Por ARTURO USLAR PIETRI
En la corta calle gris que remata en el frente carcelario del Teatro del Odeón, en París, está la librería Shakespeare and Co., que es el santuario del joycismo en Europa.
La librería es un book shop muy inglés, con muebles de madera amarilla, cueros patinados y un dorado silencio que casi huele a mostaza. La patrona y sacerdotisa es Silvia Beach, una inglesa de flacos y enérgicos rasgos, vestida de oscuro y llena de afabilidad.
En las paredes de la trastienda hay retratos de Joyce, en los estantes libros de Joyce, y en un fonógrafo, pariente cercano de aquellos altos taxis de Londres, discos en que la voz instrumental de Joyce interpreta de modo inimitable la sinfonía telúrica de Anna Livia Plurabella.
Anna Livia Plurabella era para aquellos días la primicia madura y ejemplar de la vasta obra ilimitada en elaboración, cuyo título provisional y simbólico era Work in Progress.
En Anna Livia, dos lavanderas dialogan banalmente desde ambos márgenes del Liffy, riachuelo de Dublín. Su diálogo es la sustancia simultánea de un poema de la más extraordinaria riqueza verbal e intuitiva. En la ilación de las frases, y sin estar escritos separadamente, pasan, como un rumor fluvial, los nombres de más de trescientos ríos de la tierra, invocados y convocados para honrar al magro Liffy.
En la voz de Joyce el recitativo llega a adquirir casi el valor de un ensalmo, de una de esas monótonas y guturales salmodias con las que los magos árabes encantan a las serpientes.
En suspensión en las palabras, o quizás mejor en el eco de las palabras, ruedan vagas reminiscencias y fantasmas de otras palabras que se superponen y llegan por momentos a equilibrarse en el sentido de la frase o a proponer, con igual derecho todas, uno de los múltiples sentidos que ofrece aquel oscuro y rico resonar de gran bordón.
Poetas muy intuitivos, sutiles y mágicos han sentido en ocasiones la condición precaria de las palabras y el estigma que en ellas pone el uso vulgar y ordinario, que oculta y mata sus valencias poéticas latentes.
La materia de la música es sólo de la música y no puede servir para otra cosa; pero las palabras del más bello verso del Dante, los vocablos de Shakespeare o de Góngora, prescindiendo de la ordenación y del sentido, que son gran parte esotéricos y extrínsecos, están diariamente en la boca de las más opacas unidades de la muchedumbre, sirviendo para todos los usos y desgastándose como una moneda vil.
El culteranismo español buscó una escapada estéril refugiándose en una sintaxis de fatigosa elaboración y en el empleo de voces que, por excesivamente cultas e inusitadas, resultaban tan apagadas, inexpresivas y pobres como las más borradas por el manoseo.
No fueron nunca felices esos ensayos de crear un instrumento propio para la poesía, una materia poética y solamente poética.
En nuestros días, James Joyce ha renovado el intento con un aliento y una ambición desmesurados. Ulises, su primer gran ensayo sinfónico, es un vasto poema informe, medio Ramayana y medio novela naturalista y psicológica, que agoniza en la creación de un ambiente, de una técnica, de una sustancia y de un lenguaje exclusivamente poéticos. El tema es el de cualquier novelista del siglo XIX. Las formas más corrientes de vida de la clase media en una ciudad irlandesa. Sin embargo, ya desde el esbozo mismo de la obra asoma la audacia de la concepción y de la técnica escogida. En un millar de densas páginas se narran los ordinarios sucesos que en las veinticuatro horas de un día cualquiera ocurren a un miembro de la baja burguesía. Caminatas, charlas, encuentros, lecturas, monólogos, comidas, defecación, recuerdos, sueño. El libro está narrado con la poderosa libertad e imprevisión de la vida. La rica materia fluye, se condensa, pasa y se dispersa como en el más elaborado canto épico.
