Papel Literario

Lágrimas en el descendimiento de Van Der Weyden

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Por MARINA VALCÁRCEL

Bruselas, 1435. Rogier van der Weyden (1399/1400? – 1464) acaba de instalarse con su mujer y su hijo Pierre en su nueva vida después de dejar su ciudad natal, Tournai, en Cambresis, norte de Francia, donde fue aprendiz de Robert Campin. Allí, en Bruselas, habrá de pintar El Descendimiento, joya de la exposición del Prado que acaba de inaugurarse. Es un privilegio ver este cuadro rodeado de La Virgen Durán, del Tríptico de los Siete Sacramentos que viene de Amberes o el extraordinario Calvario de El Escorial, para el que estos días el taller del Prado ha terminado una ambiciosa restauración.

Flandes: el papel de la burguesía en el arte

Van der Weyden sabe que el debate artístico se desarrolla allí, en Bruselas. La ciudad bulle en medio de su pujanza económica nutrida por algunas alianzas dinásticas y por la estabilidad política. Pintores, escultores, iluminadores, orfebres, bordadores de tapices van a Bruselas animados por el comercio y los clientes. La burguesía impulsa una revolución en la sociedad y en los parámetros del arte. Los gremios empiezan a organizarse. La banca y la industria son una nueva riqueza que trae como respuesta una materialización de la vida. Por eso, en la pintura flamenca, el objeto se convierte en protagonista. El realismo está vinculado al enriquecimiento de la burguesía a través de su trabajo. La burguesía pide al arte un reflejo microscópico de su modo de vida, del nivel de su riqueza. Los cuadros se transforman en escenas de vida ordinaria a escala mínima: en el mensaje religioso del norte, las anunciaciones o crucifixiones se ambientan en el interior de sus casas, en los jardines, entre sus muebles, espejos, perros o zapatos, entre los pájaros o las nubes… Cada perla, cada florero o cada banco junto a la chimenea se convierte en una crónica o tiene un mensaje. También el estudio creciente de las telas, hasta rozar la perfección. Sus caídas, sus pliegues, las diferentes calidades y colores serán indicadores del estamento social de sus personajes, y reflejos del auge de la producción pañera en Flandes.

Poco después de instalarse en Bruselas, y en un momento decisivo para su carrera, el pintor empieza a trabajar, por encargo de una cofradía, en el tríptico de El Descendimiento, obra que marcará un corte profundo en la pintura flamenca. ”El mejor cuadro del mundo”, de acuerdo con los expertos que habrán de viajar y contemplar el cuadro con Felipe II.

Van der Weyden y Van Eyck marcarán dos caminos distintos en la pintura flamenca. En los hermanos Van Eyck, Jan y Hubert, su formación en la miniatura gótica se traduce en el preciosismo del detalle: en los interiores, los paisajes, las joyas, incluso los retratos, dejando en un segundo plano el interés por un reflejo de los sentimientos siempre equilibrado y el uso de una perspectiva aún muy ilusoria. Van der Weyden en cambio, también admirable en el detalle, será el más dramático pintor de los flamencos. Destaca por encima de todos en su manera de componer, en crear ilusión de movimiento mediante el juego de líneas diagonales y oblicuas. El pintor se plantea este cuadro como una obra maestra para la demostración práctica de su idea de la pintura y un nuevo ideal de belleza basado en la transmisión de los sentimientos. La belleza de lo patético. Todos los supuestos de la pintura se dan cita en este cuadro para poner en evidencia, como si de un proceso de alquimia se tratara, las paradojas de carne y piedra, reposo y movimiento, composición y expresión, ritmo y geometría. Es además la constatación de la supremacía de la técnica del óleo y del mensaje bíblico de la redención a través de la pasión, a través del realismo de su pintura y la transmisión de las emociones de sus personajes.

La trayectoria del cuadro

En Lovaina existían cuatro cofradías de ballesteros, la más antigua y pudiente era la Gran Guilda de los Ballesteros, que sería quien encargue El Descendimiento a Van de Weyden para la Iglesia de Santa María Extramuros. En las esquinas de El Descendimiento, colgando de cada una de las tracerías de los extremos, aparece una pequeña ballesta pendiendo de una argolla, en su homenaje y recuerdo.

