“Es la velocidad que ya comenzamos a ver en Secuestro Express, de Jonathan Jakubovicz. Y se consolidó no solo una situación sino una estética que ya nos resultaban familiares: la muerte gratuita”
Por RODOLFO IZAGUIRRE
La violencia se hace imagen
La Organización Mundial de la Salud define a la violencia como uso intencional de la fuerza o el poder físico, de hecho, o como amenaza, contra uno mismo, otra persona o grupo o comunidad, que cause o tenga muchas posibilidades de causar daños psicológicos, privaciones, muerte o trastornos del desarrollo. Puede ser autoinfligida, interpersonal –entre familiares, menores, ancianos, animales– o colectiva, cuando es política, económica o social. Puede ser física, verbal, sexual, psíquica, de privación, negligencia o descuido.
El cine siempre ha estado vinculado a la violencia. Cuando me refiero al cine quiero decir el cine de Hollywood, el más frecuentado en Venezuela. Desde niño visioné muchas películas western en las que se ponderaba el colonialismo y declarado fascismo de la conquista del este americano, al igual que el exterminio de comunidades indígenas autóctonas. Yo repudiaba aquella aberrante exaltación hasta que supe que cada siux, comanche, piel roja o soldado que caía del caballo mortalmente flechado o abaleado era un stuntman, un actor suplente experto en caídas desde el caballo, un carromato en marcha, puentes o tejados. Los veía estrellarse contra las carretas de la caravana, caer en las turbulentas aguas de los ríos o ser arrastrados por el caballo, es decir, por la violencia. Mientras más aparatosa la caída, más dinero cobraban en las taquillas de la empresa productora, dinero que servía para mantener una familia, echarse los tragos o enviar a los hijos a las universidades. Y me dije: “Si es así, que sigan matando siuxs y comanches”.
A diferencia del teatro, donde las reacciones del público influyen sobre el trabajo del actor y sobre la propia representación teatral, la imagen cinematográfica preexiste a nuestra visión. Está allí mucho antes de que veamos la película. Antes de que la aceptemos o rechacemos; nos guste o disguste; nos fascine o nos moleste; antes de que podamos emitir cualquier tipo de juicio. Es como en las relaciones amorosas en las que el rechazo o la aceptación preceden al conocimiento real de la persona amada o detestada y en las que el primer movimiento favorable o desfavorable oculta los defectos o virtudes de la pareja. Pero si en el cine somos sensibles al poder de las imágenes, también somos libres de someternos o no al poder de amar o no amar al cine. Y el amor al cine, como el amor pura y simplemente, posee sus formas normales de inclinarse hacia la pasión. Tiene sus propias perversiones, fijaciones y mutilaciones. Se dice que el cine, que es un arte de la metamorfosis, es a su vez metamorfoseado por sus espectadores curiosos, fervorosos o fanáticos. Todo esto supone una elección. Amar a las mujeres no significa amar a todas las mujeres. Amar al cine no significa que nos deban gustar todas las películas.
Los teóricos del cine dicen que esto lo sabe la industria del cine porque muy a menudo estructura sus películas como un cocktail en el que cada espectador puede encontrar el detalle, el gesto o la entonación que se acople a su secreta mitología. Existen films para todos los gustos, pero la inclinación hacia éste o aquel otro género se produce en razón de criterios no cinematográficos. Por lo general, el espectador medio exige que el cine sea novelesco, y aquí se abre un espectro de perspectivas muy variado: cine épico, negro o policial, cine de violencia.
Me gusta pensar que el cine es como un viajero stendhaliano. El novelista decía que la novela era como un caminante que avanza por los caminos llevando en su morral un espejo que refleja la realidad. La materia del cine es esa realidad, pero su campo, su verdadera razón de ser es la ilusión. El cine no inventó al vaquero ni al gángster ni organizó la mafia. Han estado allí mucho antes que el cine y en un principio el cine se ocupó del gánster con espíritu crítico, pero la mafia acabó convirtiéndose en protagonista de su propia aventura cinematográfica y el gángster en personaje, en fabulación. Todo lo que aparece en el cine de ficción es ficción, es decir, una mentira.
