Enciclopedias
Recuerdo sonriendo a la adolescente que fui, amante de las enciclopedias, pasión que me duró años, hasta la llegada de Google. Antes era posible coleccionar semanalmente enciclopedias de todo tipo. Coleccioné muchas. Amaba los cuatro tomos rojos de una geografía universal reunida en dos años fascículo a fascículo. Si pudiera mirarla hoy, descubriría en ella un mapa muy distinto al mapamundi actual, con cifras risibles de población, con fronteras que no existen ya. Tuve también una enciclopedia Salvat, que permaneció ocupando mucho espacio por varios años, sin uso, acumulando polvo en los cantos de sus tomos marrones con información desactualizada, luego de la revolución de Internet. Esta dejó atrás el formato de las enciclopedias de varios tomos, editadas en papel. Muchas, como la Británica, pasaron a formato digital. Excepcionalmente, el Pequeño Larousse, editado cada año, duró por más tiempo en papel, tal vez por ser más bien un diccionario enciclopédico en una sola unidad. Miro con ternura el último que adquirí en 2017 para mi padre anciano, antes de que falleciera. Papá lo quería, porque le encantaban los crucigramas y las computadoras le eran ajenas. El Larousse es pesado y grueso, con menos información de la que encuentro en línea. Como libro es inútil, pero es objeto de afecto y de nostalgia.
Luz Marina Rivas
Finnegans
Si tengo que elegir bando, el mío siempre estará en de los objetos inservibles, en el de los molinos que no son molinos, sino gigantes, en el de los que enferman de tanto leer libros inútiles, lejos de los cuerdos y sus inamovibles taxonomías. Por eso, de vez en cuando, me acerco a la estantería y abro el libro más inútil de mi biblioteca. Se titula Finnegans Wake. Lo compré, según reza una nota escrita a lápiz, en Bozeman, Montana, en enero de 1993, solo unos meses antes de irme a estudiar a Dublín. Lo escribió, entre 1922 y 1939, el dublinés superlativo: James Joyce. Y resulta, en el más fascinante de los sentidos, ilegible. Es un río de 628 páginas en el que el lector no puede nadar, ni bucear, solo flotar.
Es inútil, ilegible, indescifrable, pero, de tiempo en tiempo, en una liturgia patológica, lo abro y recito en voz alta, a modo de disparatada letanía, su primer párrafo: “Riverrun, past Eve and Adam’s, from swerve of shore to bend of bay, brings us by a commodius vicus of recirculation back to Howth Castle and Environs”. Y pienso: qué hermosa esta locura que nos mantiene, ebrios de belleza, del lado inútil de las cosas.
Luís Pousa
Fotografía del pensamiento
Boté a la basura un libro que consideré inútil, inocentemente supuse que nunca más lo leería; había perdido su función de herramienta generadora de pensamiento en mis prácticas de investigación. Por lo tanto, lo consideré innecesario. Estaba configurado de formas abstractas asociadas a poderes psíquicos. Mi poco interés en el mismo me llevó a olvidarme del nombre del fotógrafo y hasta del título. Años después lo veo reseñado en The Photobook: A History (M. Parr y G. Badger, 2006). Esta referencia fue el vector para apropiarme del libro desechado, llevándome a rememorar, no solo el acto de tirarlo a la basura, sino a evocar, también, la librería en la que lo adquirí en México, el lugar que ocupó en el precario estante de un pequeño apartamento de estudiante en Rochester, a invocar la textura y el tono rosa de la portada y a revivir una ocasión en el que le quité el polvo.
Curiosamente, aquel libro, Fotografía del pensamiento (?) (1968), del fotógrafo mexicano Armando Salas Portugal, es un fotolibro modulado con imágenes obtenidas sin la incidencia de luz; derivadas de la concentración mental y del profundo deseo de imprimir sobre la película sensible —en la oscuridad—, el esplendor del pensamiento. Aquella luz invisible, ahora, me permite descifrar sus claves, orientándome no a las imágenes reales impresas o a la materialidad del libro, sino a las imágenes deseadas. Tiene el encanto de la utilidad perdida.