Y, por ello, esta sección plana de una existencia rutinaria puede llamarse sin humorismo Ulises. Es decir, el eco, la correspondencia de las mil fantásticas aventuras mitológicas de Odiseo en el mundo homérico.
Así como el dato real y el suceso ordinario se transmutan en epopeya fabulosa, también la lengua se sale de sus ataduras sempiternas para empezar a ser otra cosa, libre de la sintaxis y de la ortografía, para transformarse en un eco, en una huella, en una evocación de vocablos conocidos, pero que ya no son ellos mismos y pueden, por lo tanto, cargarse gratuitamente con todas las significaciones.
La obra de Joyce es un clima o una crisis. Nada en ella corresponde a las formas tradicionales del arte literario. Su sensación y su mensaje son más del tipo de los que provoca la música, que de los que engendra la literatura; todas las notas y los matices son pretextos para la evasión de la consigna preceptiva.
Toda la obra trasuda el empeño agobiante y heroico de alcanzar lo imposible, eludiendo con recursos mágicos las imposiciones y las leyes del método, de la lógica y de la expresión. Si por su similitud con algún estilo artístico pudiera definirse su tentativa, estaríamos inclinados a llamarlo barroco. Es barroco su esfuerzo por dominar el espacio, torturar las formas y extraviar los sentidos. Es barroco su propósito de inventar una suma de emociones, sensaciones e intelecciones infinitas e indefinidas. Es barroca la impresión de fraude, de vano encantamiento, de trompe l’oeil, que sentimos al volver de su clima irrespirable y apasionante.
Joyce cierra y concluye la estéril desesperación de una época tortuosa del arte literario, en que florecen con inusitado esplendor el surrealismo y la novela policíaca. En que el cine ha ocupado en gran parte el sitio y la función social y estética de la novela. Y en que una poesía desmesurada e informe, intuitiva y morbosa ha abandonado su curso tradicional para invadir las más inesperadas formas de expresión y actividad del hombre.
Su obra, que termina en sí misma, contribuirá a perfeccionar los medios técnicos del novelista y quedará sola y dramática en la vasta sala del museo literario, como la pintura de Uccello en las galerías del Renacimiento.
Joyce ha debido someterse a un terrible trabajo interior de limpieza, de purificación, de higiene. Ha debido arrasar y destruir todos los tabiques, todas las barreras, todos los ídolos de yeso que habían levantado dentro de él la tradición, la cultura, el estudio. James Joyce ha tenido que deseducarse por entero para poder ver cómo ha visto. Volver a nacer adulto con un ojo sabio y recién nacido. Ha tenido que hacer el enorme esfuerzo cartesiano de olvidar todos los libros, todas las lecciones, todas las reglas, para poder realizar ese milagro de ver de nuevo, pura y simplemente. De ver de pronto al hombre con unos ojos que no fueran los ojos de los otros. De descubrirlo un día, en una calle de Dublín, y tratar de verlo y comprender que había encontrado a Ulises.
Para Joyce, como para los dioses, no existe lo obsceno. Los creadores saben que un hombre se compone de todas sus partes. Sólo que cada quien ha tomado la parte que le agradaba para fabricar su muñeco. Unos han escogido los buenos pensamientos y han construido fantoches puros. Otros, nada más que las bajas inclinaciones, la parte terráquea del cosmos humano, y han modelado espantables abortos. Pero dentro de la vida, la verdadera y perdurable vida, andan holgadamente ambos extremos. Los radios del espíritu y del vientre se describen con simultaneidad en el existir; quien haga un corte transversal en él, y Joyce ha pasado una tajante hoja al través de un día del existir, encontrará el existir: espíritu y vientre, y otras cosas, y todas las cosas.
Lo obsceno es concepto morboso. Para quien vive verdaderamente no hay cosa obscena, para quien vive perdurablemente no hay cosa indigna.Todos nuestros órganos nos expresan. Nuestro sexo es como nuestros ojos o como nuestra inteligencia. Bueno es repetir con Terencio o con Whitman que todas las partes del cuerpo son dignas del canto.
