Aníbal Romero
3. Hacia el abismo.
“Es de sobras sabido que todo lo artístico tiende al abismo”, escribió Thomas Mann en 1925 (1). Esta inalterable convicción del escritor, que como vimos antes hunde sus raíces en las tendencias irracionalistas y románticas del siglo XIX, impulsa la compleja ruta vital de Gustav Aschenbach, personaje central de La muerte en Venecia. La obra, publicada dos años antes del estallido de la Primera Guerra Mundial, nos presenta a un escritor exitoso y respetado por sus compatriotas, honrado por el Estado y convencido de la suprema dignidad de su papel pedagógico y prototipo ético, que se ve sin embargo impelido por fuerzas irresistibles hacia un “caos primigenio”, en el que “la infamia más monstruosa le parecía llena de promesas y encontraba caduca la ley moral” (2).
La muerte en Venecia, a diferencia de la novela de 1924 La montaña mágica, no puede en lo esencial ser caracterizada como “novela política” (3). No obstante, a mi modo de ver y seguramente sin que Mann se lo propusiese así al concebir su obra, la existencia personal de Gustav Aschenbach, que busca y encuentra su destino trágico en una Venecia decadente y asolada por el cólera asiático, constituye una metáfora o reflejo de la Europa de entonces, así como de la generación de intelectuales alemanes a la que pertenecía Mann. Este grupo de brillantes hombres de letras, pensadores y artistas −comenta Carl Schmitt− estaba dominado “por una sensación de ocaso cultural”, que de manera paradójica abonó una visión de la guerra como una especie de gesta liberadora de renovación espiritual (4).
Aschenbach nos luce arrastrado por fuerzas indetenibles, pero una lectura cuidadosa de la obra, que está tan llena de vericuetos y sutilezas como la propia Venecia, indica que en realidad su protagonista intuye la verdad de lo que acontece y disfruta su complicidad con el curso de los eventos. Todo empieza con este recto e intachable burgués que sale de su casa un mes de mayo, acosado por un “desasosiego impulsor” y un “afán impetuoso de huida”, sensaciones que le distancian de una cotidianeidad productora de aguda insatisfacción. Del burgués descarriado en el relato Tonio Kröger pasamos ahora a Aschenbach, el burgués insatisfecho de La muerte en Venecia, otro personaje de Mann en el que se funden “un sentido del deber austero y escrupuloso con impulsos más oscuros y fogosos” (5). La Europa del momento, próspera y estable, encerraba como Aschenbach en sus entrañas un terrible potencial de destrucción cercano a desatarse. El ortodoxo clasicismo de Aschenbach, en su persona y en su arte, escondía un precipicio insondable: “Pero esta resolución moral… ¿no supone a su vez una simplificación, la reducción del mundo y del alma a un estado de candor ético…un reafirmarse en dirección al mal, a lo prohibido y moralmente inadmisible?”(6). El desasosiego en el alma de este individuo emblemático retrataba el de un mundo aquejado por un ansia indefinible de liberación.
Movido por este confuso universo de emociones y reflexiones, Aschenbach pone rumbo a Venecia, una ciudad a la vez hermosa y decadente, y en el camino se le hace patente un destino de muerte mediante encuentros que son, al mismo tiempo, fortuitos e insoslayables, y actúan en el libro como símbolos de una despiadada fatalidad. Su pudorosa y equívoca aproximación a Tadzio, el efebo al que entrega su fatídica infatuación, le revela que la belleza del joven, como la de Venecia, es imperfecta. Los dientes cariados de Tadzio operan como el siroco veneciano, el viento bochornoso que se posa sobre la ciudad en pleno verano, agotando los cuerpos y aturdiendo los espíritus. Son ambos, dientes heridos y vientos malignos, signos de deterioro que profanan lo bello. Aschenbach percibe no obstante un “extraño regocijo” en su persecución de Tadzio, pues entiende que “la pasión, como el crimen, se aviene mal con el orden establecido…y cualquier dislocación del sistema burgués… le resultarán forzosamente gratas, porque conserva una vana esperanza de sacar provecho de ellas” (7). Imposible no hacer de nuevo una analogía entre el individuo Aschenbach y la Europa de entonces, avanzando ambos sin tregua y con aciago afán sobre un sendero de patentes peligros, y haciéndolo además con mortífero entusiasmo. Como tantos otros en la Europa de esos años previos a la guerra, Aschenbach “conoció la lujuria y el vértigo de la aniquilación” (8).
A pesar de que Aschenbach llega a saber que la peste se extiende por la ciudad, y que las autoridades intentan ocultar las noticias para impedir el pánico y la estampida del turismo, calla la verdad, esforzándose por evitar que Tadzio y su familia abandonen Venecia. Desprendido ya de todo freno, habiendo dejado de lado su fidelidad al espíritu burgués de sus padres, ciego y sordo ante el deber de salvaguardar su dignidad, el escritor acaba por entregarse a “las ventajas del caos” (9). Su drama le lleva finalmente a cuestionar su arte, su carrera, su misión de escritor y pedagogo de su gente; todo ello le parece ahora una farsa: “la confianza de la multitud en nosotros, el colmo del ridículo, y el deseo de educar al pueblo y a la juventud a través del arte, una empresa temeraria que habría que prohibir. Pues, ¿cómo podría ser educador alguien que posee una tendencia innata, natural e irreversible hacia el abismo?” (10).