Pablo Picasso afirmó que el arte es una mentira que nos acerca a la verdad. Pero la mentira, en todo caso, no es suficiente para hacer una obra artística. Es necesario que sea bella para hacerse aún más verdadera que la propia verdad, pero no una verdad en sí, sino la única verdad. Es lo que hace posible el arte cinematográfico, y no toda violencia alcanza estos niveles.
En el cine, la violencia es un espectáculo visual y ella se hace cada vez más aparatosa, fascinante, estrambótica e increíble gracias a los efectos especiales producidos por una tecnología muy desarrollada, digital. Realidades virtuales. Esta violencia se acentuó cuando Bruce Willis, como el agente McClane, rescató a su esposa Holly de las manos de un grupo terrorista que intentaba liberar en el aeropuerto al General Esperanza, un dictador suramericano acusado de tráfico de drogas en la película Duro de matar II (1990), de Renny Martin. Esta película es representativa de la escalada de lo que se llamó la “hard violence”. Nunca antes el cine había logrado mostrar tantos degollamientos, villanos triturados por las cintas del portaequipajes o por la turbina de propulsión del Boeing, caídas mortales, persecuciones y explosiones, una épica filmada y montada a un ritmo frenético que comunicaba una delirante estética del dinamismo a esta lucha contra la conjunción de política, terrorismo, fundamentalismo y narcotráfico, a lo que se agregaban las armas, los crímenes crapulosos, los ametrallamientos y homicidios. (El homicidio ha llegado a ser tan cotidiano en los Estados Unidos que se dice de él que es tan americano como el apple pie o las hamburguesas de McDonald ‘s).
Una imagen frecuente en las pantallas de los cines es la explosión… ¡una oleada de fuego destruyendo todo a su alrededor, esparciendo fragmentos, despojos, hierros retorcidos, ventanas que estallan, muros que se desploman, automóviles envueltos en llamas que vuelan por la onda explosiva! El cine nos ha acostumbrado a ver este tipo de situaciones con tanta insistencia que la explosión ha terminado por convertirse en un hecho trivial que trata de impresionar e impactar visualmente a unos espectadores que tienden, cada vez más, a permanecer impávidos o deslumbrados frente a semejantes truculencias. De la misma manera como la muerte, en el cine terminó haciéndose anónima, también las explosiones han acabado por hacerse “cinematográficas”, esto es, exteriores, ajenas, desprovistas de significación.
En el cine hemos visto explotar lanchas y aviones, casas y edificios, depósitos y hangares, los almacenes de la droga y de cualquier otro tipo de productos clandestinos o prohibidos. Explosiones cada vez más violentas y ¡fascinantes! por lo que tienen de entretenimiento y de perversidad, eficaces en su calidad visual por la utilización inteligente de una tecnología que se ha revelado como la colaboradora más fervorosa de este tipo de espectáculo.
Un buen ejemplo es la película El especialista (1994) del peruano Luis Llosa, con Sylvester Stallone y Sharon Stone, en la que pudimos contar hasta siete explosiones de envergadura y docenas de explosiones menores. Estas explosiones nos impresionan mientras las vemos como si participásemos en un juego peligroso; luego las olvidamos y, cuando tratamos de recordarlas, nunca acertamos a incorporarlas a la película a la que pertenecen porque igual podrían haber aparecido en otras. En cambio, es posible que algunos de ustedes hayan olvidado la trama de Zabriskie Point (1972), de Antonioni, pero es difícil olvidar la secuencia final en la que una mansión burguesa estalla y vuela por los aires. ¿No la recuerdan? Después de que Mark Frechette muere, Daría, la joven protagonista, mira la casa y, de pronto, la casa explota y vemos en cámara lenta los objetos que saltan, los televisores que revientan, las neveras, cocinas, libros, muebles, cuadros… Explotan todos los objetos que han representado valores universales o manifestaciones de la sociedad de consumo. La película se proponía una crítica a una determinada sociedad y planteaba, además, cierta adhesión a la rebeldía juvenil propia de aquellos años sesenta: jóvenes enfrentados al desierto, pero también al amor liberado de cualquier impedimento. ¡Cuando la casa explota es un mundo el que estalla y se atomiza! Pero la explosión surge como un elemento fantástico que nada tiene que ver con las vicisitudes de la trama sino con la imaginación de Daría. Antonioni filmó lo que ella imagina. Expresó el rechazo de Daría a esa sociedad, su odio por la muerte del muchacho… ¡Y la casa explota con todo lo que hay adentro!