Sagrario Berti
Grotesco
A veces creo que lo dejó cerca de mis manos una inundación secreta. Un libro sin solapa, con las páginas manchadas y rotas, repletas de garabatos. William E. Buckler editó La prosa en el período victoriano en 1958. Tuvo pocas ventas, críticas demoledoras y al final se convirtió en una excentricidad que recopila cuentos y ensayos de autores desconocidos de la Inglaterra eduardiana. El resto de un naufragio, con las páginas amarillas, su inglés obsoleto. Apareció en mi biblioteca, jamás llegó o lo compré. Nadie me lo obsequió o lo robé. Solo pasé los dedos por un rincón roto, polvoriento. Las hojas me cayeron entre los dedos. Un par que estaban cosidas una a la otra con hilo negro revoloteaban hasta mis pies.
“Los cuerpos imaginados e irrepetibles son los primeros en morir”, leí. Un párrafo sin firma. Entre tachaduras. La mordedura de la humedad, redonda que baja hasta la punta de la página y gotea al pasado. “Es grotesco aprender que la vida es un sueño”, añadía el fragmento sin autor. Me quedé de pie, aturdida. Un poco asustada. Al final, fascinada. Doble las hojas. Las devolví al libro hambriento, sin ojos ni solapa. Lo miré, tan antiguo, golpeado. Sin historia. Lo incluí en la mía. A ese prodigio humilde, de aparecer con las palabras correctas.
Aglaia Berlutti
Guardián involuntario de la memoria
Cada libro tiene un saber qué comunicar y, en ese sentido, es un eslabón necesario en esa cadena infinita llamada conocimiento humano. Diferente es el interés que pueda despertar en cada lector. Pero incluso llegar a las razones para desestimar un libro es un ejercicio valioso de pensamiento crítico, por lo que me resisto a creer en libros inútiles. No obstante, esta reflexión me llevó a esos ejemplares de mi biblioteca que están ávidos por ser leídos, y me detuve en Hombres imprudentemente poéticos (Rata, 2018) de Valter Hugo Mae. No solo por el magenta de su carátula o lo sugerente de su título, que a priori me interroga sobre la existencia de mujeres imprudentemente poéticas. Me detuve al percatarme que en él había guardado inconscientemente las pocas fotografías físicas que conservo: la mayoría de esa niñez idealizada en Ciudad Bolívar y una de ese primer viaje a Colombia, el país de mi padre; así como una postal de esa amiga gaditana que conocí en Boston, y por la que en parte terminé viviendo en España. El libro de Mae cumple otra función que refuta su inutilidad: es guardián involuntario de la memoria, soporte de una biografía portátil. Una función tan significativa como el conocimiento aún por desvelar de sus páginas.
Alberto Fernández R.
Hallazgo en la basura
Hace un par de años mi padre volvió a casa con dos cajas de libros que había encontrado en el contenedor de papel en la basura. ¿Quién pensaría que el mejor destino era reciclarlos?
Al verlos he tenido varias sensaciones, la inmensa sorpresa al descubrir algunos títulos, perplejidad, curiosidad y desgano al hojear otros.
Abriéndoles espacio con mis propios libros, he dado paseos con el dedo por cada lomo, conjurando mi memoria y soltando sonrisas. Algunos de ellos no me provocan nada, son libros sin voz, sin eco. Podrían considerarse libros inútiles, y como si de un sacrilegio se tratara, me cuesta reconocer su vana existencia.
Los libros son como las personas. Siempre habrá un lugar, tendrán un por qué, y un aunque, a pesar de que no sea a tu lado. Encontrarán un motivo y una estantería perfecta cuando los dejas ir, o surgirá una razón para preservarlo, y el amor para protegerlo.
Los libros son el asilo de la ortografía, los destellos y sombras de otras mentes y la precipitación de ti mismo.