En su notable biografía, Hermann Kurzke describe la situación espiritual de Mann al momento de estallar la guerra en el verano de 1914, y cita cartas en las que el escritor se revela “harto de un mundo en paz”, e invadido por un sentimiento de “depuración, elevación y liberación”. Mann considera la guerra como una “solución” (11), ¿pero a qué exactamente? Según el biógrafo, la guerra proporcionó a Mann una vía de escape a la desorientación artística y política que para entonces experimentaba, otorgando un nuevo sentido de dirección y metas renovadas a su vida. La guerra, insiste Kurzke, significaba para Mann “lo mismo que Tadzio: el retorno de lo reprimido, el regodearse en el sueño dionisíaco de la fusión y en el deseo de la muerte” (12).
Creo que estas especulaciones son en gran medida válidas, y las mismas aportan indicios que iluminan el tema que ahora cubrimos, contribuyendo a aclarar por qué Mann apoyó a su país en guerra. No obstante, el libro que Mann escribió durante esos años, en el que procuró esclarecer sus posiciones políticas y artísticas así como su respaldo patriótico a Alemania, permite sumar otras conjeturas. Por un lado, Mann apoyó a su país porque pocas veces resulta fácil nadar contra la corriente, en particular en medio de la vorágine nacionalista que arrastraba a toda Europa en 1914, y porque un patriotismo elemental fluía por sus venas. Es además necesario añadir que aún para ese momento las concepciones del escritor acerca de la política eran más bien inmaduras, y pecaban de perceptible desinformación acerca de las realidades internacionales y sus orígenes.
Por otro lado, el estudio de las Consideraciones de un apolítico revela que para Mann, la causa bélica alemana incluía la defensa de los valores del orden burgués en el que se formó un orden aristocrático e idealizado (13), que le servía como punto de apoyo mientras sorteaba las tormentas que se desataban a su alrededor: “… la burguesidad… una burguesidad aristocrática en cuanto clima y sentimiento de la vida, constituye mi herencia personal” (14). Mann era, en otras palabras, un conservador por tradición, y pienso puede aseverarse que ser conservador era su estado de ánimo dominante en lo concerniente a la política, aunque el suyo −como comentaré más adelante− fue más bien un conservadurismo elaborado a medias y más temperamental que ideológico.
Es inútil buscar un análisis desapasionado y al mismo tiempo informado acerca del panorama internacional vigente durante la etapa en que Mann escribió las Consideraciones de un apolítico. Mann no se detiene en una indagación concreta acerca de las políticas de los poderes en pugna en 1914, en torno a las raíces en el imperialismo expansionista que antecedió la guerra, del armamentismo, el extremismo y los objetivos bélicos de los diversos bandos. Su análisis es predominantemente cultural y se ubica en un nivel de abstracción a veces inasible, centrado en la convicción de que el orden burgués que añoraba “fue una era cultural pura, nada política”. La ingenuidad política de Mann es reiterada: “… mi participación en esta guerra nada tiene que ver con la dominación mundial y comercial, sino que… es la participación en ese apasionado proceso de autoconocimiento, auto-delimitación y autoafirmación al que se obligó a la cultura alemana en virtud de una terrible presión y ataque espirituales lanzados desde afuera…” En otras palabras, y sin ánimo sarcástico, la guerra de Mann era una guerra metafísica, muy alejada de los apremiantes asuntos concretos que afectaban a la mayoría de sus compatriotas. Su pesquisa en las Consideraciones se mueve en un ámbito etéreo, en el que la “cultura” alemana de enfrenta a la “civilización” liberal-democrática. Esa cultura exclusivísima, a su modo de ver, opone la “música”, un valor alemán, a la “política”. Acerca de esta última Mann es ambiguo, y una vez dice que la política es “un capítulo de la ética” y pocas páginas después que “la política lo corrompe todo” (15). Resulta obvio, para cualquier lector que recorra las abigarradas páginas de este libro a la vez desordenado, en oportunidades muy interesante, y sin lugar a dudas importante, que se trata de la obra de un hombre luchando con valor y angustia por un descubrir una verdad tranquilizadora.
Lo que puede decirse sin temor a cometer una injusticia, es que los razonamientos políticos de Mann en las Consideraciones son, en general, dogmáticos e irreales. Nos afirma que la democracia significa “hegemonía de la política… en cuanto desplazadora de la música”, y por música el escritor entiende el presunto valor característico de la nación alemana, un valor que encarna todo un bagaje cultural-ideológico que en el libro adquiere, más bien, un rango gaseoso y a fin de cuentas impalpable. Si, de acuerdo con Mann, la democracia “es, de por sí, algo no-alemán, anti-alemán”, es natural que concluya que un Estado autoritario “es y sigue siendo la forma de gobierno apropiada al pueblo alemán” (16). Ahora bien, es imperativo destacar que Mann se refería acá al autoritarismo de raigambre Bismarckiana, al tipo de régimen que cabe denominar, con las salvaguardas del caso, un autoritarismo “ilustrado”. Ciertamente, Mann no estaba hablando en su libro de los totalitarismos que aún no existían, pero cuyos atisbos ya era posible vislumbrar para algunos espíritus visionarios en el horizonte histórico europeo. Y Mann fue bastante perspicaz y clarividente en ese terreno.