En 1548 el cuadro fue comprado a la cofradía de los Ballesteros por la reina Maria de Hungría, hermana del emperador Carlos. La cofradía de los Ballesteros recibió a cambio una réplica del cuadro pintada por Michiel Coxcie y un órgano valorado en 1.500 florines. La reina María, gobernadora de los Países Bajos, recibió en 1549 a su sobrino el joven príncipe Felipe, luego Felipe II, en su castillo de Binche, conocido por sus fiestas y por estar decorado por la reina, buena conocedora de arte, con los mejores cuadros y tapices, paredes y techos con frescos de asuntos mitológicos, chimeneas de jaspe… En la capilla del castillo, en el piso bajo, fue colgado El Descendimiento. Allí lo vieron Felipe II y su séquito. De allí salió en 1556, en azaroso viaje, como regalo de la reina a su sobrino.

El Descendimiento pasó brevemente por el Palacio de El Pardo, se llevó más tarde a El Escorial donde se colgó en la sacristía del Palacio junto a El Calvario de la Cartuja de Scheut. En 1939 se trasladó al Museo del Prado.

Roble báltico, óleo de Flandes.

Recién establecido con su familia en Bruselas, en una casa grande y alegre en el barrio de los orfebres, Van der Weyden no tiene taller propio (si lo tendrá más adelante). Trabaja en su casa, en un gran cuarto junto al zaguán donde pinta cómodamente en sus comienzos con, a los sumo, dos colaboradores. Juntos empiezan a trabajar en El Descendimiento. Por influencia del retablo, se sigue pintando sobre tabla. Van der Weyden y sus ayudantes escogen cuidadosamente la madera, rechazando las que tienen nudos e imperfecciones. Las dispusieron verticalmente en el sentido de su veta y las ensamblaron con cuatro espichas. El soporte de El Descendimiento son once tablas de roble báltico.

Una vez preparado el soporte en el taller, comenzó la laboriosa tarea de la imprimación: una capa de estuco y cola de animal que pulen hasta conseguir una superficie blanquísima, parecida al mármol. Se comprende la luminosidad que alcanzaba entonces el óleo: las transparentes capas de pintura eran atravesadas por el blanco del fondo. Muchas veces la última capa de la preparación se hacía con blanco de plomo que tenía un enorme poder reflectante.

Van der Weyden pinta con paleta y pinceles; es el momento de la revolución del óleo en Flandes. Esta técnica ya se conocía desde la antigüedad y se utilizó en el siglo XIV. Los hermanos Van Eyck solo la perfeccionaron. Ellos mezclaron los pigmentos con una sustancia de aceite de linaza y nueces. También añadieron un secativo que permitía un secado rápido y mayor fluidez a la pintura. Con ello consiguieron dar solución a los dos grandes defectos que la técnica tenía hasta entonces. Una de las características que ofrecía el óleo frente al opaco temple o témpera, que mezclaba los pigmentos con huevo, era una fabulosa transparencia y, gracias a ella, una profundidad antes desconocida. Y Van der Weyden explora hasta la saciedad los límites de las veladuras: que permiten llegar hasta el fondo del detalle; pintar el reflejo de una lágrima, cada hebilla de un zapato engastada en el brillo de una piedra. Para los pigmentos de este cuadro el pintor también buscó la máxima calidad. Por eso el cuadro roza un brillo que solo es propio del esmalte. Desde criterios técnicos El Descendimiento es una de las obras más elaboradas y cuidadas de la pintura flamenca de la época. Raramente se han visto un colorido semejante al de la vestimenta de la Virgen más parecido a una llama de fuego azul que a una lámina de pintura. La transparencia favorece la saturación de los colores, en este caso conseguida a través de esa capa de azul verdoso y sobre ella dos capas de azul ultramar.

Los personajes de la tragedia

Se ha descrito frecuentemente la sensación que ofrece este cuadro, una vez que se tiene a cierta distancia: de escenario teatral, como si acabaran de levantar el telón de un pequeño teatro de la época. El tableau vivant que tan cerca estaría de la imaginación de las gentes del momento acostumbradas a la representación de los autos sacramentales.

