Coágulos en “Las venas…”
Aunque he llegado a decir que en los libros siempre hay algo escondido, sea bueno, regular, malo o muy malo, me uno a la idea de que los inútiles también sirven para otro algo: ver sus portadas de vez en cuando, descubrir un detalle tipográfico o resaltar la fecha de compra, robo o prestidigitación sanitaria.
He escogido Las venas abiertas de América Latina, cuyo autor, Eduardo Galeano, ha considerado como uno de los más inútiles que se hayan escrito (pese a que le sacó mucho provecho), porque lo hizo mirándose el ombligo sin datos que pudieran corroborar lo que escribió. Y lo califica de tal por lo desactualizado luego de usarlo como palanca ideológica.
Yo lo utilizo para acuñar puertas y sostener sillas cojas.
Con él anduvimos por las universidades. Una que otra página pasó por nuestros ojos, y hasta llegamos a ponderarlo en conversaciones entre tragos cerveceros.
Puntillazo: su autor dijo que su inutilidad era imperante, tanto que hizo humoradas en un festival del libro en Brasil donde precisamente lo celebraban. Dejó a los amantes de sus páginas sin vista.
Añado que las venas y arterias de América Latina han sido taponadas con un coágulo de falsa celebridad, capaz de un infarto en quien pretenda ejercitarse pese a todo el colesterol circulante.
Alberto Hernández
Condena
Puede que algún lector se sienta convencido del grande y amplio poder que tiene su libre arbitrio en lo que concierne al ejercicio de leer y juzgar un libro. Quizá lo llene de orgullo pensar de sí mismo que es un ser especialmente dotado para distinguir de libros debido a su cultivada razón, a su sólida experiencia y a su buen gusto. De acuerdo con sus criterios, intereses y necesidades clasificará jerárquicamente los libros que han entrado en el campo de su experiencia como lector. En su particular taxonomía, destinará algunos al renglón de los libros interesantes y otros al de los aburridos, unos a los de cabecera y otros al de los ocasionales y, ¿por qué no?, clasificará unos cuantos según criterios de corte utilitario. Aunque discutible, es comprensible que este lector reserve el nada honorífico adjetivo de inútil para uno que otro libro. Pero, en fin, es su vida y es su mundo. Mejor dejarlo en paz.
Ahora, convendrá observar con pena y quizá con vergüenza a quien urbi et orbi y a guisa de supremo juez se atreve a declarar inútil este o aquel libro. Hemos de mirarlo con pena, porque confunde su mundillo con el mundo, y con vergüenza, por la deshonra que acarrea al noble género de los lectores.
Juan José Rosales Sánchez
Condena
El minutero me empujó hacia el mercadillo al ver la lista de regalos sin un tachón; la Navidad estaba por llegar. Una retahíla de cascabeles nevados martillaba el espacio y el olor a gente aglomerada opacaba al de galletas de jengibre. Quise avanzar entre el bululú, pero unos mocasines ciruela me lo impidieron. ¿Te gusta leer?, preguntó la voz que los calzaba. Era un hombre con aspecto de querubín en yate. Sí, le respondí enseguida. Entonces te interesarán mis libros. Sabes que los escritores tenemos que vivir y… me llevo este, lo interrumpí desde el apuro y la dificultad para decir que no. Elegí uno al azar. Estupendo, te lo firmo. Tampoco me negué.
Salí sin regalos, con un libro que permanecerá conmigo como una condena, porque no concibo deshacerme de un subrayado, una dedicatoria o firma, cualquier trazo que me comprometa de forma rotunda a conservar el objeto marcado, pase lo que pase.
El libro está impreso en Arial y tiene guiones por rayas de diálogo. Vaga por mi biblioteca sin ser leído; al verlo, imagino cascabeles nevados. De la dedicatoria solo entiendo un «Querida X.» y la fecha, diciembre de 2019. Desde entonces, cada invierno sorteo el puesto del querubín con una agilidad casi felina para evitar otra dedicatoria que no tenga vuelta atrás.
Ximena Sequera Fernández
Cuestión de ángulos
Los libros inútiles bien podrían ser inversamente proporcionales a los años de vida: mientras estos últimos aumentan, aquellos deberían ir desapareciendo lentamente. Es una cuestión de espacio, también de tiempo y, sobre todo, de auténtica sinceridad. Entonces la cuestión podría resumirse a esto: utilidad versus inutilidad. He ahí el dilema que cada quien deberá esclarecer. Luego de dilucidado esto, lo fundamental es que bibliotecas solo cobijen aquellos libros que enciendan llamas, que aceleren latidos que nos hagan recordar que estamos vivos. ¿Si no, para qué?
