“Al principio / me enredabas los pies (…)
/ Más tarde te ceñiste / a mí con los dos brazos de la amante
/ y subiste / en mi sangre / como una enredadera”
Pablo Neruda, “Oda a la poesía”
La búsqueda por la expresión correcta de lo poético, si en tal cosa podemos creer, nos puede llevar a distintas imágenes: el bolero que sale de una ventana, las postales de una ciudad desencantada, el cielo poblado de trazos níveos que emulan una primogénita poiesis… Estas son imágenes de renovación, aunque no lo parezca al principio; de la innovación de esa búsqueda íntima, errante y mesurada, que tanto tienta a aquellos que se deciden por escribir poesía.
Acaso podemos leer así la obra poética de Rafael Castillo Zapata, afinados a su carácter tentacular, como una poesía que va tentando y tanteando en busca de nuevos sentidos, como un conjunto de ramas que se extienden a lo largo y ancho del cielo, todas con un mismo fin a pesar de los distintos ángulos que puedan ofrecer. Basta echarle un vistazo a los títulos que se reúnen bajo la firma de Castillo Zapata, los intervalos de tiempo entre sus publicaciones, e incluso la forma de los textos para sospechar, para querer indagar más en esas disparidades que, más allá de cualquier categorización, siguen siendo de un mismo escritor.
Tras participar brevemente en el taller Calicanto y en el Grupo Tráfico, Castillo Zapata publicó Árbol que crece torcido en 1984, su libro más estudiado por la crítica literaria a razón de querer ver allí la raíz de las propuestas poéticas de los traficantes. Le siguen Estación de tránsito (1992), un libro aún cercano a sus primeros escritos, y Providence (1995), un poema compuesto por tantos otros que cambian las búsquedas de la juventud por una visión más madura del ámbito poético. Este último fue reeditado catorce años después en Estancias (2009), junto con otros dos poemas de talante similar.
Si recordamos los otros géneros de expresión artística en los que el poeta se ha aventurado, como el diario o el collage, acaso podemos iniciar nuestra comprensión de esa enramada a partir del gozo lúdico del escritor que experimenta, que intercambia medios y retoza celosamente con aquello que quiere decir o hacer ver. William Carlos Williams ya nos advirtió en su Asfódelo la dificultad de querer extraer noticias de la poesía; eso es, cosas nuevas, originales, como si lo genuinamente original no fuese ya evidente al ojo. Pero incluso en esa expansión tentaculada del ánimo lúdico hay un interés por la exploración y por la reflexión que de ella se desprende cual rebosante fruto. Invocar “la presencia / de un rayo milagroso”, dice en Estación de tránsito en medio del caudal verbal e imaginativo del joven poeta que empieza a recorrer el mundo a la vez que descubre que la mera contemplación no basta; años después nos diría el mismo hombre, ahora más enfocado en su labor como investigador, sobre la obra de su maestro, el gran Lezama Lima: “la poesía opera en el vacío, (…) como una fuerza de impulsión que proviene de la potencia animadora, vivificadora del aliento, de la voz” (La espiral incesante. Lezama y sus herederos, 2010). ¿Cómo no preguntarnos por eso nuevo que nace allí, en la búsqueda, en la melancólica pesquisa por el encuentro de lo poético en el vacío del papel?
El oficio del poeta es dar con un hecho huidizo, acaso un momento oportuno en el que la palabra surge de la nada cargada de todo aquello que el hombre necesita decir y oír en versos para poder vivir, cuando los vacíos del día a día exigen nuevas maneras de imaginar (¿no recordamos con cierta nostalgia cuando ir al oráculo a escuchar poemas era suficiente seguridad para seguir con el camino de la vida?). Quizás esto resulta en una negación al contemplar estático, a no querer ver algo por demasiado tiempo por temor a que eso descubierto pierda todo su sentido, como decía Andy Warhol de su propio arte. Por ello lo buscado no termina de encontrarse: la exploración de la palabra se extiende y vuelve a comenzar, después de muchos años, cuando el escritor lo siente así necesario. De esa manera la queja coloquial del joven poeta en Árbol que crece torcido se restringe en el hombre desencantado de Estación de tránsito, y luego en el enamorado de la ciudad, del cielo y de la piedra, que no deja de hacer y deshacer imágenes de esos tres elementos.
A lo largo de más de treinta años de vida literaria, Castillo Zapata ha construido una voz como poeta que propone una manera de escribir y de leer la poesía: como cómplices en una búsqueda, niños sobre las ramas de un mundo-árbol, debemos dejarnos atraer por el ánimo imaginativo y reflexivo del verso (de la prosa, del collage), a deslumbrarnos por su fuerza y a renovar nuestro deseo por él sin importar desde qué lado nos acercamos o nos encaramamos. Volver una y otra vez al inicio de la búsqueda por esa “ciega fuerza de un puño que nada golpea” (“Parte de piedra”, Estancias): acaso esta es la idea seminal de esa enramada que crece y se contorsiona en un constante tanteo, examen juguetón, de lo que se cree encontrado.
Para aquellos que deseen acercarse a este lado eminentemente poético de la obra de un crítico, ensayista, diarista y, sobre todo, profesor, con una idea preconcebida, condensada y lista para ejecutar la lectura, solo queda recordarles unos versos de Lezama: “Ah, que tú escapes en el instante / en el que alcanzabas tu definición mejor”. Ese es el ánimo del incesante juego, de lo enramado enredado y tentacular, la mejor invitación a la lectura que se le puede hacer a una obra como la de semejante artista de la palabra.
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(Una versión mucho más amplia de este texto fue leída originalmente en un evento conmemorativo de los 30 años de la publicación de Árbol que crece torcido, hace cuatro años, en la Escuela de Letras de la Universidad Central de Venezuela. Su autor le agradece a Roberto Martínez Bachrich y a Alejandro Sebastiani por su insistencia y paciencia durante su composición).