El tamaño de las figuras y sobre todo su composición en la que el tiempo parece haber petrificado la escena. Son personajes en pleno dramatismo que desbordan en gestos y que, justo antes de levantar el telón, debían estar en pleno movimiento: los brazos que se abren, las manos que se unen, o que se entrecruzan, las que se dejan caer. La escalera que atraviesa la cruz, las tenazas que sacaban los clavos de Cristo, la Virgen que cae a plomo al suelo, el cuerpo de Cristo y su peso contra el pecho de José de Arimatea. La actitud de los personajes, las expresiones extremas, los ojos enrojecidos, las miradas dirigidas, las bocas entreabiertas, la teatralidad y el protagonismo de la expresión en la representación de los distintos niveles de dolor: la angustia, el llanto, la contención, las lágrimas, el desmayo. No hay nada de truculento esta obra.

El cuerpo de Cristo es tratado con suma delicadeza, es el cuerpo de un hombre joven, hebreo cuyo único patetismo se concentra en el gesto de la cara y en el color marmóreo de la muerte en su piel.

En el cuadro aparecen diez personajes, seis a la izquierda de la cruz y solo cuatro a la derecha. Conforman una geometría de líneas rectas, horizontales, oblicuas, que se cierra de manera asombrosa, con los cuerpos en forma de curvas de paréntesis de María Magdalena y de San Juan. El ritmo del cuadro, ondulante, quebrado, lleno de mensajes que debemos descifrar, de miradas o líneas que nos indican dónde debemos detenernos, es uno de sus misterios.

Y el cuadro tiene mucho de escultura. El joven Van del Weyden, que en 1400 vivió la peste negra en Tournai trabajó bien entonces la escultura funeraria. Esta influencia no se separará nunca de él.

Dos cuerpos principales atraviesan el cuadro: el cuerpo de Cristo recién descendido de la cruz y el de la Virgen que acaba de desmayarse. Estos dos cuerpos que caen en ritmo de eco, uno debajo del otro, tienen ambos la forma de una ballesta en recuerdo de los donantes. Los brazos de Cristo y los de la Virgen en semicírculo, sujetos por distintos personajes, forman el arco y la prolongación de sus cuerpos, la parte recta de la ballesta.

A la derecha de Cristo y vestido con un rico abrigo en damasco morado y oro, la mirada de Nicodemo atraviesa el ovalo del cuadro desde arriba. Con un radio potente que arranca en la mano derecha de Cristo, atraviesa su paño de pureza hasta llevarnos a uno de los puntos máximos del cuadro: las manos de la Madre y el Hijo muerto que caen juntas y que están a punto de tocarse. La diagonal se para aquí en seco. Estamos, en estos centímetros cuadrados de pintura, ante una de las obras maestras de la historia del arte: una mano perforada por la llaga y la sangre coagulada con forma de lágrimas sobre un fondo de terciopelo adamascado verde y media roja; la otra sola, con los dedos suavemente abiertos contra el azul lapislázuli. Recortes geniales de la pintura que trascienden al tiempo. También a las palabras.

Pero la historia sigue y la diagonal también. Sigue después hasta el pie de San Juan: “Mujer ahí tienes a tu hijo…” (Jn 19, 25-27) y a la otra mano de la Virgen que se apoya casi sin vida, vuelta hacia arriba y gris, en el suelo junto a la calavera de Adán.

Esta diagonal, que atraviesa el cuadro como un rayo. Configura el mensaje de la obra: la redención de los hombres después del pecado original de Adán y Eva a través de la muerte y resurrección de Cristo. Es la Compassio de la Virgen, o com-pasión, el sufrimiento de la madre compartido con su hijo.

El cuerpo de Cristo en este cuadro no tiene signos de flagelación, solo las cuatro llagas de las manos, los pies y la lanzada en el costado. La profundidad de la llaga entre las costillas de Cristo es palpable. La corona de espinas es una trenza terrible de rosal verde grisáceo, dos espinas se clavan profundamente en su cara, una en el centro de su frente, otra en la oreja.