Esta explosión es una de las más célebres del cine y ha sido objeto de muchos análisis e interpretaciones. Guido Aristarco observó que la primera explosión es violenta, pero sin sonido. Luego vuelve a producirse y a repetirse una o dos veces violentamente, pero esta vez con sonido y, finalmente, explota de nuevo, pero en cámara lenta. Aristarco creyó ver en estos cambios de movimiento la propia carga emocional de la protagonista. Otro crítico encontró nuevos significados. La primera explosión tiene que ver con la estructura mural de la casa. Pero el tratamiento sucesivo tiene que ver con los propios objetos, es decir, con los cimientos particulares de la sociedad de consumo que son víctimas de la acción devastadora. La cámara lenta lo que hace es revelar la inconsistencia de las cosas que vemos saltar por los aires: cosas privadas de sustancia, de peso, incluyendo los libros. Al hacerlo así, Antonioni obtenía una desvalorización de la potencia de los objetos y los convertía en nada, en cosas vacías que incluso ya lo eran antes de explotar. Por eso se recuerda esa secuencia, y no las de Stallone, porque la cámara lenta produjo una impresión contraria: al volar por los aires, los objetos habían alterado su peso como si todos ellos –valores universales– fuesen inconsistentes en el momento de su destrucción. ¡Es una de las maneras más inteligentes que yo haya visto de expresar la violencia!
Realidad e ilusión
Bruce Willis se convirtió en uno de los héroes cinematográficos más populares de los 80 y los 90. Junto a él apareció un comportamiento nuevo en el cine: la velocidad de las imágenes, una velocidad capaz de anular en el espectador cualquier posible asomo o intento de racionalizar lo que está viendo. Es la velocidad que ya comenzamos a ver en Secuestro Express, de Jonathan Jakubovicz. Y se consolidó no solo una situación sino una estética que ya nos resultaban familiares: la muerte gratuita y, con ella, una estética que es propia del cine: ¡la estética de su particular dinamismo!
Duro de Matar, realizada en 1998 por Mc Tierna, reportó en los Estados Unidos 80 millones de dólares. Dos años más tarde, Duro de matar II recaudó localmente 117 millones. Duro de matar. La Venganza, la tercera película de la serie, superó las recaudaciones porque se sustituyó la esposa de Mc Claine por un negro (en los Estados Unidos se dice afroamericano, en Venezuela —ahora— afrodescendiente), un tipo estrafalario llamado Zeus Carver (Samuel L. Jackson), inevitable en este tipo de films después de su participación en Pulp Fiction, de Tarantino, la violencia cinematográfica llevada a la extrema absurdidad propia de los cómics, una violencia heredera de lo que se llamó en los años setenta el “cine catastrófico”.
El fracaso norteamericano en Vietnam sigue siendo una llaga moral difícil de sanar, pero el fracaso demostró que el imbatible ejército americano era vulnerable y reveló que el dólar era una moneda inestable. Después, con la renuncia de Nixon, se desmoronó algo sagrado para el norteamericano como es la credibilidad en la palabra de su presidente (algo que nos resulta impensable en un país como el nuestro en el que todos mienten descaradamente y no les ocurre nada). Pero antes, la muerte violenta de Kennedy en Dallas extravió para siempre el sueño que transformó a la Casa Blanca en Camelot; y luego, con la explosión en Oklahoma provocada por terroristas americanos y no por los árabes enloquecidos que aparecen en las películas, sobrevino lo peor: la pérdida definitiva de la inocencia.
