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Leyendo a un gran poeta. José Antonio Ramos Sucre en lengua portuguesa

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Por CARMEN RUIZ BARRIONUEVO*

Cuando, hace tres años, tuve la oportunidad de conocer personalmente al poeta José Rui Teixeira, no dudé de que realizaría su proyecto de publicar en su país una amplia selección de la poesía de José Antonio Ramos Sucre (1890-1930). Advertí muy pronto que había leído con especial profundidad su obra y no solo eso, sino que había sentido, había empatizado, de manera singular, con ese mundo extraño y a la vez genial que el poeta venezolano construye en sus textos. Y ahora ya podemos leer esta antología, tan esperada, con una excelente y acertada selección de poemas. Deseo que los lectores portugueses encuentren en estos fragmentos poéticos la originalidad y el estímulo suficientes para una lectura reposada y a la vez activa, necesaria siempre cuando se trata del poeta de Cumaná.

La obra de Ramos Sucre es excepcional por su singularidad, no solo dentro de la literatura de Venezuela, sino de toda Latinoamérica. Escritor de raíz rigurosamente clásica, resulta, sin embargo, capaz de evadir todos los condicionamientos del modernismo que le precede y al mismo tiempo establecer un dique de contención con la poesía de vanguardia de la que es coetáneo. El suyo es un mundo propio, creado a partir de su personal simbología, elaborado con unas rigurosas pautas de escritura, siempre con la intención de presentar el poema más exacto, con la frase más depurada, amparado solo en la esencialidad de la palabra. De este modo su estilo es suyo, inimitable y trasciende su época. Sus temas y su escritura gravitarán sobre los escritores venezolanos posteriores en la conciencia de su carácter único, pero también como una emulación de exigencia, de rigor poético y narrativo. Constituye una gran paradoja respecto a su tiempo y su herencia que Ramos Sucre, en un impulso que tenemos que entender de rebeldía, asumiera en sus libros el poema en prosa y sus variantes, desde el tono más lírico al más narrativo. De ahí que desde La torre de Timón (1925) hasta Las formas del fuego y El cielo de esmalte, ambos de 1929, aparecidos un año antes de su muerte, estén compuestos por fragmentos prosa que se ajustan a sus personales obsesiones, tanto en la temática como en la forma. Y es que la obra de Ramos Sucre no se puede entender sin el decurso de su biografía. Así lo entiende Teixeira en el estudio preliminar, al observar que la vida del poeta venezolano está imbricada con su obra, porque en él vida y obra se complementan para construir un todo que constituye ese mundo singular.

Varios aspectos sorprenden al leer las obras del escritor cumanés. Si nos fijamos en la elaboración de su escritura, se autoimpuso al menos dos condicionantes de estilo muy visibles, la elisión del que relativo, que lo obligaba a repensar la frase en su desarrollo verbal, y el obsesivo uso del yo, esa primera persona impositiva que termina invadiendo toda su obra. Y enseguida, también, en el plano de la elaboración de las anécdotas, la constante aparición de personajes simbólicos que, en su insistencia, pugnan por convertirse en figuras omnipresentes y recurrentes. Tales procedimientos, que llegan a constituir rasgos salientes de sus textos, pueden tener una justificación por el carácter eminentemente lírico de su estilo, o tal vez, pudiéramos improvisar otros argumentos, si situamos a Ramos Sucre en el lugar que le corresponde dentro de la historia literaria latinoamericana. Pues su obra pudiera ubicarse en un contexto epigonal del modernismo, o en la fase que algunos críticos han llamado el postmodernismo, o lo que vuelve a ser lo mismo, en una época de transición inestable que en muchos casos corre paralela con la aparición de las primeras obras vanguardistas. Es aquí donde creemos que se puede encontrar una de las claves de su literatura, en la realización consciente de una obra —en el culto a lo estrictamente literario— con lo que ello implica de autorreflexión y autoconciencia, fenómenos que asoman con la instalación de la modernidad literaria. Si bien no faltan en sus textos, sobre todo en su primer título, La torre de Timón, los procedimientos de la adjetivación modernista e impresionista (1), sin embargo, al mismo tiempo se recogen retazos románticos, de tan larga vigencia en las letras de nuestro siglo, y desde luego en el modernismo. Pero sobre todo domina el uso de la palabra como artificio verbal a la vez que una convicción clasicista que se vincula a la admiración e incorporación de las obras del pasado. Y su postura no está exenta de humor como cuando afirma en su «Granizada» —publicada en los últimos años de su vida y solo recogida en 1960 por Rafael Ángel Insausti en la recopilación Los aires del presagio— que «los escritores se dividen en aburridos y amenos. [Y] Los primeros reciben el nombre de clásicos» (424). Junto con estas exigencias también incorpora a su obra unos singulares paisajes de cultura, que se remontan a su inclinación por la Edad Media, por el mundo clásico, por personajes e historias legendarias, aunque, frente al gusto de los modernistas, esos elementos forman parte de la verdadera esencia de su obra y nunca se presentan como meros efectos de exotismo. Ramos Sucre reescribe, y su reescritura actúa sobre textos de su bagaje cultural, textos que tienen como objetivo lo que en el modernismo no es más que un comienzo: la creación de un mundo propio. Un rasgo significativo puede ofrecernos la utilización de ese yo absorbente y progresivo que invade sus poemas, pero también esa variedad de personajes que en su despliegue electivo apuntan a una deliberada intencionalidad de entramado textual. En La torre de Timón, al lado de ese yo incipiente todavía, se asientan las figuras simbólicas como el héroe, el asceta, y en algunas ocasiones, el bardo o el mago. Esas figuras no son complementarios, ni meras representaciones de un alter ego o doble imposible, tampoco se pueden confundirse con el autor real, se trata, creemos, de instrumentos estéticos, equiparables en alguna medida a ese yo que tampoco puede confundirse con su propia persona.