Nuestra cultura está llena de cosas y regiones tabú. Tanto hemos ido apartando y poniendo de lado, hemos prescindido de tanto, consciente e inconscientemente, que ya, en cierto modo, lo que llamamos vida no es sino una parte limitada de la vida, lo que llamamos mundo es una fracción del mundo, lo que conocemos por espíritu y, en el sentido pauliano, por señor, es apenas una faz del espíritu. Ya señalaron los surrealistas, aleccionados por Freud, varios de esos reinos perdidos y partieron en pintorescas expediciones a su reconquista. Está allí el reino de los sueños. El arte, la ciencia, casi toda la experiencia humana, han sido inventados en la vigilia. Sin embargo, en la vida onírica se alteran las leyes naturales, las condiciones del espacio y el tiempo varían y la noción del límite se aleja. Otro tanto habría que decir de la lógica, que es una máquina, un artificio, una regla de juego, una puerta estrecha por donde no cabe toda la infinidad de los conceptos ilógicos, tan ricos, aquellos que suele encontrar el «ladrón de fuego» que conoció Rimbaud. La escritura automática de los surrealistas intentó penetrar en ese soterrado caudal.
Ulises, que es un intento de reconstrucción total del hombre y que por eso hace su periplo por la temerosa geografía de los reinos perdidos, lanza al abismo astrolabio y brújula.
La transmutación de la vida en mito es la tentativa de Homero. La dilución, la traza del mito en lo cotidiano, el eco y la forma del antiguo heroísmo en la existencia de la burguesía, el reflejo de las vastas soledades pobladas de oscuras armonías en la estrecha soledad del habitante de nuestras ciudades, es la tentativa de Joyce.
Ulises y sus compañeros llegan a la tierra de los lotófagos, «agentes que, sobre no hacerles ningún mal, los regalaron con lotos para que comieran. Tan pronto como hubieron gustado el fruto, dulce como la miel, se olvidaron de sus diligencias y ya no pensaron en tornar a la patria; antes bien, llenos de olvido querían quedarse con los lotófagos». Ulises-Dédalus llega a la tierra de los libros. Son los grandes alimentos de la evasión y del olvido. En aquellos estantes silenciosos yace un riesgo mortal semejante al que encontraron en la playa los compañeros del astuto Odiseo.
Stephen Dédalus está en la biblioteca. La biblioteca del bibliotecario cuáquero. Está en la biblioteca, entre los lomos de los libros absortos.
Stephen Dédalus siempre ha estado en la biblioteca. Él es el hombre libresco por excelencia. Surge espontáneamente de un halo de olorosas hojas impresas. Sus ojos no han visto paisaje, sus ojos no han visto sino la letra tremenda de los viejos manuscritos, y las góticas de los incunables, y las elzevirianas de los tratados del Renacimiento. Sus manos saben acariciar bien las viejas vitelas amarfiladas, y si algún día sus ojos se han de llenar de sombra, él sabrá distribuirla en menudas islas de letras.
Stephen Dédalus no está en su ambiente sino en la biblioteca, y en ella él habla de las cosas más librescas, de esas cosas que sólo han sido pensadas para dormir en el silencioso yacimiento del libro.