Para contrarrestar tantas calamidades, Hollywood convocó en las pantallas del cine todas las catástrofes inimaginables: incendios en una torre, en un avión de pasajeros; ciudades amenazadas por terremotos; monstruos gigantescos; inundaciones y erupciones volcánicas, catástrofes más terribles que las que el propio sistema estaba padeciendo, lo que en cierto modo atenuaba los miedos del país.
Los espectadores salían del cine aliviados porque pensaban que había catástrofes peores que las que ellos estaban padeciendo. Como si fuera poco, Burt Reynolds, en 1976, activó lo que se llamó entonces la “resurrección del macho”. Fue tal el impacto que causó Reynolds en Hollywood, a finales de los setenta, que las encuestas de opinión recibían respuestas de millones de mujeres (¡y de hombres!) que año tras año seleccionaban al mejor “ejemplar”, es decir, al macho más seductor o imponente. Reynolds inició la lista que fue continuada en 1977 por Clint Eastwood y en 1978 por Sylvester Stallone. Luego, aparecieron Charles Bronson, Chuck Norris, Christopher Reeve, Kurt Russell, Tom Selleck, “¡el bigote!”, Jean Claude Van Damme, Steven Seagall, Schwarzenegger, ¡gente violenta!
El macho fascinó a hombres y a mujeres por igual durante aquellas décadas porque los rudos personajes que interpretaban se involucraron con la marejada de violencia que significó para los Estados Unidos aquel ramalazo de frustraciones desatado por la derrota en Vietnam, la drogadicción y, luego, por la propia dureza del gobierno de Reagan, además de la eclosión homosexual que hizo “reverdecer” el culto al hombre duro.
Los años noventa norteamericanos, con todo el estremecimiento propio de un fin de siglo, fueron, sin embargo, de cierto sosiego. Entonces se inició el retorno a la exaltación de la familia, a las relaciones sexuales seguras, al culto de la mujer e, incluso, a películas en las que la ecología sustituía los temas de violencia. De hecho, pueden verse muchas películas en las que ha disminuido apreciablemente la violencia de otros tiempos. ¿Cuánto durará este clima edénico y pacífico?
En todo caso, el espectador sabe que lo que ve en cualquiera de las películas de la serie Arma Letal no es verdad. Sabe que no es posible que el automóvil donde van Mel Gibson y Danny Glover atraviese a toda velocidad el piso de oficinas, reviente las paredes y ventanas a tres pisos de altura, caiga en la vía rápida de la autopista y continúe la persecución de los bandidos, que el héroe salte por el aire en la explosión y continúe vivo, ¡que la balacera no lo toque o que sobreviva a las palizas!
Sabe que es una convención, como la del Colt de los vaqueros que nunca hay que recargar. Jimmy Nickerson, exboxeador y coreógrafo de las películas de boxeo como Rocky, Rocky II o El toro salvaje, dice que en el cine los golpes con potencia exagerada son una licencia dramática necesaria, pero hasta los cineastas saben que el cuerpo humano no puede absorber tanta brutalidad.
El cine es un espectáculo que ven millones de personas en el mundo con normas que impiden o controlan su acceso según la edad. Hoy, posiblemente, el video haga más difícil estos controles, pero las películas por cable ya vienen ajustadas para que sean vistas por todo tipo de público. Digo todo esto porque la verdadera violencia vive ¡fuera del cine!
En un artículo suyo publicado en El Nacional de Caracas el 9 de julio del 2000, Eduardo Galeano aseguraba que el general Marshall, durante la Segunda Guerra Mundial, afirmó que solo dos de cada diez soldados de su ejército utilizaron los fusiles. ¡Los otros ocho tenían el arma de adorno! Pero en la guerra de Vietnam, la realidad era otra: nueve de cada diez soldados americanos, invasores, tiraban a matar y protagonizaron masacres como la de May Lay contra poblaciones civiles y campesinas. ¡La diferencia estaba en la educación que habían recibido!