El cuello de Cristo se descoyunta sin vida. Su boca queda entreabierta; vemos la hilera superior de sus dientes. Generalmente en las crucifixiones Cristo aparece con barba; aquí es una barba incipiente, quizás solo la barba crecida en los tres días de crucifixión. La sangre del costado desciende hasta el paño de pureza, pero cae limpia, no lo mancha, lo atraviesa como un hilo rojo a través de una tela transparente.

El cuello y la cabeza de la Virgen están tocados por la misma tela blanca de diminuto festón que vemos en María Magdalena y en el paño de pureza de Cristo. Es de un blanco que contrasta con el violeta de sus labios, el rosa desvaído de sus ojos que se dan la vuelta, la piel fría del desmayo. Cinco lágrimas caen por su cara, una de ellas está a punto de resbalar desde la barbilla.

Está vestida con una túnica. El manto que cae al suelo tras el desmayo está rematado por un doble filo de oro y cubre sus piernas y parte de su calzado. Esta mancha de azul que inunda el centro del cuadro avanza hacia el fondo, hacia la escalera y la cruz, como un río de olas suaves.

José de Arimatea, hombre rico, propietario de la tumba en la que fue depositado el cuerpo de Jesús, aparece vestido con túnica de un morado muy oscuro, casi negro, bordeada de una piel en la que se representa, con el mismo esmero con el que representa su barba, cada pelo individualmente. El preciosismo llega también hasta el límite en la pintura de su tabardo rojo, rematado con una cenefa que dibuja cada una de las perlas, zafiros y rubíes engastados en ella. Encima de José aparece la cruz, con forma de tau, de unas proporciones tan irreales que nunca hubieran podido acoger la extensión de los brazos de Cristo.

Apoyada en el travesaño y literalmente saliéndose del marco aparece la mano del joven criado de José de Arimatea o de Nicodemo que ayuda a descolgar el cuerpo de Cristo desde la escalera. Con su mano izquierda, que sale de entre las tracerías que rematan el cuadro por las esquinas, sujeta las tenazas con las que acaba de sacar los clavos de las manos de Cristo.

A la izquierda de la Virgen, aparecen tres figuras: María Salomé, mujer joven, vestida de verde, que sujeta a la Virgen. Van der Weyden la interpreta con un rostro de parecido casi exacto al de la Virgen, posiblemente su hermana, que queda justo debajo de ella. María Salomé cubre su cabeza y parte de su cuerpo con un terciopelo espeso, verde oliva. Su túnica queda ceñida bajo el pecho con un cordón. Con el codo derecho se sujeta la túnica permitiendo que veamos su forro de piel, que hace juego con el cuello y los puños, y su traje interior del mismo tono pero con los brillos y dibujos del terciopelo gofrado.

A su izquierda, San Juan. Aparece, como en casi toda la iconografía cristiana, como un hombre joven y descalzo. Su pie derecho, pisa la túnica de la Virgen a la que sujeta por su brazo izquierdo. La cara del apóstol está enrojecida por el llanto. Sus ojos, rodeados de arrugas y apretados por las lágrimas que los desbordan, son el reflejo del dolor y de la tristeza. El pigmento para el color carmesí de la túnica de San Juan se hacía con uno de los tintes más caros: el quermes extraído de las cochinillas.

Con su postura hacia delante, María Cleofás, acompaña el volumen del cuerpo semicircular de San Juan, cerrando el óvalo por el lado izquierdo del cuadro. Su cuerpo desaparece detrás de San Juan, conformando una mancha de colores ascendentes desde le fresa del manto de San Juan hacia el azul y el gris de la ropa de la mujer para romper en un amplio estudio de pliegues blancos que conforma el paño de hilo liso que cubre toda su cabeza y cuello y que queda sujetos por un pequeño alfiler en la parte alta. María Cleofás es de edad madura. Toda la carga psicológica de este personaje se concentra en el gesto de sus manos: con una sujeta el manto azul bajo su pecho. El dedo meñique se escapa del resto de los dedos de su puño en una elección sorprendente del pintor. La mano derecha, con su alianza en el dedo corazón concentra al espectador ante un trozo de toca que se lleva a sus ojos casi cerrados desbordantes de lágrimas. Siete lágrimas en un trozo de cara semioculto.

