@LETIZIA BATTAGLIA. ROSARIA SCHIFANI, VIUDA DEL ACOMPAÑANTE POLICIAL VITO, ASESINADO JUNTO AL JUEZ GIOVANNI FALCONE, FRANCESCA MORVILLO Y SUS COLEGAS ANTONIO MONTINARO Y ROCCO DI CILLO, PALERMO, 1992

Por MARCO MENEGUZZO

Hay diferencias entre un observador y un testigo: el observador mira el mundo desde algún punto fuera del mundo, el testigo está allí, donde ocurren o han ocurrido las cosas, está “dentro de las cosas”. Eso no quiere decir que el observador vea menos bien que un testigo, es más, a veces ocurre lo contrario… así como no es verdad que el testigo siempre sea confiable. De todos modos, éste no es el punto: la diferencia se encuentra en la actitud, en el carácter individual con el que nos relacionamos con la realidad, y que significa, por una parte haber visto mucho, por la otra, siempre querer ver más. Según se adopte —de manera consciente o inconsciente— una u otra actitud, siguen en cascada algunas consecuencias que se reflejan nuevamente en el carácter de la persona, por lo general acentuando la popularidad de su escogencia. Y aún no hemos hablado ni de fotografía ni de fotógrafos.

Aún más: las características de la mirada de uno u otro pueden resumirse en dos palabras, ironía contra pasión. La ironía es un ingrediente enrarecido, sutil, elegante, para paladares refinados que se identifican con el conocimiento, la cultura —a veces con la erudición— y que suelen mantener una actitud olímpica de superioridad hacia lo real y de las cosas observadas, porque el ser humano y sus comportamientos siempre son los mismos, despiertan curiosidad, sorpresa, diversión, pero no necesitan de una participación emotiva. Basta una participación intelectual, “lingüística” por así decirlo. Por el contrario, el testigo difícilmente es neutro: o sirve a la acusación o sirve a la defensa. En una palabra, siempre toma posición, aunque no quiera. Y entrar en la batalla significa pactar, significa establecer de qué lado estar, a sabiendas del precio que hay que pagar, significa ser apasionados, y someterlo todo a la pasión (que no está ligada necesariamente al instinto: existen personas instintivamente inclinadas a la observación con desapego, aunque, con toda seguridad, no son la mayoría).

En todo caso, antes de hablar de Letizia Battaglia, cuya pertenencia a uno de estos campos, y a cuál, es evidente con sólo mirar una de sus fotos. Vale la pena hacer una referencia general a la fotografía subespecie ironiae y subespecie furoris (o amoris, traducción latina alternativa y reveladora de “pasión”). El campo de la fotografía moderna, entre el invento de la película y el posicionamiento del Photoshop, trata esencialmente de lo humano y de sus manifestaciones, y una gran parte de este universo —salvo las fotos “construidas” en un set, como las de moda— se beneficia de lo accidental del evento, de lo instantáneo de lo que ocurre y a lo que se tiene la suerte o el talento de asistir (equipado con una cámara fotográfica). Ahora, tomando en cuenta las dos principales actitudes de la mirada —la apasionada o la irónica— desde el punto de vista fotográfico, hay que decir que la gran mayoría de las imágenes fotográficas pertenecen a la primera categoría. Se crea a través de la pasión emotiva y partícipe de un evento, que de inmediato se convierte en narración, mientras que es infinitamente más difícil, aunque no imposible, capturar la mirada con la ligereza de una averiguación, sobre todo psicológica o lingüística sobre la imagen. Por otro lado, a través de la pasión nos exponemos más abiertamente a esa retórica de los sentimientos tan fácil de individualizar y tan difícil de erradicar, que acarrea el riesgo de hacer vana la sinceridad del compromiso y, sobre todo, la eficacia de la imagen: en el fondo, la crónica cotidiana ofrece una gama limitada de sujetos, casi siempre vinculados con el dolor, y la toma fotográfica fácilmente recae en el estereotipo del sufrimiento que obedece a estándares visuales casi siempre iguales a sí mismos. Es más, la “fotonarrativa”, al ser la favorita de los fotógrafos, inclusive de los aficionados (una foto con helado en la Plaza del Duomo en Milano es una foto narrativa porque habla de un lugar, de tu viaje, de tus gustos, etc.…), la multiplicación de tomas sobre sujetos habituales y canónicos, hace infinitamente más difícil alejarse del acostumbrado mainstream, a pesar de la dureza y lo actual del evento. En resumen, es Henri Cartier-Bresson frente a Letizia Battaglia…

