Por GABRIEL PAYARES
“Casi todos aquellos jóvenes que desfilaban ante
la Plaza de la Revolución aplaudiendo a Fidel Castro,
casi todos aquellos soldados que, rifle en mano,
marchaban con aquellas caras marciales, después de
los desfiles, iban a acurrucarse en nuestros cuartos y,
allí, desnudos, mostraban su autenticidad”
Reinaldo Arenas
Antes que anochezca
Se sabe que la gran aspiración del totalitarismo es sistémica: hacer del Estado una maquinaria eficiente y controlada, que se repita a sí misma con la menor cantidad posible de pérdidas, fugas e inexactitudes. Una metáfora siniestra que aplica en los campos de lo económico, lo político y lo social, y en esto último en diversos aspectos de la vida cotidiana, entre ellos la sexualidad. Hace mucho que Foucault dejó en evidencia el control que los poderes ejercen sobre el sexo y la reproducción, en lo que el historiador francés entendió como biopolítica. Y según esos estándares, lo otro, lo raro, lo queer, carece de lugar en la sociedad excepto en emplazamientos de disciplinamiento del cuerpo: manicomios, cárceles o clínicas que prometen reformar, revertir o “curar”, entre otras cosas, la homosexualidad.
Ejemplos de todo ello sobran, en especial en aquellos lugares en los que el Estado devino una fuerza monolítica y avasallante, como es el caso de la Cuba revolucionaria. El afán de construir en la isla caribeña al hombre nuevo justificó, entre muchas otras reformas, la instauración explícita de la homofobia y del machismo como principios revolucionarios. Entre 1959 y 1980, especialmente, la persecución a varones gais y transexuales fue fomentada desde el Estado y alentada por el mismísimo Fidel Castro, quien en una entrevista de 1965 afirmaba que:
“No podemos llegar a creer que un homosexual pueda reunir las condiciones y los requisitos de conducta que nos permitirían considerarlo un verdadero revolucionario, un verdadero militante comunista. Una desviación de esa naturaleza está en contradicción con el concepto que tenemos sobre lo que debe ser el militante comunista…”
El impacto de semejantes medidas en la vida de pensadores, artistas y ciudadanos de a pie dentro de un régimen totalitario puede encontrarse en numerosas piezas literarias, como la autobiografía de Reinaldo Arenas: Antes que anochezca (1992); o también fílmicas, como Fresa y chocolate (1993) de Tomás Gutiérrez Alea y Juan Carlos Tabio, por citar apenas un par de ejemplos tradicionales. Un caso más reciente de ello lo constituye la novela de Marcial Gala (La Habana, 1965), ganadora del Premio Ñ de la Ciudad de Buenos Aires en 2018 y editada por Alfaguara, de título Llámenme Casandra.
Entre los poderes de la literatura, uno de los más interesantes es el de dar voz a quienes históricamente no la tuvieron, en un ejercicio de ventriloquía que va más allá del virtuosismo escénico, pues sirve para develar las directrices de exclusión, segregación y violencia que el poder político suele escamotear de su discurso oficial, aunque tire de ellas como un titiritero perverso. La proyección del yo censurado, en este caso el yo travestido, tal vez transexual, constituye una ruptura en el orden marcial del totalitarismo, y especialmente el latinoamericano, con su fetiche por el verde oliva, símbolo de una virilidad fundadora, fecundadora, liberadora, que sólo a partir de la violencia da derecho a existir. Y es esa ruptura con el statu quo lo que persigue Marcial Gala en su novela, en la que acompañaremos al delicado Raúl, también conocido como Wendy, Nancy o Marilyn Monroe, a la guerra de Angola, en el marco de la “Operación Carlota”, que costaría la vida de más de 2.000 soldados cubanos en territorio africano.
Los sobrenombres no son casuales. La imposición a Raúl de un nombre femenino, y con él de una cierta iconografía de lo sensual, de la vedette de la farándula estadounidense, son parte del aplastante discurso del patriarcado revolucionario, que percibe en cualquier interés cultivado un doble síntoma a castigar: feminidad y aburguesamiento, sinónimos para fines de la época. Pero no serán sólo sus compañeros del ejército quienes impongan a Raúl esta imagen: lo hará también su madre, cuando le pida vestir las ropas de la tía muerta; lo hará el Capitán cuando quiera ver en él a la esposa dejada en Cuba; y lo hará también el lector, único testigo de su ¿verdadera? identidad grecorromana: la mítica Casandra, que habita el cuerpo de Raúl y comparte con él las visiones de su muerte venidera, en un ejercicio constante de cuento y recuento que ocupa la novela entera. Así habla Raúl con nosotros, repitiéndose, acaso temeroso de que, como en el mito, la profecía no vaya a ser tenida en cuenta.
Esta última transformación será, no obstante, crucial para el funcionamiento del relato. No tanto por la belleza de los pasajes líricos en los que Raúl se fuga hacia la trágica Ilión, o en los que Apolo, el amante divino y furioso, se manifiesta y lo increpa llamándolo por su verdadero nombre; sino porque dará a la novela un avance onírico, a saltos de rana, yendo y viniendo a lo largo de la corta vida del protagonista, en un ejercicio de conocimiento y reconocimiento cuyo cierto regodeo recuerda a las piezas clásicas de la tragedia griega. No en balde Aristóteles describía, en su aproximación al género trágico (en su Poética del 335 a. C.), la importancia que para el funcionamiento de la tragedia posee la anagnórisis, o sea, “un cambio de la ignorancia al conocimiento, para amistad o para odio, de los destinados a la dicha o al infortunio”. Es decir, un tránsito hacia el conocimiento de que los males sufridos provienen de las acciones pasadas. Dicho saber encarnado, en el caso de Llámenme Casandra, en el constante anuncio de lo inevitable, en la voz de los dioses, las erinias o los míticos antepasados:
“Siempre creí que mi hermano acabaría por matar a la familia, que un día apareceríamos apuñalados en las camas, lo creí hasta que tuve la revelación de cómo moriríamos todos y que yo moriría aquí en África, en las fronteras del Viejo Mundo, de cierta forma sería una vuelta a la Ilión donde los viejos dioses me estarían esperando y también los fantasmas de mis amantes Agamenón y Áyax, el que nunca debió arrancarme de la estatua de Atenea cuando me abracé a ella, Áyax el que tomó a la fuerza lo que yo le daría de buen grado y que se me apareció en lontananza nada más desembarqué acá en Angola, difuso bajo la luz de África, para decirme:
─ Oh, Casandra, hija de Príamo, has vuelto” (p. 51).
De esta manera, el destino trágico de Raúl (o Rauli) ofrece un retrato íntimo de algunas pulsiones sociales oscuras en una Cuba previa al “Período especial” y por lo tanto aún heroica, enamorada de sí misma, que veía en su destino político un llamado a sentar las bases del mundo nuevo. Un espejismo además del que muchos otros habrían después de enamorarse, desoyendo las advertencias enfáticas de sacerdotisas propias y ajenas.