Que Ramos Sucre exploró los efectos de las imágenes en la escritura da prueba un libro como Las formas del fuego donde ofrece la más sorprendente variedad de actos de ritualizada y aún deleitosa crueldad. Esta búsqueda del mal no puede interpretarse únicamente como fruto biográfico de su misantropía, sino que debe responder a un propósito deliberado que se entrelaza en los sólidos cimientos de su concepción estética. No parece por ello posible desprender tal característica de la actuación de sus figuras simbólicas, el monje, el bardo y el héroe, ya sea bajo la tercera persona narrativa o bajo el yo absorbente y omnímodo que ocultan sus procedimientos escriturales. Pero dentro de tales ejercicios, que muchas veces adoptan la apariencia de motivos y espacios meramente estéticos, junto al monje y el bardo, el héroe o caballero ocupa el lugar más decisivo. Es justamente en esta figura en la que encontramos adheridas las mayores connotaciones del mal, a pesar de que es figura de gran recurrencia en su obra, fruto de esa conciencia de lo heroico, tan presente en su época y que Ángel Rama interpreta dentro de una doble significación: la del ensalzamiento oficial, y la entendida «como una condición constante del hombre, necesaria para enfrentar tiempos adversos y conservar afiladas las espadas para utilizarlas en beneficio de una deseada libertad» (2). Interpretación con la que quedaría paliada la aparente desatención por parte del escritor venezolano del contexto histórico en que vivió. Tampoco cabe duda de que, al utilizar la figura simbólica del caballero, Ramos Sucre abría un espectro de posibilidades que partía de los tópicos recibidos de la tradición caballeresca —no en vano nos encontramos ante un apasionado lector de fuerte asidero clásico— y podía incluir la armonización de las armas y las letras, los ideales y las empresas en las que también podía enarbolar legítimamente la violencia.

El caballero como recurso simbólico se integra en su escritura como elemento de la cultura universal y arquetipo superior de humanidad, aunque también su simbolismo implica alguna contradicción en el rechazo de la corrupción del entorno. Por estas razones no sería arriesgado, contemplando la amplitud de las posibilidades que propicia su idiosincrasia, pensar que precisamente es la utilización de esta figura la que facilita en Ramos Sucre la introducción del mal como revulsivo estético, pues, incluso, cuando tales acciones negativas están adscritas a otras figuras arquetípicas, sus motivos resultan siempre desplazados hacia las peculiaridades del caballero.

