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Las repúblicas terrenas. Hispanoamérica en el siglo XIX

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Por HILDA SÁBATO

1.

La convocatoria a “pensar las repúblicas” es particularmente relevante en este presente tan complicado para nuestra región y, frente a un futuro incierto, nos invita a mirar hacia atrás, a revisitar un período particular de nuestras comunidades políticas, el de la formación de esas repúblicas en el siglo XIX que, no por estudiado, deja de plantearnos dilemas e interrogantes. Y lo haremos, según promete el atractivo programa del encuentro, en “modo historiador”, es decir, no para encontrar un huevo de la serpiente o descubrir hilos conductores que expliquen nuestras tribulaciones actuales en función de algún pecado original, sino como aventura de conocimiento, que alimente preguntas y reflexiones sobre la república en el largo plazo.

El tema es inmenso y si bien el subtítulo del encuentro introduce límites bastante precisos —“De la res-publica cristiana a la república liberal democrática (1800-1848)”—, aquí me voy a permitir salir un poco de ese encuadre, tanto en términos temporales como de caracterización conceptual. Me interesa proponer una lectura de lo que llamo el experimento político republicano en Hispanoamérica, con inicio en las primeras décadas que siguieron a las independencias y cambio de rumbo hacia el último cuarto del siglo XIX. El foco estará puesto en las formas de funcionamiento político de las repúblicas en construcción, que por cierto encontraban inspiración y anclaje en el mundo de las ideas, pero que no se derivaban directamente de ellas ni les eran subsidiarias. De ahí el título, poco original por cierto, de esta presentación: “Las repúblicas terrenas”, en contraste con la ya mítica formulación crítica bolivariana de “repúblicas aéreas”. Cómo funcionó el republicanismo real (para usar otro anacronismo) es mi pregunta conductora. Y desde ese punto de vista, encuentro un panorama de gran diversidad a lo largo de las cinco décadas consideradas, donde se entrecruzan y ponen en disputa diferentes propuestas teóricas para estas repúblicas. Me resulta difícil así encontrar un tránsito claro en la primera mitad del siglo entre la matriz católica y la liberal, pues una y otra se contraponen pero también se superponen y articulan de maneras muy diversas a lo largo de todo el siglo. Sobre ese fondo tan heterogéneo y conflictivo, se descubre sin embargo un conjunto de normas, instituciones y prácticas políticas bastante similares a lo largo y a lo ancho de Hispanoamérica entre las décadas de 1820 y 1870/80, que constituyen ese experimento terreno en el que quisiera detenerme en lo que sigue.

De más está decir que solo me es posible hacer esta reflexión porque hoy contamos con una historiografía renovada que en las últimas tres décadas puso en cuestión algunas de las certidumbres más arraigadas respecto al carácter presumiblemente fallido de las experiencias políticas latinoamericanas del siglo XIX en relación con los modelos expectables de modernidad liberal, republicana o democrática provistos por los países del Norte. Imposible dar cuenta aquí de toda esta producción, a la que han contribuido la mayoría de los aquí presentes, entre otros, pero baste decir que las investigaciones e interpretaciones resultantes han cambiado radicalmente las visiones previas sobre el lugar que ocupa nuestra región en la historia de la modernidad política  Sobre esas bases, se apoya mi propuesta.

2.

Las independencias encontraron a la América antes española en medio de un confuso y desordenado período de cambio cuyo desenlace resultaba un enigma abierto para los protagonistas, que podían intentar incidir en destinos imaginarios deseables pero difícilmente pudieran cincelarlos a medida. No se trató de una historia lineal ni previsible, sino de procesos marcados por confrontaciones de palabras y de hecho entre quienes apostaban a soluciones diversas frente a la crisis imperial desencadenada en la primera década del siglo XIX. Finalmente, el triunfo de las posturas que abogaban por cortar definitivamente los vínculos coloniales con España despejó uno de los frentes de conflicto, pero profundizó otros, y en particular, la disputa en torno a la cuestión de la conformación de nuevas comunidades políticas en el escenario poscolonial.

