Papel Literario

Las historias de Oscuridad y Amor de Amos Oz

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Por ELIZABETH ROJAS PERNÍA

Lo que me rodeaba no me interesaba. 

Todo lo que me interesaba estaba hecho de palabras.

Amos Oz

Las palabras citadas en el epígrafe encierran una profunda verdad del pueblo judío: su historia, su religión, sus orígenes están indisolublemente ligados a la palabra. Primeramente, es la palabra directa de Yahveh, dictada a Moisés, mediante una zarza ardiente. Luego, Dios le habla a quien sería el gran patriarca del pueblo judío, Abraham, el primer naví o intermediario: Y siendo Abram de edad de noventa y nueve años, se le apareció Jehová y le dijo: Yo soy el Dios Todopoderoso; anda delante de mí y sé perfecto. Y aún más: Deja tu tierra natal y la casa de tu padre, y ve al país que yo te mostraré. Yo haré de ti una gran nación y te bendeciré; engrandeceré tu nombre y serás una bendición. Bendeciré a los que te bendigan y maldeciré al que te maldiga, y por ti se bendecirán todos los pueblos de la tierra. Estas palabras sellan un pacto indisoluble y una promesa.  Y todo esto ocurre mucho antes de que el hombre, a su vez, le hablara, dialogara con Dios. Es de la palabra, de una sola vía, con intermediación o directa, como surge la historia de este pueblo, su religión y su literatura. Es en la Palabra donde reside el vínculo sagrado y eterno entre Dios y su pueblo.

II

Nada más empezar su gran novela autobiográfica, Una historia de amor y oscuridad, Amos Oz (Jerusalén, 1939 – Tel Aviv, 2018) nos introduce en esa complejidad lingüística que era la vida de sus padres y de los millones de judíos que poblaron el mundo antes de la creación del Estado de Israel, en 1948, cuando, por fin, el idioma hebreo se entronizó como oficial en el país que se asentó en los antiguos territorios, que una vez, muchos siglos antes, ya había sido hogar de este pueblo errante.

Sus progenitores, políglotas, decidieron que su hijo —quien llegaría a ser uno de los escritores más entrañables, premiados e importantes de Israel— solo hablaría hebreo:

Por cultura leían sobre todo en alemán y en inglés, y por supuesto por la noche soñaban en yiddish. Pero a mí me enseñaron única y exclusivamente hebreo: quizá temían que si aprendía otros idiomas también yo quedaría expuesto a la seducción de la espléndida y mortífera Europa. En la escala de valores de mis padres, cuanto más occidental fuera algo, más culto resultaba: Tolstói y Dostoievski eran afines a su alma rusa, pero creo que Alemania —a pesar de Hitler— les parecía más ilustrada que Rusia o Polonia, y Francia más que Alemania. Inglaterra estaba para ellos por encima de Francia.

En este breve párrafo Oz nos muestra la ambigüedad que a los judíos del siglo XX les producía Europa. ¿Cómo no admirar a sus grandes y exquisitos escritores, y al mismo tiempo no temer a la mortífera seducción de la cultura europea, que terminó por asestar el golpe mortal casi final a esta raza, podía ejercer sobre ellos?

Así que el pequeño Amos creció en una especie de torre de Babel hogareña, pues él aprendía exclusivamente el hebreo —lengua recuperada y vuelta a la vida por el enorme esfuerzo que desde el siglo XIX inició Eliécer Ben Yehuda para reunificar al pueblo judío—, y sus padres (Yehuda Arie Klausner, nacido en Lituania, y Fania Mussman, nacida en Polonia), en cambio, se hablaban entre ellos en ruso o en polaco, sobre todo, para que el hijo único que procrearon no pudiera entender sus conversaciones.