Las formas de la violencia
El teniente coronel David Grossman, especialista en pedagogía militar, sostiene que el hombre no está naturalmente inclinado a la violencia. Contra lo que se supone, no es nada fácil enseñar a matar al prójimo. La educación para la violencia exige un intenso y prolongado adiestramiento destinado a brutalizar a los soldados y a desmantelar sistemáticamente su sensibilidad humana. Un general venezolano, en la Carlota, ante un auditorio uniformado, afirmó tajantemente que lo que destruye a los hombres es la paz y no la guerra. Que la madre de la cobardía es la tranquilidad y no el peligro. Que quien trae aprensión e inquietud es la abundancia, no la necesidad.
Según Grossman, esta enseñanza comienza en los cuarteles a los dieciocho años. Hay quienes sostienen que fuera de los cuarteles empieza a los dieciocho meses porque la televisión dicta esos cursos a domicilio. “Fue como en la tele”, declaró un niño de seis años que asesinó a una compañerita de su edad, en Michigan. Pero millones de niños ven la tele y no matan. Este lo hizo porque era un psicópata. Las jovencitas que asesinaron cruelmente a su amiga del liceo en un pueblo español declararon que lo hicieron porque querían ser famosas y aparecer en la televisión. Tenían retratos de artistas en sus cuartos. Pero el dictamen médico legal reveló que se trataba de dos psicópatas de alta peligrosidad ¡cuyas familias no se habían percatado! De modo que no nos hacemos asesinos o delincuentes comunes por ver violencia en el cine o en la tele. ¡Dios sabe lo que estarían dispuestos a pagar los productores de cine o de TV por tener el testimonio de alguien que, en su sano juicio, haya cometido un crimen crapuloso solo porque lo vio en una película o en una serie televisiva!
¡La violencia de la televisión no es otra que la de convertirnos en consumidores compulsivos! La violencia no vive en el cine. Allí, ella es una abstracción audiovisual, una ilusión, una enorme mentira espectacular. Al igual que el demonio, cuyo lugar favorito para ocultarse es detrás de la cruz, la violencia busca el suyo para anidarse en cada uno de nosotros. Y allí, en esa oscura zona de nuestro inconsciente, es donde le gusta vivir.
¿Qué es lo que el cine hace con nosotros? Nos acorrala en la penumbra de una sala y allí nos pecherea, nos da bofetadas y, sentados en nuestras butacas, aislados, inermes, atrapados por la gloria de estas rantes imágenes en movimiento, aprovecha y escudriña los sombríos rincones de nuestras almas y nos hace llorar a moco tendido y nos hace reír también hasta las lágrimas y nos aterroriza con toda clase de engendros y enviados diabólicos, aliens y monstruos acromegálicos, y nos hace víctimas de todos los psicópatas homicidas que pululan por las pantallas.
¡Y nos gusta! Nos deleitamos con los vómitos satánicos de Linda Blair en El Exorcista; nos estremecemos cuando Sigourney Weaver se enfrenta a los abominables parásitos que se incuban en los colonos de un planeta perdido y nos deleitamos al convocar por las noches a los muertos en vida, vampiros sedientos de sangre y zombis ávidos de carne humana. Porque nacimos, nos formamos, hemos crecido dentro de una cultura del terror y de la violencia.
No protestamos cuando vemos en el cine una sierra eléctrica mutilando un cuerpo, pero nos escandaliza ver el sexo explícito. El cine venezolano, en este particular, permanece anclado en la edad de la inocencia y los crímenes o el sexo que muestra pertenecen más al subdesarrollo económico que a una auténtica cultura de la violencia. En el cine existe lo que yo llamo “el centímetro de la desnudez”: el encuadre, en las mujeres llega exactamente un milímetro arriba del pubis; porque los hombres, desnudos, siempre serán vistos de espaldas. Nuditas virtualis (pureza e inocencia) en lugar de la nuditas criminalis (lujuria o vanidosa exhibición).