La decisión por el autogobierno precipitó definiciones en materia de soberanías territoriales y de soberanía popular, dos dimensiones que pasaron a ocupar un lugar central en aquel escenario.  Sabemos que la reacción inicial frente a la vacancia real fue la de exigir la retroversión de la soberanía a los “pueblos”, esas comunidades presumiblemente naturales, unidas a la Monarquía por pactos de sujeción que podían reformularse en situaciones como la generada a partir de 1808. En cada rincón del territorio americano, los pueblos consagrados en el diseño institucional imperial y por la historia colonial, así como aquellos que ahora pretendían ese reconocimiento, reclamaron la reasunción de la soberanía, mientras que en las capitales virreinales, las dirigencias revolucionarias insistían en una articulación territorial de mayor alcance. Esta situación habilitó una superposición de autoridades que pretendían ejercer su dominio sobre espacios en disputa, situación que se complicó aún más cuando los ejércitos insurgentes ejercieron su influencia sobre los espacios en que lograban desplazar a los españoles. Pero “los pueblos” que iniciaron la revolución no lograron sobrevivir, y las nuevas comunidades políticas se conformaron según diseños y alcances territoriales diversos, para estabilizarse hacia la segunda mitad del siglo en un patrón de estados-nación que se mantuvo luego con escasas alteraciones. Este patrón no resultó de una simple sumatoria de los pueblos preexistentes sino de articulaciones entre lo viejo y lo nuevo en formatos originales, luego de agudos conflictos por delinear los límites externos de cada nación en construcción, así como por definir las jerarquías y ordenamientos internos —que hoy podemos identificar dentro de los parámetros clásicos de la confederación, la federación y la centralización unitaria, pero que entonces no reconocían casilleros tan precisos.

La segunda cuestión se vincula estrechamente con la primera y refiere al fundamento mismo del “modo de vivir en común” (según la conocida formulación de Pierre Rosanvallon) de quienes habitaban cada territorio. Desde muy temprano, la decisión por el autogobierno llevó a elegir el camino de la soberanía popular como fundamento de la comunidad política, en el que confluyeron diferentes tradiciones de pensamiento pero que implicaba, básicamente, el abandono de nociones del poder fundados en instancias trascendentes para adoptar una visión del mismo como constructo humano inmanente: la comunidad auto-instituida habría de crear sus propias reglas de convivencia y gobierno.

Esa opción vinculaba los procesos hispanoamericanos a las revoluciones atlánticas. Era una definición provocativa en un mundo en que predominaban los absolutismos, pero lo fue aún más cuando la región toda descartó la variante más temperada de esa deriva, la monarquía constitucional,  para inclinarse, luego de arduas disputas, por formas republicanas de gobierno. Esa opción, ahora lo sabemos, se probó definitiva; a diferencia de la mayor parte de los regímenes europeos decimonónicos de ese signo, que tuvieron corta duración, las repúblicas americanas en su mayoría se han sostenido hasta hoy.  A su vez, mientras en aquellos casos el régimen republicano se aplicó a comunidades previamente existentes bajo otros formatos, en Hispanoamérica, la república fue instituyente de las naciones que surgieron de la debacle imperial. Estas se conformaron sobre la base de la organización política, plasmada en buena medida en constituciones y estatutos que buscaron diseñar y anclar las flamantes comunidades imaginadas en normas e instituciones de inspiración republicana.

