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Las trampas de la imagen

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Por LUIS PÉREZ-ORAMAS

Para José Balza

por la sombra dorada del Caimito,

por la percusión de las aguas

de un Delta que aún no conozco.

1.

Filóstrato el rétor busca con premura la casa que lo hospeda. Nápoles es un hervidero de lluvias estivales cuando han comenzado ya los juegos. Filóstrato el rétor piensa en Atenas. Mientras su cuerpo se adormece entre sudores, otros puertos, otros cielos, otros discursos lo velan. Filóstrato el rétor entra en el amplio pórtico decorado de mármoles brillantes. Un bullicio infantil lo sorprende. Lejos, la ciudad, el Imperio, la gloria, el oro. Más allá del atrio el mar se escucha, se extiende como un desierto sin nombre: lugar incógnito, tiempo anónimo. Filóstrato el rétor calla ante el silencio de los cuadros que decoran la amplia casa. Los niños que merodeaban murmuran ahora su enjambre sordo: solicitan explicaciones sobre los diversos íconos; esperan. Filóstrato el rétor profiere entonces sus palabras contra el eco de los muros, contra la indiferencia de los cuadros, contra el bullicio infantil, analfabeto. Otro silencio, otra mudez, otra afasia lo celan. Como Narciso en otro texto, Filóstrato ignora lo que mira. Pero lo que mira lo consume.

Filóstrato el rétor dicta la escena de su ficción: íconos, ídolos, fantasmas, simulacros. Oscuros argumentos resuenan como una caricia ciega mientras la mano potente de un esclavo transcribe su voz al osco sonido del estilete. Se iluminan, confusamente, dos palabras para decir lo mismo: Filóstrato el rétor llama “cuadro” —pinakes—  a los íconos encastrados en las paredes de mármoles que lo acogen, para hacerlos luego, en su propia voz, y en la escritura  de  quien  transcribe,   tan   solo,   frágilmente,  “imágenes” —graphè— (1). Filóstrato se yergue, entonces,  levanta la vista y mira el abismo de tiempo que lo separa de una caverna, de una llama temblorosa, de una sombra proyectada, de un amor que se distancia, de un contorno dibujado contra el olvido, como la primera de las figuras, como un rastro que sería entre las cosas nada, y que en las riberas de la muerte a las cuales todo gran amor que está convocado sería, en la memoria, algo. Propercio: “El peor de mis terrores es que al  instante de morir tu amor se ausente” (2).

La escena primitiva de esa ambigüedad, de ese terror, acecha desde siempre a la pintura. Ser lo que no es. O no ser nada, siendo no obstante algo. Ser sombra, fantasma, simulacro. Ser una cosmética o hipnótica poción para la embriaguez de la mirada. Ser solo una cosa, un cuadro (pinakes). O no ser nada, solo una imagen (graphè). Los hombres inventaron dibujar la proyección de las sombras (skiagraphia), que es el nombre antiguo de la pintura, para que al instante de morir —esa escena perseguida desde siempre por los pintores— el amor de tanta memoria presente no se ausentase en la noche cavernaria de la separación. Desde entonces el riesgo de la nada arrulla a la pintura; la estremece, la desafía a ser algo y la precipita también, en sus días peores, a no ser más nada que un espejismo bidimensional.

Desde entonces algunos oficiantes y amantes de la pintura, ese menester postrimero, hemos aceptado en un silencio injustificable que se imponga la figura de tal espejismo bidimensional sobre el imaginario que la regula conceptualmente entre nosotros. Como si, en verdad, la pintura fuese nada: ícono, imagen, simulacro, fantasma. Hemos pretendido absurdamente entonces separarla (a la pintura) de las cosas que tienen cuerpo y gravidez, densidad y espesor, atrincherándola en el reducto carceral de esas dos inexistentes dimensiones, negándole cuerpo, negándole opacidad, negándole gravedad, negándole solidez, negándole su estado primigenio y último de cosa en el discurso que la nombra. Desde entonces pululan en escuelas y salones, en museos y talleres vacuas distinciones entre lo bidimensional y lo tridimensional que constituyen una forma peor de simulacro, un fantasma y una hipnosis teórica más vana aún que los sueños sobre una pintura exilada de repúblicas.

En la viciosa analogía de lo pictórico con lo ilusoriamente bidimensional respiran, solapados, y a menudo desenmascarados, dos excesos, dos rasgos paralizantes: un espejismo primitivo; un arrogante ilusionismo intelectual. De ambos puede decirse que la pintura padece los efectos a través de una impostura, identificándose con lo que no es, deformándose en usos banales, en una forma inoculada de ‘imagismo’, cuando no en una ingenua imagería.