Tradicionalmente, los temas del cine venezolano y latinoamericano más que con el sexo han tenido que ver con la dependencia política, económica, cultural; con el fascismo, el gorilismo y las intervenciones militares; con la marginalidad, el desempleo, la delincuencia, la crisis habitacional, la mortalidad infantil, la prostitución; con el analfabetismo, el genocidio cultural, la corrupción, el hambre. Situaciones generadoras de violencia. Pero en el cine no hemos llegado todavía al crimen serial y crapuloso, mucho menos al sexo explícito en hombres o mujeres.
El primer acto de violencia es el de un ángel armado de una espada llameante expulsando del Paraíso Terrenal a Adán y a Eva solo porque, al verse desnudos, tuvieron conocimiento de sí mismos. Es lo que se llama La Caída. Pero la Caída significó que al perder la beatitud nos precipitamos en la materia y con ella, con la Caída, dos monstruos terribles, la Culpa y su hija la Muerte, abandonaron por siempre la región del Erebo para instalarse en la Tierra y servir de alojamiento al dolor y al infortunio, es decir, a las formas más depuradas de la violencia.
Luego ocurrió el terrible gesto discriminatorio: Dios ensalza y com place a Abel porque el muchacho le reza y le sirve, pero margina a Caín, que trabaja de sol a sol y allí tenemos ¡el primer asesinato! Es más, “…después de la fundación de Roma”, escribió Federico Vegas en El Nacional de Caracas (lunes 07 de marzo de 1997):
Rómulo mata a Remo. El fundador ya le había advertido a su hermano que en la nueva ciudad los límites eran sagrados, pero éstos no eran entonces más que surcos en la tierra y Remo los saltó en plan de burla. Y la ley necesitaba de un sacrificio para hacerse sagrada.
De la muerte de Abel solo recordamos la quijada de burro y la envidia de Caín; pero es curioso que después de matar a su hermano, el asesino fundara Henoch, la primera ciudad citada en la Biblia. Dos fratricidios y dos ciudades, justo cuando la historia de la humanidad apenas estaba comenzando.
Se menciona a la desigualdad económica como un factor generador de violencia: poseer mucho dinero equivale a detentar una cuota de poder suficiente como para pretender situarse por encima de la ley. No tener nada es un resorte impulsador de actos violentos y delictivos. La miseria activa, la degradación humana y el rencor social que origina está en la raíz de buena parte de la violencia urbana. Perseguimos al delincuente dentro y fuera del cine porque se sitúa al margen del ordenamiento legal. Pero, ¿qué hacer cuando es el poder el que se pervierte desatando violencias incontenibles? ¿Dónde está la película venezolana en la que el delincuente, en lugar del muchacho marginal que huye por las quebradas, sea el honorable señor de cuello blanco atrincherado en la gerencia del banco o en el penthouse de su edificio industrial?
La violencia gratuita tendrá que cesar en el cine norteamericano, pero habrá que frenar también la avidez capitalista, desarmar a ese país, enfrentar las neurosis y psicopatías que fundamentan el “gran miedo” americano y constituyen “su” enfermedad nacional, como se evidencia en el film American Psycho, de Mary Harron. La violencia en el cine venezolano terminará cuando el país deje de ahogarse en la basura y de chapotear en la marginalidad.
La mayor violencia de Secuestro Express es la del lenguaje. En cambio, contrariamente a lo que pretendían sus realizadores, no hay violencia en El Caracazo porque recibió la calificación “A”, como si fuera una película de Disney: apta para todo público. ¡Es algo que no se entiende! En todo caso, el cine continuará avanzando a una velocidad cada vez más digitalizada para seguir pechereándonos en la penumbra de una sala, ¡removiéndonos el alma, volteándonos la memoria, fascinándonos, aterrorizándonos y envolviéndonos en el portentoso ropaje de su inagotable y espectacular fabulación!