Este escritor en ciernes ya sentía desde muy niño la fascinación por la sensualidad que las palabras le producían y hacían hervir su imaginación y el anhelo por lugares menos polvorientos que la tierra donde inició su vida:

Las palabras «cabaña», «prado», «pastora de ocas» me fascinaron durante toda mi infancia. Tenían el aroma sensual de un mundo auténtico, alejado de los polvorientos tejados de uralita, de los montones de chatarra, los cardos y los áridos terraplenes de una Jerusalén asfixiada por el yugo del verano abrasador. Bastaba con susurrar «prado» para oír el mugido de las vacas con pequeñas campanas al cuello y la corriente de los arroyos. Con los ojos cerrados veía a la pastora de ocas descalza, que me parecía sexy hasta la locura aun antes de saber nada.

Sentimos también su irrefrenable sentido del humor cuando nos cuenta que, a veces, paseando con su padre por Jerusalén, y éste le señalaba a alguien con admiración, “¡Mira, ahí va un intelectual de renombre!”, él pensaba que renombre era una enfermedad de las piernas puesto que los señalados señores caminaban con piernas tambaleantes acompañados de un bastón que tanteaba las calles delante de sus pasos.

Y más fino humor cuando recuerda que aún niño, pero ya siendo un ávido lector, descubre que su barrio era enteramente chejoviano:

Kerem Abraham, nuestro barrio, pertenecía a Chéjov. Al cabo de los años, cuando leí a Chéjov (traducido al hebreo), tuve la certeza de que él era uno de los nuestros: el tío Vania vivía justo encima de nosotros, el doctor Samuilenko se agachaba y me tocaba con sus anchas y fuertes manos cuando tenía anginas o difteria, Ibaski, con sus eternas migrañas, era primo segundo de mi madre, y los sábados por la mañana íbamos a oír a Trigorin en la Casa del Pueblo.

El retrato que nos regala de la vida en el lado de Jerusalén donde creció —muy diferente del esplendor de la zona sofisticada y culturalmente fascinante que floreció durante el Mandato Británico durante los años veinte, treinta y cuarenta del siglo XX— nos muestra su aguda capacidad de observación y la riqueza que ya le habían aportado a su joven alma sus múltiples lecturas, después de todo creció en hogar de apenas treinta metros cuadrados, pero repleto de libros.

Su afilado sentido crítico, que estaba ya instalado en su temprana sensibilidad, le permitía ver las contradicciones de los adultos que lo rodeaban, los tolstoianos del barrio, quienes se declaraban ardientes pacifistas, deseosos de arreglar el mundo, profundamente compenetrados con la naturaleza, ¡pero eran incapaces de cuidar una maceta en sus casas!

Amos creció —y no era el único— sintiéndose temeroso del mundo exterior, o el Gran Mundo como lo llamaban, cuando no se referían a él como Civilizado, Exterior, Libre o Hipócrita. Y que el pequeño solo conocía por su colección de sellos:

El Mundo entero estaba lejos, era atractivo y enigmático, pero muy peligroso y hostil para nosotros: no quieren a los judíos porque son perspicaces, astutos y sobresalientes, pero también escandalosos y jactanciosos.

El futuro ganador del Premio Príncipe de Asturias de las Letras pronto se dio cuenta de que el mundo exterior, otro mundo, también crecía dentro de Israel; los jóvenes nacidos y educados en Israel eran diferentes de los judíos de la diáspora, eran bronceados, robustos, silenciosos y eficientes. Eran los pioneros y pioneras. Y allí donde ellos vivían ocurrían las cosas verdaderamente importantes. En todo caso, eran muy diferentes a los habitantes de Kerem Abraham, la zona donde Amos y sus padres, juntos a muchos ruidosos chejovianos, vivían.

En aquel lugar, más allá de las montañas se estaba construyendo un nuevo país. Allí se araba el desierto y se componía una nueva poesía; allí los desechos humanos eran materia prima para hacer un pueblo luchador. Con todo esto empezó a soñar el joven Amos, que en ese momento todavía se apellidaba Klausner, pues no había ocurrido la tragedia que lo llevó a cambiar su apellido: cuando él aún era un niño de doce años su depresiva madre se quitó la vida. A los catorce, él se fue a vivir a un kibutz y escogió el apellido Oz, que en lengua hebrea significa coraje…

La experiencia de vida en el kibutz, labrando la tierra, quedó tatuada en él, pero años después diría reiteradamente que El kibutz fue un gran intento de cambiar la naturaleza humana, pero es imposible porque no puede cambiarse. Era naif pensar que, si todos visten y trabajan lo mismo, saldrán personas mejores sin egoísmo, celos, etc. Era un sueño.

