Por JOSÉ BALZA
A Silda Cordoliani
Claro que yo también tuve ocho años; puedo asegurarlo ahora por la sombra dorada del caimito. Desde muy lejos, desde un pequeño brillo de diamante, comenzaba el río a crecer; para nosotros su origen saltaba como una chispa y lentamente adquiría la sinuosidad de las costas; abrumadoras cargas de bambúes, de palmeras y ceibas. Al acercarse parecía que el agua iba a sumergir la isla, frente a nuestra casa; pero no, el gigantesco cuerpo del río ondulaba dulcemente y apenas mordía, con dientes de molino, fugaz, los bordes de la isla y de nuestro propio puerto. A pesar de su humedad, el río era el verano; vientos de ópalo sobre el oleaje, sonidos momentáneos en el ramaje. El verano también tenía un cuerpo interminable: se lanzaba desde aquel cristal mínimo de donde surgía el río tras los bosques, hasta quedar atrapado en el silencio de cobre, en las hojas moradas del caimito, junto a mi casa.
Aquí está, casi tan cerca que con diez pasos todos los niños podíamos tocar su tronco, arrebatarle las frutas accesibles o, simplemente, como ocurría conmigo, saltar y correr dentro de su extensa sombra, con el peligro de tropezar una raíz y romper una pata; porque esas carreras tenían que ser mirando hacia arriba, impulsado por el movimiento, pero también por un extraño deseo de ver más: de entregarme con la mirada al lejano cielo feliz, de calcular que podría alcanzar las ramas elevadas, de sentir contra el cuerpo aquel torbellino rojizo, violeta y dorado en el cual se convertían las hojas del caimito.
Ya sabía que el caimito existe para la luz del día; para inmovilizar el sol y retener su resplandor en la parte inferior de las hojas; yo encontraba en el día y en el verano el reino del caimito.
Nadie ignora que mis hermanos jamás han estado tres minutos quietos; también ellos pasaban bajo el árbol, aullando o listos para cazar una iguana. Por eso no pudieron verlo. Ya que si bien practicaba carreras en circulo, a veces elegía una raíz para sentarme y mirar hacia arriba, hasta que el sol se iba o hasta que mamá llamaba a cenar. (Oscurecía, y aún el árbol destilaba un polvo dorado que flotaba a su alrededor; las hilachas del sol bajo las hojas). Fue así, inmóviles ambos, como nos vimos la primera vez, porque estoy seguro de que la elección fue mutua. Allá, en el copito, moviendo lentamente un ala o la pata izquierda o el cuello, lo vi mirarme justo cuando la luz de la tarde sólo nacía del caimito.
A nadie lo conté; pero desde ese momento hasta el final del verano debo haber vivido para alimentar el sueño de tenerlo. Pregunté a otros muchachos (jamás a mis hermanos: eran capaces de sospechar, y de matarlo rápidamente) e incluso a los pescadores. Si, confirmaron. Así era un pájaro de las selvas profundas; aromático, delicado, de tonos cambiantes, cuyo canto abre caminos extraños en las selvas: un pájaro que −según ellos− jamás llegaría a esta zona del delta, donde se establecen pequeños poblados. Ignora, desconoce a los hombres, me dijeron; nunca podrá ser domesticado y para verlo hay que hacer terribles viajes a los caños remotos. Uno de los pescadores añadió, riéndose, que quizá lo han inventado algunos borrachos o esos hombres que naufragan cuando el río se pone bravo. «El pájaro del fracaso», dijo otro.
Guardé por meses el secreto; aquel talismán sonoro, recóndito; el ave salvaje y casi desconocida, venía algunas tardes al caimito. Me inquietaba que alguno de mis hermanos también pudiese descubrirlo: y entonces perdí la espontaneidad para estar cerca de mi árbol: andaba por todas partes, menos por allí; excepto cuando algo −un paseo en curiara, la hora de cenar, otras maldades− retenía al grupo. Sólo entonces volvía yo a la fiesta del verano: el sol dilatándose en joyas delgadísimas sobre las hojas, el caimito sonando para mí, y el pájaro en lo alto, conmigo.