Que el poeta venezolano había reflexionado sobre el poder estético del mal nos lo evidencia uno de los aforismos de «Granizada» que viene a apostillar en un tono oscilante entre la sinceridad y la ironía que «El mal es un autor de la belleza. La tragedia, memoria del infortunio, es el arte superior. El mal introduce la sorpresa, la innovación en este mundo rutinario. Sin el mal, llegaríamos a la uniformidad, sucumbiríamos en la idiotez» (426). Aunque otras constataciones del mismo texto nos puedan probar la ambigüedad y la sorprendente capacidad de elección: «La frivolidad es un elemento de la belleza literaria. Todo lo que enseña es feo» (426), con lo que venía a incidir en una literatura como instrumento estético, liberada en su autosuficiencia de todo carácter apologético. El asombroso texto titulado «La vida del maldito» puede ser un ejemplo: «Yo adolezco de una degeneración ilustre; amo el dolor, la belleza y la crueldad, sobre todo esta última, que sirve para destruir un mundo abandonado al mal. Imagino constantemente la sensación del padecimiento físico, de la lesión orgánica» (103). De lo que se infiere que la crueldad es, en este sujeto, una autodefensa física y mental. Ante la faz negativa del mundo y la imposibilidad de la belleza y el bien, la única actitud posible es combatir el mal con sus propias armas: el ejercicio activo de la crueldad. O como expresa mediante otro aforismo: «Un olvido de Hamlet: tal vez hay necesidad de practicar el mal para ser respetado, para vivir en medio de nuestros semejantes» (426). Este paradigma del noble caballero, que empuña la pluma y la espada, dueño de acciones y pasiones, va a ser activamente aprovechado en la realización de los poemas que siguen, pero, como es más propia del caballero la nobleza, cuando el mal o la crueldad rebosan por su exceso, la índole del caballero se subvierte y se distorsiona por la superposición de otra figura que adopta con más facilidad el poder y el despotismo, el cacique, el caudillo o el rey se convertirán entonces en el centro del texto, y en ellos el poder o la malsana inclinación se arraigan con mayor pertinencia. Pero no solo son excesivos los ritos de crueldad en los poemas que toman como centro específicamente al caballero, sino que se acumulan también en otros en los que éste es suplantado por otro tipo de héroes que pueden definirse como sujetos degradados a los que se suele ofrecer en forma directa mediante el insistente yo que potencia su efecto. Parece seguro que «El mandarín» ya no puede ser el caballero porque está exento de sus cualidades de nobleza, y es hipócrita con el poderoso restaurando su influencia a costa de actos de progresiva perversidad:

Yo restablecí la paz descabezando a los hombres y vendiendo sus cráneos para amuletos. Mis soldados cortaron después las manos de las mujeres. […] El emperador me honró con su visita, me subió algunos grados en su privanza y me prometió la perdición de sus émulos (276).

La intertextualidad paródica de la figura del caballero parece clara, pues el bien conseguido mediante esos medios resulta más que sorprendente de lo que significa en la vida el florecimiento del mal. Mayor parodia del mismo propósito puede verse en «El nómade» pues su trayectoria se presenta desde el comienzo como la subversión total de la del héroe: producirá la esterilización del país, exhibiendo un sádico gozo en el horror, en asesinatos deleitosos y crueles con detalles de sucia recreación en la agonía de la víctima.

Es evidente que en sus poemas la inserción de motivos como la violencia y la crueldad reviste en la obra ramosucreana un calculado engranaje y que tales procedimientos no lo desligan de su clasicismo, de su riguroso concepto del texto como escritura. Ahora bien, esas mismas imágenes de violencia se constituyen en procedimientos estéticos, en la conciencia, de que, como también dijo Georges Bataille, el Mal es «el mejor medio para expresar la pasión» (3), y, dentro de su concepción de la literatura como transgresión, esa presentación de la crueldad aparentemente gratuita se convertía en la mayor de las denuncias: la del Mal como fundamento del ser y de la existencia.

*Carmen Ruiz Barrionuevo es catedrática de Literatura Hispanoamericana, a la que ha dedicado innumerables libros y artículos académicos. Es también una consecuente estudiosa y generosa divulgadora de la literatura venezolana.

1 Citamos por José Antonio Ramos Sucre, Obras Completas (Caracas: Biblioteca Ayacucho, 1980), 81.

2 Ángel Rama, El universo simbólico de José Antonio Ramos Sucre, en La crítica de la cultura en América Latina (Caracas: Biblioteca Ayacucho, 1985), 180.

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