Habla de los viejos libros, de los hombres que escribieron con rumorosa pluma los viejos libros, de las cosas que están dormidas en los viejos libros. «El arte no debe revelarnos sino ideas, esencias espirituales desprendidas de toda forma. Lo que importa por sobre todo en una obra de arte es la profundidad vital de la que ella ha podido surgir». John Eglinton ríe. «Espíritu puro, Padre, Verbo y Espíritu Santo. El Padre Universal. El hombre dios. Hiesoskristos, mágico de belleza, el Logos que sufre en nosotros a cada instante». El huevo dorado de Russell. «Las gentes no sospechan hasta qué punto las canciones de amor pueden ser peligrosas». Hamlet ou le distrait. Pieza de Shakespeare. En este concierto de sombras de hombres y de sombras de libros calza bien la invocación de Hamlet. Hamlet, el hijo por antonomasia de la sombra. «Hamlet, yo soy el espíritu de tu padre». Dédalus habla de Hamlet, que es buen tema para narrar, reflejada, la propia peripecia intelectual. Habla de Shakespeare. De Hamlet Shakespeare «que murió en Stratford a fin de que viviera para siempre aquel que llevaba su nombre». El relato es siempre autobiográfico. Nunca hallaremos nada mejor que nosotros mismos, y, como quien llena botellas, iremos llenando cuerpos vacíos con nuestra propia alma, y los pondremos a amar con nuestros amores, y a odiar con nuestros odios, y a justificarse con nuestras razones. Nuestra pesquisa no puede llegar más allá de nosotros mismos. Goethe lo sabía, y Byron; Stephen Dédalus lo sabe, y lo sabe James Joyce. «Vuestra madre es la reina culpable, Ana Shakespeare, antes Hathaway». Nuestro tino consiste en acertarnos a nosotros mismos siempre. «Un hombre de genio no comete errores. Sus errores son voluntarios y son los guías del descubrimiento». Dédalus habla, Eglinton sonríe. Bloom vendrá a consultar los diarios para copiar los avisos. «Cordelia. Cordoglio. La más solitaria de las hijas de Lear». El espíritu no puede hallar mejor objeto que dispersarse, que perderse para tener, a cada instante, la dicha de hallarse de nuevo enriquecido. Que nada quede sólido en nosotros, como, por lo demás, nada está sólido en ninguna parte. Que cada idea sea una abeja autónoma y nosotros no sintamos sino la vibración del enjambre viajero. «Así como nosotros, o Dana nuestra madre, tejemos y destejemos en el curso de los días la trama de nuestros cuerpos, así el artista teje y desteje su imagen. Y como el lunar de mi pecho derecho está aún donde estaba cuando nací, a pesar de que mi cuerpo se haya tejido y retejido múltiples veces, así al través del espectro del padre sin reposo la imagen del hijo sin existencia mira. En el intenso instante de la creación, cuando el espíritu, dice Shelley, es una brasa próxima a extinguirse, lo que fui es lo que yo soy y lo que, en potencia, puedo llegar a ser». Estamos sin consistencia en medio de las cosas sin consistencia. A cada segundo haciéndonos y deshaciéndonos. Nunca hechos. Nunca terminados. Somos humo en el aire, aire en el vacío, corriente de agua sobre movible arena. Dentro de nosotros todo se construye para ser destruido. «Es sin duda todo en todo en todos nosotros, caballerizo y carnicero, y sería chulo y cornudo si no fuese porque en la economía del cielo, predicha por Hamlet, no habrá más matrimonio, el hombre glorificado, ángel andrógino, siendo su propia esposa». Solo, inmóvil, ante los hombres absortos, ante los hombres parlanchines de espíritus absortos, bajo la presencia misteriosa de los libros, hace danzar las invisibles ideas, y como habla de él, habla al mismo tiempo de todos nosotros. «Nosotros caminamos al través de nosotros mismos encontrando ladrones, espectros, gigantes, ancianos, mozos, esposas, viudas y cuñados villanos. Pero siempre encontrándonos a nosotros mismos».
Vuelven al mar los compañeros de Ulises. Azotan con los remos las espumosas aguas. Con el ánima afligida. Dédalus también regresa de los libros a la calle. Los compañeros de Ulises van hacia la tierra de los soberbios cíclopes, «gentes sin ley, que, confiados en los dioses inmortales, no cultivan los campos ni labran las tierras».