¿Por qué justamente ella? ¿Por qué Battaglia y no tantos otros extraordinarios fotorreporteros, que al igual que ella actuaban y actúan sobre esos temas, sobre esos sujetos? Antes de entrar en el fondo del lenguaje fotográfico en sentido estricto —algo que tiene la mayor importancia, en última instancia— vale la pena llegar al núcleo expresivo partiendo desde órbitas externas, que paulatinamente se acerquen al corazón del problema. Battaglia es mujer, y ha sido una pionera en la especialidad de fotos de crónica de sucesos. Esto seguramente ayuda para el reconocimiento histórico de su trabajo, y encuentra hoy un clima muy favorable, al contrario de lo que ocurría entre los Setenta y los Noventa del siglo pasado, el dicenio de acción diaria en el campo de Batalla (Juego de palabras: “Battaglia” significa batalla en italiano): quedó grabado en la memoria el recuerdo de la fotógrafa mientras se abría paso a codazos para llegar lo más cerca posible a la escena, y es reconocida por el comisario de policía Boris Giuliano dicenio asesinado posteriormente por la Mafia—, quien la dejó pasar gracias a su autoridad y a su intuición. Pero no se trata de reconocer la “paridad de sexos” (así se decía en los Setenta) y “resarcir” a una mujer por todas aquellas que no lo han sido: la pregunta en cambio es otra, esto es, si su condición de mujer añade algo, si es una diferencia en sí misma y si esta diferencia sale a la luz o no al observar sus fotos. Por ahora dejamos la pregunta en el aire. Luego está Palermo. La ciudad es al mismo tiempo el escenario y la protagonista de sus fotografías, hasta en los primeros planos cerrados, como el de la viuda del agente Vito Schifani, a quien volaron por los aires junto con el juez Falcone, en Capaci. Battaglia había empezado su profesión de fotógrafa en Milano a principios de los años Setenta, cuando se trasladó allí para vivir el clima prerrevolucionario de las protestas estudiantiles, y había conseguido trabajo en los grandes medios impresos de la ciudad, pero la atracción por Palermo la había hecho regresar. ¿Qué hay en Palermo que no se consiga en Milano o en París? Palermo es una ciudad sin tiempo, como podría ser Varanasi (Benares) en la India, donde no sabes si los edificios tienen veinte o veinte mil años, y donde la lucha por la vida es aún la lucha por la vida y no una lucha por una vida mejor, donde el conflicto social no se ha estructurado en clases articuladas sino que es cuestión de supervivencia entre “pobres” y “ricos” como en las sociedades arcaicas o en el cuento de Cenicienta. En esos años en particular, la criminalidad buscaba la hegemonía sobre la ciudad a punta de balas y no de sobornos a los “cuellos blancos” como ocurrió después, y la violencia estaba a la orden del día —desde 1979 a 1986—, más de mil asesinatos en Palermo y zonas aledañas: una escena de masacre de los inocentes en la que la presencia de la sangre derramada de manera cotidiana hace gritar. El grito de Battaglia está en las fotos donde la sangre, en las imágenes en blanco y negro, resulta negro brillante, y se expande entre la basura en las aceras o sobre el semicuero de los asientos de los autos.

De esta manera, una condición —la de ser mujer— y un lugar —Palermo— como premisas, y Letizia Battaglia como catalizador volitivo de una situación personal potencialmente explosiva: una doble revolución, la individual y la social como objetivo, y un objetivo —el de la cámara fotográfica— como arma. En una situación de crisis se acelera cada metabolismo tanto individual como social, y con más razón si esta crisis es tanto individual como social: esos años son los años de la liberación personal de Battaglia de una serie de constricciones y de comportamientos sociales heredados de una sociedad en descomposición, tanto de la rebelión hacia la violencia y al atropello de la criminalidad.

La emancipación para Battaglia pasa a través de una suerte de lavatorio, una catarsis a lo tragedia griega, de quien encuentra el rescate después de haber experimentado el horror: “tenía que estar allí —cuenta en un documental televisivo de 2012—, muy cerca, trabajando con un gran angular, tenía que correr el riesgo de que me escupieran la cara”, porque la fotografía —para el mafioso retratado— sigue siendo un motivo de afrenta, de vergüenza, de burla, que puede pagarse con la vida, justamente por la fuerza arcaica y modernísima que aquel le atribuye a la imagen de la derrota, de pronto hasta más que a la misma derrota.