Mucho de la literatura de Oz gira en torno a las familias. Es de lo que le importaba escribir, y al hacerlo, nos hablaba de su pueblo, de su larga y sufrida historia, y también daba voz al sentir íntimo para el cual no siempre existían palabras en esa lengua hebrea recién desempolvada, y en esa raza tan acostumbrada a inhibirse después de siglos de represión:

…en aquella época había una gran carencia de palabras: el hebreo no era aún una lengua natural, y por supuesto no era una lengua íntima, era difícil saber lo que ibas a decir cuando hablabas hebreo. Nunca podían estar seguros de no hacer el ridículo, y ese miedo al ridículo los atemorizaba día y noche. Tenían un miedo mortal. Incluso personas como mis padres, que sabían bastante bien hebreo, no lo dominaban del todo.

Y fue la palabra que retrata, revela y comparte lo íntimo, uno de sus mejores aportes a la literatura hebrea contemporánea. En su novela Mi querido Mijael, Jana, la joven protagonista, narra el momento en que conoció al hombre con quien se casaría, así:

Un día de invierno, a las siete de la mañana, yo iba por las escaleras. Un joven desconocido me agarró del codo. Su mano era grande y fuerte. Vi unos dedos cortos con las uñas planas, unos dedos pálidos con pelos negros en los nudillos. Se apresuró a evitar mi caída. Me apoyé en su brazo hasta que cesó el dolor. Me sentía confusa porque era humillante estar así, de repente, delante de extraños: ojos curiosos y escrutadores y sonrisas maliciosas. Y estaba desconcertada porque la palma de la mano del joven desconocido era ancha y cálida. Cuando me sujetó sentí el calor de sus dedos a través de la manga del vestido de lana azul que me había hecho mi madre. Era invierno en Jerusalén.

Con lo cual, sus palabras no solo abren una enorme puerta para que penetre la intimidad, al describir no solo el día, el lugar y las manos, dedos, uñas del joven que sostiene a la protagonista, sino también al transmitirnos el estado de ánimo de Jana, sus sensaciones y turbación al contacto con Mijael. Y sí, como escritor, se coloca cómodamente en la piel de una mujer. Mujer que ha sido considerada una moderna Madame Bovary. Nada menos.

III

Su postura política frente al complejo e incendiario tema palestino-israelí le cosechó severas críticas y ser acusado muchas veces de traidor. Era firme partidario de crear un Estado Palestino Independiente, que pudiera coexistir junto al Estado de Israel, como única alternativa para ambos pueblos:

«No hay otra solución porque los palestinos no se van a ir, no tienen adónde. Los judíos israelíes tampoco nos vamos a ningún lugar, no tenemos adónde. No podemos ser una gran y alegre familia porque no somos una familia. Somos dos familias muy infelices. Debemos dividir la casa en dos apartamentos más pequeños. No hay otra opción.»

Quizás Amos aprendió rotundamente la necesidad, y la dificultad, de la convivencia en su sencillo barrio natal, pues hasta la compra semanal de queso para consumo familiar se convertía en un debate ideológico y religioso. ¿Debían comprar el queso producido por los pioneros, aunque era un poco más caro y no tan gustoso como el del tendero árabe de un poco más allá? ¿Obligarse a comprar solo el queso producido en los kibutz no era traicionar los valores universales de hermandad? Pero, de nuevo, ¿comprar queso árabe no era una ofensa sionista? Cualquier opción generaba vergüenza, siempre había un sentimiento de vergüenza presente.