Ya insinué que en las Consideraciones de un apolítico abundan las paradojas y las contradicciones. El propio Mann dice que el libro está impregnado de un “sentimiento vacilante”, poniendo de manifiesto, en su propia opinión, una desacostumbrada falta de dominio del tema (17). Este último rasgo se revela, para mencionar otra instancia paradójica, en las observaciones del libro sobre el siempre presente tema del arte y el papel de artistas y escritores en la sociedad. De un lado Mann sostiene que ética, condición burguesa y decadencia son “cosas que van juntas, que son lo mismo”, y él se define en lo personal como un “analista de la decadencia”. A la vez realiza una apología sobre la presunta y especial misión educativa de Alemania hacia el mundo, pues se trata de un “pueblo universal, en el cual toda la humanidad comienza a reconocer sus maestros y educadores” (18). Resulta extraño, por decir lo menos, que se proclame una misión educativa a nivel mundial desde la perspectiva de la decadencia. Pero insisto: en la ruta intelectual y política de Mann las Consideraciones constituyen un texto singular, una especie de travesía exploratoria a través de un territorio poco conocido, en el que un paisaje irregular y tortuoso se muestra y se retira, cubierto por una niebla zigzagueante.
Sobre este suelo inseguro podemos no obstante percibir tres componentes fundamentales del prisma mediante el cual Mann contempla la realidad, tanto con relación a su literatura como con respecto a la política. Tales componentes son, en primer lugar, su apego y defensa de la “alta civilización” de la que se siente heredero y paladín; en segundo lugar la permanencia en su espíritu de un enfoque ambivalente acerca de la naturaleza del arte y su sentido; en tercer lugar el temperamento conservador, en el que destacan con variable intensidad la mezcla de ironía y escepticismo ante los eventos históricos, el repudio a las utopías ideológicas, las doctrinas políticas salvacionistas, es decir, mesiánicas, y el “humanitarismo hipócrita” y demagógico (19). A esto último se añadía una actitud en ocasiones paternalista y otras veces desdeñosa hacia el pueblo y la democracia, actitud teñida de ironía. Tal postura, como es lógico, le llevó también a rechazar “el sesgo tiránico del socialismo” (20). Si bien es cierto que años más tarde Mann sostuvo, en referencia a las Consideraciones, que “Apenas lo hube concluido, en 1918, me separé de él” (21), lo que no es sino parcialmente cierto, pues diversos ingredientes de su perspectiva político-ideológica continuaron jugando un rol significativo, aunque tortuoso y a veces incoherente, en sus tomas de posición ante los colosales acontecimientos de su tiempo.
Luego de la derrota alemana, la historia le exigió a Mann dar respuesta a las convulsiones de una naciente y vulnerable República, al ascenso del nazismo y el comunismo, y a la conquista del poder por parte de Hitler. De ello procuraré dar cuenta en las siguientes secciones.
NOTAS:
- Citado en, Hermann Kurzke, Thomas Mann. La vida como obra de arte (Barcelona: Galaxia Gutenberg, 2003), p. 165
- Thomas Mann, La muerte en Venecia (Madrid: Editorial Diario Público, 2010), pp. 10, 87
- Así lo sostiene Gabriel Jackson en su estudio “La montaña mágica como novela política”, Madrid, Revista del Centro de Estudios Constitucionales, # 5, 1990, pp. 125-134
- Carl Schmitt, “La era de las neutralizaciones y de las despolitizaciones”, en, El concepto de lo político (Madrid: Alianza Editorial, 2009), p. 119
- La muerte en Venecia, pp. 9-13
- Ibid., p. 18
- Ibid., pp. 28, 44, 68-69
- Ibid., p. 86
- Ibid., pp. 72, 84
- Ibid., p. 91
- Kurzke, pp. 256-257
- Ibid., p. 252, 254-255
- Thomas Mann, Consideraciones de un apolítico (Barcelona: Ediciones Grijalbo, 1978), p. 135
- Ibid., p. 158
- Ibid., pp. 49, 57, 131, 134, 136, 143, 156
- Ibid., pp. 47, 281, 320
- Ibid., p. 28
- Ibid., pp. 126, 262
- Ibid., 369, 378, 600. Kurzke aporta una excelente definición de la genuina ironía conservadora: “La ironía…es camuflaje. Ironía significa no dejarse atrapar en una pasión, en un sentimiento, significa seguir siendo superior y mostrarse inatacable…”, Thomas Mann. La vida como obra de arte, p. 141
- Ibid., pp. 343, 384-385, 579-580, 587, 594-595
Citado por Erika Mann en su Introducción a las Consideraciones de un apolítico, ob. cit., p. 23