Por MARCELO PELLEGRINI
Celebración de un poema emblemático
“Abril es el mes más cruel, engendrando / Lilas de la tierra muerta, mezclando / Memoria y deseo, removiendo / Pálidas raíces con lluvia de primavera” (1). Cualquier lector más o menos enterado de los avatares de la poesía occidental moderna reconocerá esos versos y sabrá que pertenecen al comienzo de The Waste Land (La tierra baldía), el célebre poema de Thomas Stearns Eliot (1888-1965), publicado hace exactamente cien años, en diciembre de 1922. Tan emblemáticas son sus líneas iniciales, tan reconocibles sus imágenes, que el poema casi no necesita presentación. Se trata, en efecto, de un verdadero clásico contemporáneo. Nacido en Saint Louis (Missouri), Estados Unidos, pero descendiente de una de las más importantes familias de Boston (los llamados “brahmines”), T. S. Eliot es considerado uno de los poetas más importantes, si es que no el más importante, en lengua inglesa del siglo XX. Esa primacía se ha extendido hasta el XXI, y ahora que se celebran los cien años de su poema más célebre, el renovado interés por esa obra en particular y por la labor literaria de Eliot en general ha producido en el mundo anglosajón una ola de nuevos comentarios críticos, biografías del escritor, documentales para la televisión y cuidadas ediciones de sus poemas, además de la monumental edición anotada de toda su prosa crítica en ocho volúmenes, así como la de su espistolario completo, hasta ahora en nueve tomos. Además, se han reeditado, ahora a todo color, los folios del manuscrito del poema con las correcciones de Ezra Pound y los comentarios de Vivienne Haigh-Wood, primera esposa de Eliot. Incluso, la editorial Faber & Faber de Londres (de la que Eliot fue su director más famoso) lanzó una aplicación disponible para iPhone y iPad sobre el poema con detallados comentarios textuales y filológicos a manos de especialistas, reproducciones del manuscrito y videos con entrevistas a poetas como Seamus Heaney y estudiosos como Craig Raine y Jeanete Winterson, además de lecturas del poema a manos del mismo Eliot, del poeta Ted Hughes y de los actores Alec Guiness, Jeremy Irons y Viggo Mortensen, entre otros. No debiera extrañarnos esa profusión erudita y comercial: desde que La tierra baldía apareció la crítica se ha dedicado a desmontar sus mecanismos, a interpretar sus versos en detalle, esclareciendo cada alusión erudita o biográfica, leyendo en ellos ciertas claves vitales de su autor con tal de encontrar la fuente de su creatividad y de su visión pesimista del mundo; también se ha querido indagar, a mi juicio exageradamente, sobre ciertos aspectos de la vida íntima de Eliot que se supone el poema revela, ya sean episodios oscuros de su vida sexual, o su depresión, o el estrepitoso fracaso de su primer matrimonio, algo curioso, por lo demás, si pensamos que su autor abogó famosamente por la impersonalidad en la poesía. No es arriesgado afirmar que La tierra baldía no es solo un poema emblemático de la vanguardia en lengua inglesa: es ante todo un ícono, un tótem, un monumento literario que cifra y condensa en sus cuatrocientos treinta y tres versos aspectos determinantes de la vida moderna, especialmente los relativos al momento en que fue escrito.
“Un montón de imágenes rotas”
A pesar de todas las interpretaciones, de las investigaciones detalladas hasta lo exhaustivo de querer determinar el tipo de papel en que Eliot escribió el poema y las máquinas de escribir que utilizó para transcribirlo, La tierra baldía sigue siendo un enigma, “un obelisco cubierto de signos, invulnerable ante los vaivenes del gusto y las vicisitudes del tiempo”, como dijo certeramente Octavio Paz. La mejor prueba de la perdurabilidad del poema es que todavía, a pesar de las sobreinterpretaciones, conserva su novedad y su frescura, y sorprende por igual tanto a quienes lo leen por primera vez como a quienes vuelven sobre sus versos. ¿Cómo se explica esto? Por supuesto que, para un poema tan complejo, las razones son muchas y varían según los gustos de quien lo lee. Aventuro aquí mis respuestas.