Claro que no había entonces, como no lo hay ahora, un modelo único de república ni existían recetas canónicas para darles forma, por lo que las repúblicas “terrenas”, las realmente existentes, resultaron de un proceso de experimentación política formidable en todo el subcontinente, que llegó a movilizar a gran parte de su población. No obstante la gran variedad social y cultural y los vaivenes políticos en la región, es posible detectar rasgos y tendencias comunes en las muy diversas experiencias republicanas de la Hispanoamérica continental, lo que me ha llevado a indagar en esa historia de manera conjunta —con el riesgo de simplificación que implica pero el beneficio de sortear las historias nacionales para pensar una historia que fue, antes que la de una suma de naciones, la de una experiencia que las abarcó a todas aún antes de que supieran decir sus nombres. Me interno, a continuación, en esa historia.

3.

Ya el punto de llegada en tiempos de la independencia, la república, marca un desenlace compartido que no estaba predestinado, que resultó del triunfo de una alternativa frente a otras disponibles en toda la geografía continental, y que sorprende por su alcance. Y esa opción tuvo consecuencias, pues dio paso a una cesura política profunda con respecto al pasado anterior.  El cambio en los fundamentos mismos del poder político impulsó el diseño de nuevas normativas y la creación de instituciones, a la vez que las viejas caducaban o adquirían nuevas valencias. La necesidad de redefinir el principio de autoridad y la autoridad misma en un contexto de conflictos y guerras cruzadas y de una movilización inédita de sectores amplios de la población, dio intensidad a los procesos de construcción de comunidades políticas fundadas sobre criterios y jerarquías diferentes a las que habían caracterizado el orden político-social previo. Ese orden demostraría una resiliencia en algunos casos notable, pero aun así, debía funcionar superpuesto a los parámetros introducidos por la oleada republicana. Como observó con elocuencia el publicista colombiano José María Vergara y Vergara: “… llegó un día en que la Turbulenta Diosa de la República metió su mano… y lo removió todo”.

Desde el punto de vista normativo, la instauración de formas republicanas de gobierno trajo cambios decisivos en los valores y los principios de organización social. Frente a la estructura estamental y corporativa propia del Antiguo Régimen, fundada sobre privilegios y obligaciones, se proponía una comunidad de iguales cuyo fin último era la defensa de la libertad de cada uno y del conjunto. Más allá de cuán efectivo haya sido ese cambio, su puesta en marcha inauguró un tiempo de gran incertidumbre en relación a cómo crear poder, reconstituir la autoridad y dar forma a nuevas reglas de mando y obediencia requeridas para hacer efectivo el gobierno —en este caso, el autogobierno basado en el principio de la soberanía popular. Con ese objetivo, las élites revolucionarias hubieron de recurrir a lo que el historiador inglés Edmund Morgan ha llamado la “invención del pueblo”, titular por definición del poder en primera instancia.  No obstante las controversias conceptuales en torno a esa categoría y los conflictos concretos sobre su composición, lo cierto es que a partir de entonces el pueblo —como abstracción pero también como realidad material— ocupó un lugar central en la política. Y esta cambió de escala para involucrar, como ya ha mostrado una abundante historiografía, a hombres y mujeres de toda condición.

Para hacer operativa esta fórmula, a poco de andar pero no sin conflictos, se fueron descartando las formas más directas de ejercicio de la soberanía popular (como las asambleas y los cabildos abiertos, entre otras) para adoptar el sistema representativo que, aunque ajeno a la tradición del republicanismo clásico, ya se ensayaba en otras latitudes. Este sistema introducía una diferenciación fundamental entre el pueblo, origen de soberanía y fuente de poder, y el gobierno, emanado del mismo para ejercer el poder en su nombre. Esta diferenciación planteó un dilema de fondo que sobrevive hasta hoy: al establecer una distinción constitutiva entre gobernantes y gobernados produce una cesura en el seno del pueblo que contradice el principio de igualdad entre quienes integran la comunidad política. Ese dilema informó las preocupaciones de políticos e intelectuales del siglo XIX y las respuestas prácticas que ensayaron para poder gobernar, y sigue vigente hasta nuestros días. De todas maneras, desde ese momento la relación entre pueblo y gobierno, entre representados y representantes, constituyó el eje central de la vida política en las repúblicas. Para alcanzar, sostener, criticar, o impugnar el poder, quienes aspiraban a hacerlo debían recurrir a los gobernados, que así se involucraban en las competencias y disputas políticas de muy diversas maneras.