Se empeñó en ampliar la mirada del conflicto palestino-israelí y, por lo tanto, profundizar en el tema del fanatismo dentro de los apenas 20.325 km² del Estado de Israel y fuera de él, pues, en su opinión, el fanatismo es algo intrínseco a la naturaleza humana, una especie de gen malo. En su libro de ensayos Queridos fanáticos, dice:

El fanático no discute. Si algo le parece mal, si tiene claro que algo está mal a ojos de Dios, su obligación es erradicar de inmediato esa abominación, aunque para ello tenga que asesinar a sus vecinos o a todo aquel que se encuentre casualmente por los alrededores.

Y enseguida honesto, contundente y consciente de su rol, ¡confiesa que él también fue un fanático sionista-nacionalista con el cerebro lavado, durante su infancia en Jerusalén! Pronto descubrió el precio que, a menudo, hay que pagar por atreverse a cambiar. Cuando sus habituales compañeros de juego descubrieron que él se había hecho amigo de un policía británico que hablaba hebreo, conocía casi de memoria la Biblia y creía en la redención que sería la vuelta del pueblo judío a Israel, sus amigos lo tildaron de traidor. Amos tenía solo ocho años y se había atrevido a salir un poco del estrecho círculo sectario que le habían dibujado alrededor. No estaba permitido. Vergüenza.

Con maestría logra colar este tema también en sus novelas. De su personaje Shmuel, en su libro Judas, dice:

Le gustaba mucho dar discursos ante quien fuese, sobre todo ante sus compañeros del círculo para la renovación socialista: le gustaba aclarar, sentenciar, refutar, contradecir, innovar. Hablaba largo y tendido, con placer, con vehemencia y con visión. Pero cuando le respondían, cuando llegaba su turno de escuchar las ideas de los demás, Shmuel enseguida se impacientaba, se distraía y se cansaba tanto que hasta se le cerraban los ojos y la desgreñada cabeza caía hacia la alfombra del pecho.

¿No está aquí descrita una de las características de una incipiente actitud fanática? ¿No es la conducta de interesarnos solo por nuestras propias ideas y mostrar desdén por las de otros lo que luego puede derivar en sectarismo fanático? Escuchar a los otros, reconocer la otredad, esa premisa básica de la convivencia humana, no está presente cuando el germen del fanatismo se ha activado… Como dejó dicho Machado, el ojo que ves no es ojo porque tú lo veas, es ojo porque te ve.

Este autor galardonado con casi todos los más importantes premios literarios del mundo —solo el Premio Nobel no llegó a estar en sus manos, aunque varias veces fue nominado— nos recuerda cómo en la inocencia de la niñez, mediante ese ritual que son los juegos infantiles, las razas y credos casi siempre —no siempre— sucumben ante el espíritu lúdico universal. Jana, de nuevo, relata su infancia en un barrio de Jerusalén, donde jugaban niños judíos y árabes, y juntos insultaban a los policías británicos —único enemigo común de entonces— cuando todavía no había aparecido el negro rostro del sectarismo. Todavía eran muy jóvenes. Ya habría tiempo.

Había un descampado en cuesta con piedras, cardos y chatarra, y al final de la cuesta estaba la casa de los gemelos. Los gemelos eran árabes, Jalil y Aziz, los hijos de Rashid Shajada. Yo era una princesa y ellos mi guardia de Corps. Yo era una conquistadora y ellos mis oficiales. Yo era guardabosque y ellos cazadores. Yo era capitán y ellos marineros. Yo era espía y ellos agentes secretos. Deambulábamos por calles vacías, nos pateábamos los montes, pasábamos hambre, jadeábamos de cansancio, atormentábamos a los hijos de los ortodoxos, entrábamos a hurtadillas en el monte de Saint Simeón, insultábamos a los policías ingleses.

Aunque… ya atormentaban a los hijos de los ortodoxos y Jana, la niña judía, siempre llevaba la voz cantante frente a sus compañeritos árabes… Hmmm.

IV

En el Génesis, que narra la Creación, se dice que en el séptimo día Dios contempla arrobado la belleza de Su Obra. Esa palabra que inició la larga e intensa historia del pueblo judío, de la literatura judía, y que hasta el siglo XXI ha dado tan magníficos y laureados narradores y poetas, debe tener arrobado, nuevamente, al Creador y Señor de la palabra.