En primer lugar, La tierra baldía parece haber captado muy bien el espíritu de la Europa de la primera posguerra, que se encontraba entre el pesimismo absoluto producto de su destrucción (“¿Qué son estas raíces que se aferran, qué ramas brotan / De esta basura pedregosa? Hijo de hombre, / No lo puedes decir, o suponer, ya que conoces sólo / Un montón de imágenes rotas”, dice el poema) y el desenfrenado hedonismo de la década del veinte, conocida como “los años locos” (“Oh Oh Oh Oh ese rag shakespereano⎯ / Es tan elegante / Tan inteligente”); en segundo lugar, el poema posee un equilibrio entre la alta cultura y la cultura popular digno de los mejores momentos de Chaucer o de William Shakespeare; en tercer lugar tenemos la curiosa construcción del poema, su complejo edificio hecho de varias voces yuxtapuestas, que sigue el modelo de Jules Laforgue y, en especial, el de Apollinaire. Pero por sobre todas las cosas es el tono novedoso de Eliot el que ha intrigado desde siempre a los lectores, ese timbre entre coloquial y demótico tan poco común en la poesía en lengua inglesa de la época, que todavía se encontraba procesando los logros más sublimes del romanticismo. La tierra baldía fue la magistral culminación de un proceso de desacralización de la poesía, que terminó por darle forma definitiva a la vanguardia en lengua inglesa, conocida en ese idioma como “Modernism”. Por último, un dato nada menor que ha contribuido grandemente a su mitología: las enmiendas al manuscrito que realizara su compatriota y colega Ezra Pound, expatriado también en Europa, cuando Eliot le entregó el caótico producto de sus noches de insomnio. Esos folios, perdidos por largo tiempo y rescatados del olvido en 1971, revelaron que el poema era al menos dos veces más extenso que el que finalmente se publicó. Pound, él mismo uno de los grandes poetas del siglo XX, quien, por lo demás promovió incansablemente otra obra fundamental de la vanguardia en lengua inglesa aparecida en 1922 (la novela Ulises, de James Joyce) tuvo la inteligencia para reconocer lo mejor de ese verdadero diamante en bruto que tenía ante sus ojos y transformarlo en la obra maestra que finalmente vio la luz. Eliot, por su parte, tuvo la sabia confianza para aceptar lo que Pound le sugirió. La primera esposa de Eliot, Vivienne Haigh-Wood, también hizo sugerencias y comentó el manuscrito con pericia y autoridad; por ese motivo podemos decir también que el poema más significativo en lengua inglesa del siglo XX es, para utilizar el conocido término de Freud (y vaya que ha habido lecturas freudianas de La tierra baldía) una verdadera novela familiar, algo que mucho le agrega a su atractivo.
Fragmentos apuntalados contra las ruinas
Si pensamos en la novedad radical de La tierra baldía, es fácil caer en la tentación de pensar que apareció en el firmamento poético occidental como un luminoso cometa que alteró todo a su paso; que el joven de 34 años que era su autor pergeñó semejante obra en una especie de “éter”, como hubiera dicho Hegel, en donde engendró sus palabras sin la intervención de ninguna fuerza contingente. Pero la historia de la literatura nos enseña que incluso las obras más singulares no nacen en el vacío. Aparte de las influencias que sobre Eliot ejercieron las lecturas de Tristan Corbière, Jules Laforgue y Guillaume Apollinaire, entre muchos otros, y además de la erudición y la vasta cultura que siempre tuvo, él mismo había allanado el camino para su obra maestra desde que publicó su primer libro de poemas, Prufrock y otras observaciones (1917). ¿Qué pensar, por ejemplo, de poemas como “La canción de amor de J. Alfred Prufrock”? Su comienzo, también emblemático, tiene que haber sido muy extraño para los lectores de la época: “Vamos entonces, tú y yo, / Cuando el atardecer se extiende contra el cielo / Como un paciente anestesiado sobre una mesa”. En vez de describir un atardecer en términos “poéticos”, Eliot rompe con el cliché y lo compara con un paciente de hospital. Lo mismo sucede en “Preludios”, otro poema de esa colección: “El anochecer de invierno se asienta / con olor a bistec en los pasillos. / Seis en punto. / Las colillas quemadas de días humeantes”, en donde desaparecen los esperables atardeceres melancólicos lluviosos o nevados. Por último, estos versos de “Gerontion”, pertenecientes a Poemas (1920), el segundo libro de Eliot, que parecen adelantar la visión pesimista de la historia que prevalecerá en La tierra baldía: “Piensa ahora, / La historia tiene muchos pasadizos engañosos, pasillos artificiosos / Y se escapa, embauca con ambiciones cuchicheantes / Nos conduce a vanidades”. Ya se escuchaban por entonces los ecos de la desolada voz del gran poema que Eliot publicaría apenas dos años después: “La horrible audacia de la rendición de un momento / Que toda una edad de prudencia nunca puede revocar / Por esto, y sólo por esto, hemos existido / Lo que no aparecerá en nuestros obituarios / O en memorias cubiertas por la caritativa araña / O bajo sellos rotos por el delgado procurador / En nuestros cuartos vacíos”. Podemos ver de esta manera que Eliot fue, desde sus comienzos poéticos, lo que Harold Bloom llamó “poeta fuerte” que impuso su lenguaje, dejando una marca indeleble en la tradición que le dio origen.