Tal vez fue el verano más largo en el delta o en mi vida. O tal vez así me parece por el lento acercamiento entre nosotros. No abandoné la escuela (lejana, en el otro extremo del camino, a la cual llegábamos sucios de bejucales rotos y de frutas, después de andar media hora bajo el convexo follaje); ni dejé los juegos o las cosas que descubría con amigos y hermanos. Pero todo había cambiado. En mis cuadernos hacía ahora el dibujo de un perfil aéreo; o la búsqueda de ciertos colores para el plumaje. Me dormía después de que lo hicieran los otros; y despertaba en la noche sobresaltado con el pájaro en las manos, indeciso, queriendo saber qué hacer con él. Un punzante sentimiento dejaba sin respuesta esos momentos; mis brazos estaban vacíos.
Fue durante uno de esos instantes, sudoroso, estigmatizado por la luna de la ventana, cuando supe como enloquecido que yo era un niño de ocho años: y que cuanto era entonces seguiría siéndolo para siempre. Nada en mí cambiaría jamás. Posiblemente no tuve palabras para pensar así. Pero ahora intuyo que eso es cuanto hubiera pensado entonces. Supe también que esa infancia no tendría sentido si yo no lograba poseer el ave salvaje; aquel emisario único: esa gota de belleza (o de fracaso, como dijera el pescador).
Y así decidí mis gestos: con discreción ante los demás, convirtiendo en otra cosa la búsqueda de una fruta o de una rama alta para mirar al río, inicié el ascenso al caimito. Primero: asegurarse de que él estaba arriba, reconociéndome. Luego saltaba yo al tronco (maldición: ¡un raspón en la piel del abdomen y de los muslos!), venciendo sus rugosidades. A cierta altura volvía a quedar inmóvil, bajo su mirada. Y nada más.
El próximo día, mayor altura: hasta el grueso ramo cargado de verdosos racimos. Me atrevía entonces a devorar un caimito, no tanto por la pulpa sino por su agua gelatinosa, como si mi sed quisiera ingerir un mundo concreto. En tres semanas llegué muy cerca: pude precisar la soltura de sus formas, su agilidad y el numeroso colorido. Algo indicaba que era necesario tal ritual: cumplir una costumbre, la repetición de mi llegada y su proximidad. Entonces yo hubiera querido ser un camaleón, para tomar los rasgos del tronco y de las hojas, y desaparecer. Temía que la espesura del árbol no ocultara por completo. Nadie debía verme: nadie podía conocer el vínculo que el caimito había establecido. Pero éste nos protegió por completo; en silencio, sintiendo el aire como un pozo que se balanceaba, fui estando cerca del ave. Cierta vez, dentro de esa calma luminosa, creí escucharlo cantar: un timbre de miel, transparente.
Una tarde coloqué el más jugoso caimito en mi mano y la extendí; estábamos tan cerca que él no tardó en picotear. Me enamoró su elegancia y su breve apetito. Maravillado como nunca, apenas calculé que me buscarían o habría signos del hogar allá abajo, comencé el cuidadoso descenso. Al tocar el suelo noté que algo brumoso filtraba el acostumbrado esplendor del sol: vastas, débiles nubes lejanas indicaban que tras los bosques, al otro lado del río, podía estar lloviendo.
Nunca supe qué ocurría por las noches con el pájaro; pero a la tercera tarde de ofrecerle comida en mi mano, el niño estaba seguro de que podría llevarlo a casa. Sin precisar nada, avisó a la madre; anunció a los hermanos que recibiría un animal precioso; y preparó el nido en el alero de la casa, cerca de la ventana, justamente donde podía verlo al acostarse. La verdad es que nadie dio mucha importancia a la noticia: tal vez imaginaron que aparecería con una paloma o con un azulejo.