Volvamos, una vez más, a Plinio, a las cavernas. En un síntoma esclarecedor e iluminante la leyenda de los inicios de la pintura viene a producirse al final. Allí, en el hogar cavernario de la pintura, desde donde Plinio recita sus orígenes (supuestos) y sus artífices (legendarios), el texto se revela como un magistral operador de historia, cuando en las primeras páginas se dice —o se anuncia— la historia del arte desde su caducidad: la pintura, “arte otrora ilustre (…) hoy totalmente suplantado…”, arte “completamente caído en el desuso”, sobre cuyos orígenes oscuros es mejor no decir nada, sino apenas, y acaso, que algunos lo suponen una invención de los egipcios, otros una vana pretensión o simplemente el fruto de un azar común al haber los hombres “trazado con líneas el contorno de una sombra…” (3).

Mito cavernario, platónico, nocturno que con la noche de las sombras adjudica a la pintura el fardo de su caducidad, la misión de anunciar, de “aportar la nueva” incesante y repetida de su (in)actualidad. Pero de ese “mito cavernario”, de ese recinto sombrío donde se desarrollarían los oscuros orígenes de la pintura Plinio no dirá nada hasta que, clausurando ya su relato, haya pues su narración de tocar el fin. Solo allí, cuando el texto agoniza, se profiere la leyenda de fundación de la pintura. Lo que fue una referencia somera en las primeras páginas (“todos reconocen que el origen de la pintura consistió en trazar, con ayuda de líneas, el contorno de una sombra humana”) se convierte entonces en una escena de fundación: Butades descubrió el arte de modelar retratos en tierra endurecida cuando su hija, enamorada de un joven y en desasosiego por la separación inminente de su amor, trazó con una línea la sombra de su amante proyectada contra un muro con ayuda de una linterna. Butades aplicaría allí la arcilla para hacer de aquel contorno un relieve, una efigie corporal y duradera sobre la sombra muda de la primera de las pinturas, y como una excrecencia sobre aquel rastro surgiría entonces el arte del modelaje. Propercio: “El peor de mis terrores es que al instante de morir tu amor se ausente”.

2.

En la inminencia de otro capítulo de la historia natural de las artes, cuando otra forma de arte debe aparecer en la escena del texto, un arte grávido, más específico, más sólido —el modelaje—, Plinio afirma con no menos astucia haber  “dicho ya todo y más de lo que hace falta decir sobre la pintura” (3). La imagen primera, la originaria imagen (graphè) se encastraría en la pared como una sombra, distinguiéndose luego de ella por su relieve y al mismo tiempo confundiéndose con su superficie. La imagen, que no es (casi) nada sino una sombra proyectada, se hará entonces algo: una “costra”, un bulto inflado y duro, un estigma tieso que surge de la misma piel del mundo. Una cosa.

Y a la inactualidad originaria de la pintura, que sería su aporte civilizatorio mayor —poder existir a contrapelo del tiempo— se añadiría entonces para siempre el suplemento discursivo alrededor de sus silencios; a la pintura como caducidad se añadiría la pintura como soporte de un decir extremo y excesivo: “todo y más” de lo que ha sido dicho y de lo que hacía falta ya por proferir sobre ella.

Así resonarían las palabras de Filóstrato en la galería de los cuadros: como un exceso. Como algo que no es ni será nunca la verdad de la pintura, pero que también la constituye, esa verdad, espejeándola en su dicción, en esa voz, en aquel texto, que sin cesar la cambia, y que no es nada menos que el discurso sobre la pintura. Filóstrato el rétor añadirá el verbo, la palabra, el eco que acompaña desde siempre al irreconocimiento de Narciso cuando miraba sin saber, y cuando lo que sin saber, mirando, lo consumía.

Entre la caverna “pliniana” y el palacio donde el rétor se hospeda en Nápoles, entre las paredes telúricas del amor que se distancia hacia la noche de la muerte y los muros de pétreos y preciosos intarsi en donde refulgen los cuadros que Filóstrato mira y describe habría una relación de solidaridad, una continuidad y quizás también una identidad, denotada precisamente por la referencia al “encastramiento” de esos cuadros. En aquel palacio de mármoles lujosos, mientras afuera los atletas celebran el resplandor del cuerpo, Filóstrato el rétor invertirá los términos de Plinio el legendario: el recorrido que conduce de las sombras a la plástica, de la nada evanescente a las pesadas cosas y de los fantasmas a los cuerpos retornará, por efecto de la palabra, al universo de los simulacros. Y los cuadros encastrados se harán, en el pulso casi ingrávido de la lengua escrita, en el artificio afásico de su descripción, imágenes, graphè, sombras, nada.