Después de sus estudios de pregrado y de doctorado en la Universidad de Harvard, Eliot se trasladó definitivamente a Inglaterra en 1914, aunque sin perder contacto con su país de origen y su cultura literaria. Con el tiempo alcanzó la fama universal, convirtiéndose en el intelectual público más importante de su época. Todo ello culminó con la obtención del Premio Nobel de Literatura en 1948. El fuerte vínculo que sintió con sus antepasados británicos lo llevó a adoptar la nacionalidad inglesa y, de modo repentino, la fe anglicana. Hay algo de nostalgia reaccionaria en esas adhesiones, en el querer, como intentó hacerlo, volver a la fe de Roma vía la iglesia de Inglaterra, aunque nunca concretó lo que él veía como una natural adopción del catolicismo. Tal como Ezra Pound, que quiso encontrar cierta unidad perdida en la poesía provenzal del siglo XII o en la literatura y la filosofía de la antigua China, Eliot, hijo del Nuevo Mundo, sintió la necesidad de la historia y del arraigo. Ante un mundo que él retrató en La tierra baldía como un páramo pedregoso, estéril y desolado (“El sudor es seco y los pies están en la arena / Si ahí sólo hubiera agua entre las rocas”) no podía más que identificarse con el príncipe de Aquitania de la torre abolida, atinando solamente a murmurar “estos fragmentos [que] he apuntalado contra mis ruinas”. En buena medida, la vida y la obra de Eliot después de La tierra baldía son el intento de escapar precisamente del estado anímico que generó su poema más revolucionario.
El contexto latinoamericano
La influencia de T. S. Eliot en América Latina ha sido grande y fecunda. Muy pronto empezaron en este lado del mundo las traducciones al castellano de La tierra baldía (el mexicano Enrique Munguía y el puertorriqueño Ángel Flores fueron los primeros, ambos en 1930), y desde entonces su obra no ha dejado de traducirse a nuestro idioma, tanto en el continente como en España. Algo de ese espíritu innovador y revolucionario encontró entre nosotros un eco que no se ha extinguido. Y como el arte ofrece en ocasiones coincidencias que no hay más remedio que llamar extraordinarias, ese mismo año 1922 aparecieron en América Latina algunos libros tan radicales en su experimentación y su visión del mundo como La tierra baldía; pienso en Trilce de César Vallejo, 20 poemas para ser leídos en el tranvía, de Oliverio Girondo y Los gemidos, de Pablo de Rokha. A su modo, esos escritores también se rebelaron contra un mundo que percibían como hostil e infértil; a su modo también, cada uno de ellos lanzó contra esa visión pesimista un grito que, como el último verso de La tierra baldía, es un mantra que todavía resuena poderoso: “Shantih shantih shantih”.
1 A lo largo de este comentario, utilizo la traducción del poema hecha por Juan Carlos Villavicencio y Braulio Fernández Biggs (T. S. Eliot: La tierra baldía. Santiago de Chile: DscnTxt Editores, 2017).
2 Para las citas de este y de los siguientes poemas, he recurrido a las traducciones de José María Valverde en T. S. Eliot: Poesías reunidas (1909-1962). Madrid: Alianza Editorial, 2003. En algunos casos he modificado levemente las versiones de Valverde.
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