El muy reverendo John Conniee, S. J., de la iglesia de San Francisco Javier, Upper Gardiner Street, sale a la calle. Insólita aventura para el que sabe bien mirar, derrotero lleno de sucesos inagotables que no será posible desentrañar totalmente jamás. Un hombre que camina por las calles de una ciudad, el padre Conniee que anda por las calles de Dublín es tan abundante tema poético como Marco Polo. Esos cuantos instantes de una vida pueden estar tan llenos de acaecimientos interiores como lo están de aventuras exteriores los setenta años de Casanova.
El padre Conniee halla a una señora amiga, habla a los escolares, observa los edificios, hace comentarios sobre la necesidad de una línea de tranvías. Su pensamiento no reposa. Todas las cosas son pretextos para el discurso. «Bajo los árboles del paseo de Charleville, el padre Conniee vio una barcaza de turba amarrada, un caballo de sirga con la cabeza baja, un hombre a bordo con un sombrero de paja sucio, fumando, mientras fijaba una rama de álamo por sobre su cabeza. Todo muy pintoresco, y el padre Conniee pensaba en la bondad del Creador que había puesto la turba en los pantanos para que los hombres pudieran extraerla, distribuirla en las ciudades y aldeas y dar calor en el hogar de los humildes».
Toma el tranvía, «esa ágora de las pequeñas gentes». Le asaltan todos los menudos pensamientos que puede sufrir un ser en quien la acción intelectual no ha llegado a adquirir un desarrollo suficiente como para destruir el equilibrio del espíritu. Piensa en los negros, en los mulatos, en los amarillos. Piensa en ellos porque el señor Stratton, que le ha sonreído, tiene los labios oscuros. Las almas negras, mulatas y amarillas no lo inquietan sino desde el punto de vista de si ganarán el paraíso o no. Él ha leído un libro con ese tema, lo recuerda y hace un comentario banal.
Baja del tranvía. Recuerda el buen tiempo viejo. Mira las huertas. Se quita los guantes. Lee su menudo breviario de cantos rojos.
Y ahora Ulises ha muerto. Después de su desesperada tentativa al través de los seres, de las islas y de los lances del oscuro mar de las palabras. Ha muerto Joyce entre un hondo ruido de lluvia. Sin luz en los ojos. Extenuado del inmenso periplo agotador.
Desde el canto épico la novela había bajado hasta la crónica. Desde el sagrado tumulto de Homero había palidecido la forma del mensaje sobre la vida de los hombres hasta languidecer en las alcobas del señor Bourget. Joyce regresa a contarnos la aventura de Ulises. Pero ya no la del griego salpicado de espuma y sangre, porque eso no habría pasado de ser un alarde arqueológico, sino la odiseica aventura presente del ser humano ante las mil formas de la circunstancia.
Joyce se pone a escribir una epopeya. Una epopeya contemporánea. Como Homero que narraba una guerra reciente. O el juglar Taillafer. No más alejado del suceso que canta de lo que estaba Per Abat de «la barba vellida». Va a cantar descomunales hazañas y extraordinarios hechos. Polifemo, los Cíclopes, las Sirenas, los odres de Eolo, los bueyes del Sol, los pretendientes de Penélope, desfilan y se entrecruzan en la densa materia de su canto.
Pero su canto no va a quedar prisionero y yerto entre los rígidos límites de las palabras. Junto con la tentativa de la epopeya, va a acometer la empresa de darles a las palabras el don que es de la música. Hacerlas capaces de contener una expresión innominada e ilimitada, y todos los mensajes simultáneos que la emoción del hombre quiera encontrar en ellas. Aladas palabras.
Esta fue la tentativa de Joyce. Ante la piedra de su tumba muchos hombres habrán de inclinarse con hondo recogimiento como ante los despojos de un héroe.
*El ensayo “La tentativa desesperada de James Joyce” forma parte del volumen de ensayos Las nubes, publicado en 1951.