Lo que para siempre yace en el texto de Filóstrato —y no será nunca excesivo repetirlo— es un abrupto recorrido por medio del cual las cosas encastradas en el mundo, y entre las cosas los cuadros, se convierten por la mediación de la palabra en asuntos incorpóreos, en fantasmas, en imágenes, en sombras nuevamente. Con haber “inventado” la descripción, sin la cual los cuadros no parecen poder existir en nuestra cultura, el texto de Filóstrato revive el mito de Narciso —un cuerpo que se hace imagen, que se hace otro, que desfallece acompañado por una voz que incesantemente retorna, pétrea, a su propia, deseosa fuente— y que pone en evidencia, signando con ello el campo cultural en el que comienza a ejercer sus efectos enriquecedores y perturbadores, un problema, una aporía: para que algo esté en el mundo debe ser nombrado; pero al nombrarlo, al convertirlo en nombre se lo extrae también del mundo, se lo desincorpora, se lo desmaterializa, se lo hace idea, signo, imagen, aliento, es decir, nuevamente, sombra.

Los cuadros, antes de su descripción, son cosas (pinakes), pero en la descripción se hacen tan solo imágenes (graphai). Como cosas, los cuadros son cuerpos y no pueden enajenarse de su densa condición, de su opaca gravidez, de su solidaridad ontológica con nuestros propios cuerpos. Solo como imágenes, solo en la obnubilación verbal de que son (solo) imágenes los cuadros soportan la ilusión según la cual carecerían de “tercera dimensión mundana”; solo como imágenes los cuadros soportarían —al precio de perder lo que los identifica entitativamente— su presunción bidimensional.

¿Cómo es posible entonces que se haya generalizado en nuestra cultura artística tan absurda pretensión? ¿Cómo es posible que artistas, profesores, críticos, museólogos, estudiantes, museógrafos, coleccionistas, restauradores, periodistas se contenten de tan insatisfactoria calificación? ¿Cómo es posible que se llame al cuadro de tal modo que deje de verse como cuadro, como espacio, como altura, como espesor, como densidad, como campo, como pesantez, como cosa? ¿Cómo puede el olvido ser tan eficaz? ¿Cómo puede una ideología de la imagen haberse impuesto tan rotundamente sobre la concreta realidad de que una pintura es, antes que pintura, cosa y como pintura, también, objeto? ¿Cómo puede, en beneficio de las ilusiones del discurso, dejar de verse la realidad más manifiesta? ¿Cómo hemos llegado a ser víctimas de ese “síndrome narcísico” que consiste, al ver el campo de una pintura, en olvidar que lo que vemos es su ínfima o rotunda densidad, su materializada epidermis?

Tal suma de ilusiones, que se resume en un espejismo bidimensional, solo se explicaría por la persistencia en nosotros de dos fantasmas (o mitos): aquel primitivo que nos lleva directamente a la caverna “pliniana” y aquel intelectualista que nos propulsa sin mediaciones a la caverna “platónica”. Habría pues que comprender cómo, con negar la realidad de la pintura, el espejismo bidimensional supone, en sus implícitos primitivos, que la pintura es nada; y cómo, en sus implícitos intelectuales, angelistas y platónicos establece que la pintura es mentira (ontológica), ilusión (óptica) y fármaco (visual).


*Tomado de La (in) actualidad de la pintura y vericuetos de la imagen. Tres ensayos. Luis Pérez-Oramas. Prólogo: Luis Miguel Isava. Editorial Pre-Textos, España, 2021.


Notas

1. Philostrate: La galerie de tableaux, I, nota 7, [Paris: Les Belles Lettres, 1991], 121

2. Sexto Propercio: Elegía XIX [Amor más allá de la muerte]: https://www.academia.edu/36042656/Propercio_Sexto_Elegias_bilingue.

3. Plinio el Viejo: Historia Natural, Libro XXXV, I-XV, [Paris: Les Belles Lettres, 1985], pp. 35 y 42.

4. Ibidem, XLIII, 12, p.101

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