Sin embargo, no se puede mirar sólo en el abismo y, como le ha ocurrido a muchos fotorreporteros —sobre todo de guerra… ¿y no es ella también una fotorreportera de guerra?—, un día también Battaglia tuvo suficiente de todo aquello y exorcizó el horror sobreponiendo el cuerpo desnudo de la mujer a aquellas fotos, como una forma de declarar que la vida, personificada por el cuerpo femenino, le gana a la muerte porque se le sobrepone, la coloca literalmente en un segundo plano. Descrita de esa manera, se trata de una forma retórica elemental, básica, y es verdad, Battaglia es elemental en sus comunicaciones —es decir, en sus fotos: un muerto es un muerto, el malo es malo, el dolor es dolor, la esperanza es esperanza. En su caso, en sus años de militancia activa , de “patrullaje de las calles” de Palermo, el antídoto inmediato contra la maldad y la culpa del mundo es de todos modos la presencia de la inocencia y de la esperanza, que es plásticamente representada por los niños —y sobre todo por las niñas— que Battaglia fotografía constantemente. Las niñas (y los niños) de Battaglia siempre son niñas, no tienen malicia, y paradójicamente, no son mayores de la edad que tienen, aunque trabajen como lavaplatos sin haber ido nunca a la escuela, si juegan con un balón posando en un minuto de tregua —quizá su foto más icónica— hasta cuando juegan a ser “killer” son inocentes, porque la “muerte matada” pertenece al contexto de su mundo, y no se preguntan por qué. El contraste entre el mundo de la inocencia infantil y el mundo adulto es una foto que retrata en primerísimo plano a un viejo campesino en el acto de comer algo de un cuenco, mientras en segundo —hasta en tercer plano— de esta escena coral una niña se destaca en el cielo y mira a lo lejos, esbozando una sonrisa, mientras el viejo está concentrado en la comida, con una mirada entre cautelosa y malvada, como si quisiera amenazar a alguien con intenciones de quitarle el cuenco: quizá todo esto es el fruto de una narración equivocada, de pronto los dos  están unidos por un vínculo familiar y se quieren, pero el fotógrafo no retrata “esa” familia, sino la esperanza y la desilusión, lo nuevo y lo viejo, y, mirando bien, el Bien y el Mal.

Esta es la fuerza de Battaglia: poder hablar en términos ultra retóricos —yo, por ejemplo, no recuerdo haber hablado de Bien y Mal en ninguno de mis escritos, y ahora tengo miedo de eso…—, sin por eso caer en la retórica. Al fotografiar niños, así como al fotografiar el dolor, la retórica está siempre al acecho, y la conmoción inmediata es su síntoma, pero éste no es el resultado que provocan sus fotos: es algo más profundo, porque la inocencia es un estado de la naturaleza, y de por sí sola no quiere conmover porque no se da cuenta de ser conmovedora. Sigue siendo un hecho que Battaglia se atreve a fotografiar a los sujetos potencialmente más retóricos, sin ningún miedo: ¿acaso está sin rumbo en esto? ¿Es un problema de inconsciencia? No, es una cuestión de fuerza. De la fuerza del amor, cabría decir, si la frase no fuera realmente “demasiado” retórica. De todos modos la retórica en sus fotos le deja el lugar a la “verdad” (recordando sin embargo que las dos categorías no siempre son alternativas la una de la otra), porque Battaglia “entra” en las cosas, ama apasionadamente la vida, y no se puede amar la vida —sobre todo en un contexto como Palermo— si no se tiene esperanza. “Son fotos tomadas así —sigue contando en aquel documental, a propósito de la secuencia trágica del asesinato de Piersanti Mattarella, hermano del actual presidente de la República—, fotografiabas lo que fuera, no sabías bien…”, y es verdad, todo está movido, los encuadres son “incorrectos”, pero estabas allí, estabas y querías estar, y este es tu testimonio. De la misma manera, para Battaglia la presencia de una niña/o es el testimonio plásticamente visible de la fuerza de la vida, en una lucha eterna e inconsciente en contra del vacío inútil de la muerte producida, y en esta batalla no se puede dejar de escoger, no es posible involucrarse sólo a medias y no hay que tenerle miedo a ser lingüísticamente retóricos. La decisión está por encima de todo. En este sentido, la inocencia de sus niñas por lo menos iguala el rostro tan lleno de esperanzas de Valeria Ciangottini en la última escena de La dolce vita de Federico Fellini: allí la retórica lo es todo, aquí todo es absolutamente “irony free”. La capacidad de dos artistas de alcanzar el mismo resultado a partir de premisas absolutamente opuestas viene del empuje vital totalizador con que miran el mundo. O hago esto o muero.


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