Pero cuando a las cuatro de la tarde −la hora perfecta del caimito: el instante en que su hojarasca se balanceaba tiernamente, como un aliento de magnética púrpura− del día siguiente, llamó a todos y mostró el ave, la admiración fue unánime. No contó como lo había logrado, de donde venía ese largo amor. En principio los familiares, después algunos vecinos y finalmente los pescadores (que ya se arreglaban para trabajar de noche) vinieron, incrédulos. El pájaro de la selva, distinto, imposible, estaba libremente en las manos del niño. Lo reconocieron por su diferencia, por cosas escuchadas, ya que ninguno de los presentes había visto antes tal especie.
—Tienes que cortarle la punta de un ala, así no podrá volar.
—¡Amárralo!
—No, mételo en una jaula. Se te irá enseguida.
Mil consejos recibió el niño: en ellos tradujo el mismo deseo suyo por el ave, pero también algo de envidia o, quizá, de temor.
Era un tesoro colectivo y la gente perdería algo importante si escapaba.
No obstante, el muchachito advertía que si durante tantas horas habían vivido cerca, que si el pájaro por sí mismo aceptó venirse, estaba excluido el peligro de perderlo. Se quedaría allí, en el nido o en el caimito, para siempre. Le gustaba tanto, lo deseaba tanto, que la fuerza misma de su amor sería apta para retenerlo. Dejó intacto al animal y no lo sometió a la jaula. ¿Puedo reconocerme en ese rasgo de los ocho años?
Durante la primera noche casi no durmió, buscando a través de la ventana la silueta espléndida en el nido. Inmóvil, el pájaro parecía seguir su vigilia, su alegría. Y todo el día siguiente estuvieron próximos: en el patio, comiendo, en el caimito, ante los visitantes asombrados; cuidándolo con sus hermanos, hablando, adivinando el destino del ave. Por ratos ésta voló hacia los bosques, para volver a su mano. Ese inmenso cometa diurno, el verano, que nace más allá de las costas y se detiene aquí, en el árbol violáceo, alcanzó así su radiante plenitud.
Ahora la emoción y la nueva noche le permitieron dormir confiado; cuanto el mundo pudiera darle estaba a su lado. La felicidad de los últimos días había madurado, y nada faltaba en él. Durmió con hondura, sosegado, habiéndose entregado también por completo.
De pronto algo lo distrajo del sueño: un seco movimiento del aire, un roce entre las hojas del caimito. Cambió de posición y despertó realmente: afuera la silueta del nido estaba vacía. Palpitante, saltó descalzo en el silencio de la casa; no quería alarmar.
Se acercó al alero: nada. Avanzó hacia el árbol y cada hoja lo engañaba con forma de pájaro. No había luna pero una arena blanca hacía todo visible. ¿Serían las doce? ¿Aún dormía? No, la humedad de la hierba, unas ramitas hirientes sacudían su piel. Comenzó a trepar el árbol y no pudo. Aguzó los ojos: no, nada había en lo alto ni sobre otros árboles. El viento, el silencio, herían. Quiso pedir ayuda: pero así como había hecho invisible su felicidad, así también se condujo con la pérdida. El pájaro había huido en medio de la gloria.
Nunca volví a verlo. Y ahora que estoy otra vez cerca del caimito, reconozco que esa herida banal no se ha curado: su huella es, a veces, un dolor; a veces aquel primer insomnio que renace. El deseo por esa figura salvaje y graciosa me acompaña siempre: o por lo menos revive cuando el amor o lo inesperado me invitan. Ahora he regresado al pueblo, después de tantos años. Muchas cosas cambiaron, pero el caimito, más ampuloso, exigente, no. Nadie puede recordar aquella historia de mi infancia. Y yo también podría perderla si no estuviese ahora dentro de la sombra dorada del caimito, que parece escribir, con el sol, esos días de los ocho años y de aquella aparición obsesiva.
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