En ocasiones olvidamos que son una extensión de nosotros, que poseen un corazón de papel, formado por arterias de letras y ventrículos de sentido.
Karen Lentini
Heroico caballo virulento
La epopeya homérica, harta de desprecio y olvido, entristece anaqueles bibliotecarios como si fueran tronos de un rey extinguido. Podría pensarse en otro hartazgo: el martillo de la guerra que golpea la cabeza de la especie humana. Dominada por el dios de las pantallas y la atmósfera sustitutiva de los contenidos digitales —ahora se respira Web, no aire—, la raza terrícola, en lugar de leer, prefiere confrontar lejanas guerras en pleno desarrollo desde celulares complacientes, desechando ejércitos milenarios y remplazándolos por la compra, préstamo o robo de armamento individual. El asesinato público lo cometen divisiones rusas al mando de torpes generales que, mientras cañonean hospitales, dejan su cabeza en la mira de francotiradores libertarios. Con frecuencia basta abordar una escuela o protagonizar asaltos callejeros para quitar aburrimiento a los percutores de las pistolas. No hay tiempo para libros polvorientos, mucho menos para el repaso sosegado de las gestas donde héroes mitológicos desempeñaban hostilidades durante décadas interminables. La Ilíada y La Odisea, heredadas por la solidaridad de la Eneida virgiliana, duermen, sólo duermen. Aquel caballo enorme de madera que en Troya derribó murallas al prescindir de catapultas y abrigar en su vientre una patrulla de soldados escondidos carece de honores victoriosos y lecturas escolares. La informática lo convirtió en el virus de los virus. Lástima que no ataca pandemias ni cuarteles generales en Moscú.
Gerardo Vivas Pineda
Ilegibles pero funcionales
Ya que el humano es flojo por naturaleza y nos duele botar estos objetos (porque un libro, es un libro, y por lo tanto sagrado) les presento a continuación algunos usos alternativos para libros inútiles:
Tope de puerta. Papel de tabaco (1). Escalón para llegar a ese zapato que no usas desde la boda de tu hermana en el 2009. Arma de defensa personal (2). Matamoscas de alta dificultad. Cojín de asiento para mejorar tu porte en las reuniones de Zoom (3). Alimento para tu terrario de cucarachas, caracoles o escolopendras (4). Ladrillos irregulares para la construcción de una pequeña casa para tu mascota o cría (5). Recurso para un performance vanguardista en la que el protagonista come libros porque piensa que así obtendrá conocimiento. Protector de rostro mientras espías a tu ex conversando con el chico que “no debe preocuparte porque es solo un amigo del trabajo y además es feo y desagradable…”.
Espero que les resulten útiles mis sugerencias.
Samuel Rotter Bechar
Notas
1 Solo en casos de emergencia. Idealmente, sin tinta en la página.
2 Utilizar idealmente una enciclopedia en desuso.
3 Intentar conseguir ejemplares del mismo grosor para evitar accidentes desafortunados.
4 De momento, su uso solo se ha confirmado en insectos.
5 Si el destinatario es un niño, asegúrate de regalársela a tu menos favorito ya que no puedes velar por la integridad de la estructura.
Inútil al migrante
Al que migra y desde el retrovisor ve el árbol. Ese. Todo lo que pesa lo abandona. Despide a la hoja y a la raíz, a la rama y al tronco. A la tapa y al lomo y a todo lo que contiene. Todo papel sobre papel ocupa. Como ocupa el paisaje. Y no hay espacio. No hay espacio ni para el libro ni para la experiencia que allá lejos lo ata. Me refiero. La lectura bajo la luz de ese meridiano. Pesa más el libro o su lectura. A mi casa vino —o fue— un comerciante que me dio papel sobre papel por los kilos que contenían mis libros. En una bolsa todo libro es un peso. El comerciante jadea arrastrando la bolsa. Un peso inútil. Todo libro es inútil al migrante. Toda morada es breve, como la sombra que da el árbol.
Isidoro Saturno
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