4.

Sobre esas bases, las comunidades políticas en formación diseñaron y pusieron en marcha normas e instituciones destinadas a construir formas republicanas representativas de organización y gobierno así como los mecanismos prácticos que habrían de vincular a los gobernantes con los gobernados. No obstante la diversidad de regímenes que se ensayaron en la variada geografía hispanoamericana, es posible detectar caminos comunes de experimentación política y pautas compartidas en la implementación republicana de las décadas centrales del siglo XIX.  Así, en todas partes, las elecciones fueron la clave de bóveda del nuevo sistema, como el único método legítimo a través del cual el pueblo consagraba a sus representantes. Se trataba de una innovación clave, para la que, a lo largo del período, se propusieron e instrumentaron diferentes reglas y formatos. Los contemporáneos recurrieron a los ejemplos de otras latitudes, pero a la vez innovaron y adaptaron, probaron y reformaron al compás de sus propios debates y disputas en torno a la creación y legitimación del poder político. También lo hicieron a la hora de introducir mecanismos destinados al control regular de los elegidos por parte del pueblo elector. En efecto, para el moderno sistema representativo, la legitimidad de las autoridades votadas dependía no solo de su selección inicial sino de cómo eran evaluadas mientras estaban en funciones. La “opinión pública” jugó un rol decisivo en ese sentido y se convirtió en una instancia fundamental de los nuevos regímenes, pues impulsó la instauración de libertades civiles, como el derecho a expresarse y asociarse libremente, y dio lugar a la creación de un conjunto de instituciones y prácticas, como la prensa, las asociaciones, las peticiones y movilizaciones, que fueron decisivas en la vida política del período.

Por otra parte, con el fin de evitar lo que entendían como amenazas siempre presentes,  la “corrupción” de los gobiernos y el “despotismo” de los gobernantes, los hispanoamericanos introdujeron el derecho y la obligación de los ciudadanos a portar armas en defensa de su libertad.  En el marco de una larga tradición republicana, recuperaron una institución colonial, la milicia, ahora reorientada hacia la defensa de la nación y la protección de la república. En principio, los ciudadanos armados eran guardianes de la soberanía popular; en la práctica, la milicia, y su sucesora, la Guardia Nacional, fueron importantes actores políticos durante la mayor parte del siglo. Pronunciamientos y revoluciones se convirtieron en prácticas habilitadas por los valores y las normas republicanas.

La historiografía reciente ha dado cuenta con creces de las características de los procesos electorales, que se realizaban regularmente como principal mecanismo formal de acceso a los cargos de gobierno. También ha mostrado el papel que jugaban las revoluciones en las disputas, de tal manera que el acceso y control de las fuerzas armadas —milicias y ejércitos— era fundamental. Pero si una revolución podía voltear un gobierno, el resultado requería de la legitimación por vía de las urnas y en el ámbito más amplio de la opinión pública.

Sobre estas bases, en el XIX se desplegó una intensa vida política en la que se forjaron dirigencias relativamente abiertas y cambiantes, que integraron los elencos de gobierno y estuvieron a la cabeza de los combates por el poder. De estos participaban también amplios sectores de la población, que se incorporaron a la práctica política republicana, con diferentes grados de inserción, subordinación y autonomía.

5.

Estas formas de acción variaban según momentos y lugares pero en general constituyeron los pilares de la relación entre gobernantes y gobernados durante varias décadas y por lo tanto, pautaron los ritmos de la vida política. Esta se caracterizó por una persistente inestabilidad, que llevó a los publicistas de la época y a los analistas posteriores  a calificar a las repúblicas hispanoamericanas como experiencias fallidas. Para explorar esta cuestión, me voy a referir ahora, como último tema, a la dinámica política de este período, en la que, no obstante sus variaciones, es posible reconocer un patrón común y distintivo de articulación entre valores, normas, instituciones y prácticas.

