el telón y nos dejase descansar, de una vez, a todos”.

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Parece una escena inventada por un adicto a las señales coincidentes del mundo: Linda Gray Sexton estaba en su habitación de la universidad. Leía a Virginia Woolf cuando repicó el teléfono. Es la voz inquietante de una amiga del Servicio de Salud de Harvard. Le pide que vaya a su oficina en ese mismo momento. En el camino se repite: Por favor, que no le haya pasado nada a Joy ni a papá. Cuando entró al despacho, la mujer vestida con una bata blanca dice: “Tu madre se ha suicidado esta tarde”. 


*Buscando Mercy Street. El reencuentro con mi madre, Anne Sexton. Linda Gray Sexton. Traducción de Ainize Salaberri. Navona Editorial, España, 2018.

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