La cuestión bien podría ser también sobre oportunidades. Un día cualquiera, un recetario que pensábamos podíamos descartar se transforma en el foco de una cena mágica; un catálogo sobre los pájaros de Madagascar se convierte en ocasión para compartir con los sobrinos; aquella guía turística que alguien dejó olvidada en tu casa transmuta en un recordatorio para agendar tu propio viaje. Y así la cuestión abre espacio a otros ángulos. Así, el grado de inutilidad disminuye, de nuevo, inversamente proporcional a la intensidad de la llama que jamás debería apagarse.
Andreína Guenni Bravo
De lomo cerrado
De mi madre heredé una afición inexplicable por los cachivaches. Almacenes donde huele a hule y a cáncer me fascinan como si albergaran mi último deseo. Mi curiosidad por las pacotillas ha encontrado expresión en el espacio público. Por ejemplo, pude enterarme de la existencia de la rebelde feminista Franziska von Reventlow a través de un pequeño volumen rosado tirado sobre el pretil de la iglesia de Santa María de los Ángeles y de los Martirios, en Roma. Así, también encontré, en una glorieta de Santa Fe, Nuevo México, un libro que sobrecoge a cualquier otro con sus pretensiones de tema y de síntesis: Una teoría general del amor, de Fari Amini, Richard Lannon y Thomas Lewis. El interés que de inmediato despertó, la libertina Von Reventlow se hizo alcalina doce años más tarde con el segundo hallazgo, doscientas setenta y cuatro páginas cruciales que todavía conservo intactas en su puesto y en su categoría. Estoy seguro de que el amor puede inspirar teorías fundadas en evidencia empírica. Aunque, para traducirse en experiencia, el amor trabaja entre sospechas, vibraciones e intangibles. Mientras el misterio siga siendo el fuelle, sigamos burlándonos del miedo a distancia, prueba de que, aun errando, vivos andamos. Y que, desde su repisa, la teoría nos ampare y nos favorezca.
Leopoldo Tablante
El Capital inservible
Es cierto que una biblioteca personal suele convertirse en lugar sagrado. Espacio para redimir la vida propia. Confín de las ganancias totales. Como lector soy en ella, en mi biblioteca, más que un rey, un hombre absolutamente libre. Pero es también, como todo lo que acaece, un lugar donde hay sinsentidos presentes. No fue poca la perplejidad ante el resultado negativo que arrojó el examen reciente: un libro inservible entre los estantes. Allí ocupando el espacio en sus tres tomos está El Capital, de Carlos Marx.
La memoria me falla, pero en el tomo I está mi firma y la fecha: 2010. Después de doce años caigo en cuenta de que apenas leí los dos primeros tomos, estudié “bien” el primero y nunca abrí el tercero. Es una edición de 1973 de Editorial Cartago. En la tapa, el barbudo Marx ahora me observa fijamente, decepcionado. Igual lo miro yo. Permanece sólo el recuerdo de su difícil escritura, a veces ininteligible, y el ruido de la mentira plusvaliosa. No entiendo por qué sigue ahí, ocupando un valioso espacio con sus más de dos mil páginas. Quiero creer que es una manifestación borgesiana, la del enigma de las ruinas circulares y su imposibilidad de permanecer en el insondable sueño.
Alirio Fernández Rodríguez
¿El libro más inútil?
caemos en la tentación de pensar que los libros que no leemos son inútiles. Sin embargo, como buena parte de nuestra memoria —que se le niega al discernimiento—, la palabra escrita puede gozar de una vida invisible. Al igual que la oración, cuya secuela va más allá de la sensación que produce, los libros sobrepasan su alusión en nosotros, ya que pueden manifestarse sin que sus consecuencias sean, digamos, advertidas. Como la percepción oscura del primer mar o la sensación nebulosa de alguna escena bíblica que nos ocupa sin que la veamos.
Corroboramos lo dicho cada vez que nos acercamos a una gran biblioteca, aunque sepamos de antemano que leeremos una fracción mínima de esta. El efecto que tiene un cúmulo de libros polvorientos sobre nuestro espíritu es similar al que produce la visión de un antiguo elefante que pernocta en las puertas de un templo. Con la presencia del animal ancestral, el niño dormido que somos es convocado a una celebración, a una dinámica que conocemos pero que fuera del sueño y lejos de la infancia se nos antoja ajena. La vivencia de este juego nos acerca quizás a otro saber, a un conocimiento numinoso.
Carmen Leonor Ferro