Como sabemos, el siglo XIX estuvo atravesado por rivalidades y confrontaciones políticas. No se trataba únicamente de competencias entre grupos o personas por alcanzar el poder, sino también de divergencias respecto a cómo definir y organizar la vida colectiva. El ideal de unanimidad que presidió inicialmente los ensayos de organización nacional, no impidió que, desde temprano, se desatara la pugna entre proyectos y aspiraciones diferentes, alimentando una intensa conflictividad que muchas veces desembocaba en enfrentamientos de difícil resolución pacífica. Los contemporáneos, artífices de esa dinámica, eran a la vez críticos de sus resultados, que entendían amenazaba la integridad de la república. Así, no faltaron intentos diversos por domesticar la vida política, en general con escaso éxito. Esta situación se interpretó más tarde como resultado de la persistencia de rasgos propios del antiguo régimen, que habrían impedido el arraigo de la modernidad liberal en Hispanoamérica. En sintonía con los trabajos más actuales, me gustaría plantear una visión diferente, para dar cuenta de esa dinámica política no como desviación, sino por el contrario, en términos de la propia tradición republicana.

En efecto, la vida política forjada al calor de los ideales republicanos se fundó sobre una retórica cívica que, como vimos,  favorecía la intervención del pueblo, en abstracto pero también en concreto. A pesar de la visión pesimista que tenían los padres fundadores de los recursos  humanos disponibles para su empresa política, sostuvieron en general una definición relativamente inclusiva de ciudadanía masculina, que —junto con los imperativos de la guerra— impulsó una amplia movilización popular. Esta movida inicial se reprodujo luego con pocas variaciones como parte de una dinámica en que las disputas por el poder eran protagonizadas por grupos enfrentados, encabezados por dirigentes de distinto nivel  e integrados por hombres y en menor medida mujeres de toda condición, una gran parte de ellos provenientes de las clases populares. La competencia impulsó la organización y el despliegue de fuerzas electorales, milicias, guerrillas y montoneras, manifestaciones y movilizaciones, así como agudos y hasta virulentos  intercambios retóricos en la prensa, los cuerpos legislativos y otras arenas públicas. Rituales, palabras  y símbolos celebraban la vida cívica a la vez que desafiaban a adversarios y enemigos. Las confrontaciones partisanas llegaban a ser violentas, e imprimían un tono agonal a la política del período.

Esa dinámica se daba, además, en un contexto de descentralización, producto tanto de la tradición de los pueblos y de una desconfianza hacia toda forma de concentración de poder en una entidad estatal única, como de las prácticas políticas que fortalecieron inicialmente los liderazgos locales y regionales. Estos lucharon por mantener el poder en sus manos, lo que conspiraba contra los intentos de construir instancias centralizadas de dominación que fueran hegemónicas. Así, salvo en el caso de Paraguay, los diversos intentos que se dieron en esa dirección fueron, en su mayoría, experiencias muy disputadas y, a la postre, fallidas. La fragmentación de las fuerzas militares —ejércitos profesionales y milicias en sus distintas variantes— fue quizá el rasgo más elocuente y persistente de estos regímenes en que los ensayos de centralización con frecuencia se frustraron por la acción de las fuerzas que defendían formas estatales no concentradas. Este patrón institucional y político tan arraigado en la mayor parte de Hispanoamérica alimentaba la inestabilidad, que no resultó, por lo tanto, de la incapacidad para jugar el juego de la república, sino por el contrario, de una manera de entender y ejecutar sus reglas.