En el lado derecho del cuerpo de Cristo quedan otras tres figuras: Nicodemo, tocado con un capirote negro y que sostiene las piernas de Cristo. Era un rico fariseo que antes de dar sepultura a Jesús aporta mirra y aloe para embalsamar su cuerpo. Su vestimenta es idéntica a la del jubón del canciller Rollin en el cuadro de Jan Van Eyck del Louvre: terciopelo adamascado en morado y oro bordeado de piel. Existía una jerarquía en los tejidos y colores en la época. En la corte de Borgoña el nivel más alto de esta jerarquía lo ocupaba el paño de oro seguido de las telas brocadas en oro. Después venían los satenes estampados, los damascos y los satenes lisos. En los colores de las telas también había un status: el oro, después el carmesí con algo de negro, seguido del negro con algo de carmesí.

Detrás de Nicodemo aparece un personaje con barba, quizás su criado, va vestido de verde y en una mano lleva un frasco de farmacia de loza blanca con los perfumes para embalsamar a Cristo. Su mano derecha, que parece querer separar a Nicodemo de María Magdalena forma un escorzo de verismo aun titubeante.

Por ultimo, la figura de María Magdalena, el cierre del cuadro por la izquierda, es una figura de enorme carga emocional: encarna la tragedia de la mujer que acaba de ver el cuerpo de Cristo muerto. La manera en la que abre los brazos y entrecruza sus manos con fuerza debajo de su cara, la forma en la que la capa morada resbala al suelo dejando la parte superior de su pecho descubierto, toda la violencia de su postura que parece estar a punto de romperse sobre los pies ensangrentados de Cristo, antes de caer al suelo sobre sus pies cruzados. María Magdalena es la mujer adúltera a la que Jesús salva de la lapidación. Es además la que le unge los pies con perfume y los enjuga con su pelo.

El traje vuelve a ser una revisión de la moda de la época: las mangas eran normalmente cortas, por eso lleva unas mangas largas de paño rojo sobrepuestas que se sujetan arriba con un alfiler. El traje de paño verde que se remata con un volante de terciopelo grueso en un verde más oscuro, queda ceñido a su cadera por un cinturón rematado con una compleja hebilla en dos óvalos y de la que cuelga una cadena. Todo el contorno del cinturón va decorado con letras en las que se lee: IHESVS MARIA.

La luz del cuadro entra violentamente por la esquina superior derecha y rebota contra el cuello y el principio de la espalda de María Magdalena.

El fondo de la caja dorada

La modernidad con la que Van der Weyden ha hecho representar la expresión de los personajes choca frontalmente con el marco irreal y anacrónico en el que ubica la escena. Es un fanal o caja de oro en el que las figuras aparecen comprimidas en un horror vacui que recuerda los relieves de la Antigüedad ¿Reflejo de impronta de la escultura en el pintor? ¿O es, por el contrario, su tendencia natural a llevar a la pintura hacia la rivalidad, más bien hacia su supremacía sobre la escultura?

Siendo Van der Weyden pintor de paisajes y cielos ¿Por qué renuncia a ellos en favor de un fondo como de icono bizantino?

El escenario es una pared dorada que, a diferencia de los retablos de techo plano, se remata aquí con un principio de bóveda de medio cañón. Las esquinas están decoradas con una falsa tracería gótica de madera dorada. El pan de oro que se colocó sobre la imprimación está trabajado con motas de negro sobre negro, mezcladas con rojo y que el pintor reparte por el fondo para crear luces y las sobras, y sugerir profundidad.

Con la mirada aún atrapada por la misteriosa hebilla del ceñidor de María Magdalena emprendemos el regreso a través de la tarde que entra por las ventanas altas del Museo. Esta pintura, prodigiosa en su color, en su técnica, en su composición, en su dramatismo, también lo es en sus detalles. Recordamos a Ingres: “los detalles cumplen una función esencial en la pintura clásica: dirigirse al alma por mediación de la mirada”.