En conjunto, sin embargo, el sistema se reveló bastante eficiente a la hora de forjar comunidades políticas y de dotarlas de formas de gobierno que, aunque inestables, resultaron operativas. En una dinámica que se inscribía decididamente en la tradición republicana, los mismos principios y procedimientos que otorgaban legitimidad a instituciones y prácticas también podían invocarse para poner en cuestión los resultados de su aplicación. Así, en el nombre del “pueblo”, los contemporáneos impugnaban elecciones y montaban revoluciones. La invención del pueblo buscó desplazar el derecho divino de los reyes y con ello, anclar el poder en la comunidad misma lejos de toda instancia trascendente. Pero lo que los hombres hacen ellos mismos pueden deshacer, y en este caso, los propios fundamentos de estas repúblicas autorizaban su cuestionamiento. En el plano político, se abría la posibilidad de impugnar las autoridades de turno, pero también normas y prácticas, procedimientos e instituciones, que se tornaban así, casi por definición, precarios, vulnerables, inciertos.

La incertidumbre y la inestabilidad no fueron exclusivos de estas latitudes y plantearon dilemas similares en todas las experiencias republicanas de fines del XVIII y buena parte del XIX, que muestran las mismas dificultades para establecer y reproducir el poder legítimo. Quizá por ello muchos de esos regímenes fueron efímeros. Pienso en Francia, España o Italia, entre otros. El contraejemplo es, por supuesto, los Estados Unidos, que encontró formas institucionales originales para contrarrestar su tendencia a la inestabilidad todavía presente hasta la Guerra Civil. En nuestro caso, se ensayaron muy diversos métodos para domesticar la vida política, con intentos de centralizar o federalizar el poder, limitar o controlar la participación popular y cancelar la competencia política, así como, tal como se  enuncia en el título de nuestro encuentro, recurrir a la religión como basamento trascendente a la comunidad política, con éxitos siempre parciales y relativos.

Me detengo en este último punto, que se vincula con el tema convocante de esta reunión. Ante el dilema que he planteado antes sobre la fragilidad republicana como constructo humano, en más de un caso en Hispanoamérica se apeló a la religión católica vigente por siglos para dotar de un basamento trascendente a la comunidad política y se recurrió a ella como fundamento doctrinario y también como fuente de rituales y ceremonias que se recuperaban para contribuir al arraigo de las nuevas liturgias. Pero en la mayoría de los casos, las propuestas de reponer a la religión como última ratio de la república tuvieron éxitos solo puntuales y de corto alcance, frente al ascendiente alcanzado por la secularización del poder y de sus fundamentos. Finalmente, la inestabilidad y la incertidumbre continuaron marcando la vida política, al menos hasta el último cuarto del siglo XIX. Y cuando cambió el rumbo, no fue recurriendo a las raíces católicas sino a otras vías de transformación, aunque aquel horizonte también fuera recuperado en el nuevo contexto.

Así llegamos a esos tiempos en que, nuevamente como producto de disputas políticas intensas, en buena parte de las flamantes naciones se impuso un giro a la república. No se trató de una impugnación radical, sino que se reformularon principios y se modificaron instituciones y prácticas en función de una nueva definición de orden, que privilegiaba la estabilidad por sobre la participación y la centralización del poder por encima de todo. Así vemos un vuelco importante instrumentado por administraciones como las de Porfirio Díaz en México, Roca en la Argentina, Núñez en Colombia, Guzmán Blanco aquí en Venezuela, y así siguiendo. Nuevamente, esta deriva hacia la república domesticada no fue exclusivo de Hispanoamérica, y la inauguración de regímenes republicanos ahora destinados a durar, como en Francia y Brasil, respondió también a imperativos muy semejantes. La modernidad política se orientaba así por nuevos rumbos, pero esa ya es otra historia. Por ello elegí centrarme en las cinco décadas aquí revisadas, pues encuentro en ellas un proceso de experimentación republicana que se sostuvo sobre algunos pilares compartidos y, no obstante sus cambios, dio lugar a dinámicas semejantes, que solo entraron en su ocaso hacia el último cuarto del siglo, desplazadas por otras que inauguraron una nueva etapa para las repúblicas.

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