Por LORENA ROJAS PARMA
Ha sido una experiencia extraordinaria, por decir lo menos, vivir un tiempo de resguardo que alcanza a todo el planeta porque una nueva peste nos amenaza la vida. Lo extraordinario ha sido, por supuesto, la experiencia de vivir la simultaneidad del sufrimiento y la contención, a través de la fuerza olímpica del mundo digital. Y ante una advertencia incesante, una catástrofe cada vez más próxima, hemos ido volviéndonos hacia nuestros espacios, hacia la intimidad del cuidado, hacia la experiencia de permanecer, demorarse, donde lo haya dispuesto la fortuna. La vida se nos develó, no sin asombro, un tránsito de recogimientos. Con todo, y sin negar los sinsabores de la situación, hablar de permanencia y demora aún cobija cierta belleza para las almas reflexivas. Pues ha sido siempre la disposición para el pensamiento, para el diálogo interior, como diría Platón, aunque nuestro ritmo contemporáneo, muy apresurado, haya alterado esa vieja costumbre serena y contemplativa. Hoy nos hemos descubierto en una relación más cercana con la soledad, con el devenir aquel del tiempo, que corría más lento, y han venido por nosotros lecturas pendientes, textos a medio hacer, que han sido pacientes en su espera silenciosa. Esas labores reflexivas, atravesadas por el temor del virus, se han visto acompañadas, también, de la difícil experiencia de la incertidumbre. Sin certezas, sin horizontes claros, vulnerables a lo desconocido, hemos ido sobrellevando los días de resguardo.
Vivir el presente
Esta situación tan exigente, sin embargo, nos ha permitido reencontrarnos con un llamado muy antiguo al ‹‹ahora››, al hic et nunc de los romanos, al cuidado que nos exige esto mismo que sucede. Un llamado a la humildad del que reconoce lo inesperado, su incertidumbre, y lo que desde allí se recibe. Ahora ‹‹tenemos tiempo›› para prestar atención a lo pequeño, a nuestras cosas, a la presencia silenciosa de lo que siempre está junto a nosotros, que nos acompaña y nos ayuda a vivir. Recordamos aquellas palabras de Hillman cuando nos llama a reconocer, de nuevo, el alma del mundo en todo lo que nos rodea. Rememorando el antiguo Egipto, nos cuenta de las cosas que hablaban de los dioses, siempre presentes en todo, ‹‹en una caja de cosméticos, en un vaso o en una jarra, en el río o en el desierto››, que abrían paso a una relación más vital con el mundo, en el que reconocíamos su alma y sus virtudes. El mundo de nuestras cosas —el mundo— no era vacío de vida y de gracia, no era materia muerta, muda, sostén de una soledad incurable. Era un lugar sagrado donde nosotros mismos nos encontrábamos extendidos, donde se nos acogía y se nos brindaba amparo. Por duro que fuera el desierto que debíamos atravesar, había algo que aprender de su palabra. Desde esa versión de la vida, aquellos dioses nos brindan la oportunidad de reencontrar lo valioso en lo que suele hacerse invisible en su cercanía, aunque nos abrume la fuerza de la dificultad. Así, lo que guardamos con cuidado, o lo que hemos heredado de algún afecto, tal vez ahora tenga tiempo para revelarnos lo que Teresa de la Parra llamaba la ‹‹aristocracia de las cosas››. Esas pequeñas revelaciones, encuentros con uno mismo, son posibles en ese estado de atención que el momento nos exige. Y vamos recordando que a veces contamos solo con eso, que debemos aprender a vivir la incertidumbre, sin dirigir la fuerza del espíritu a lo que aún no sucede.
En este sentido, es interesante cómo los debates filosóficos mundiales sobre la pandemia se han centrado fundamentalmente en hacer una suerte de vaticinios, de oráculos sobre lo que va a sobrevenirnos, reivindicando cada quien su propia filosofía, mientras se afirma lo inédito de la situación. Esto ha estado aderezado, además, con las almas lúcidas que han descubierto la conspiración oscura que mueve todo lo que sucede. No se trata, por supuesto, de negar su valor ni los caminos que esas reflexiones nos puedan abrir, sino de advertir que no estamos siendo solidarios con lo que efectivamente nos ocurre, con ese otro modo de aproximarnos a las cosas, de prestarles atención, de atender a lo que nos devela un contexto complejo de incertidumbre. Nos estamos ocupando de lo que viene o de lo que tal vez regrese, pero poco de este tránsito que nos abandona en la conciencia de nuestra propia fragilidad. Que nos recuerda nuestros límites y lo que no podemos controlar. Quizá por ello no sea vano filosofar desde donde estamos, desde la pandemia y sus incertidumbres, y no sobre ella, sin tomar la distancia que suele dar paso a una palabra más serena. Describir lo que nos ocurre, en ese darnos cuenta de lo que nos rodea, sin ladrarle a lo desconocido, como diría Heráclito, cuando enfrentemos lo inédito, puede apartarnos de ese ímpetu adivinatorio que, a su manera, traiciona un poco la experiencia. ‹‹Que cada uno vive solamente el presente —dice Marco Aurelio— y que eso es lo que pierde››. No es novedad el llamado a filosofar desde el ahora, desde el presente y el cambio que se atraviesa de incertidumbre. Todo se renueva, incesante, como el río, y así se abre a la eternidad. Con mucha belleza advierte de nuevo la voz romana: ‹‹…de lo que llega a ser, ya se ha perdido algo››. La honra a la espera, el aprecio al presente, la serenidad que exige la incertidumbre para pensar, acaso sea lo más mesurado que podamos hacer. Y cuando nos asalte la angustia, recordemos a Cadenas y repitamos amorosamente: ‹‹ahora, el espíritu santo de ahora››.
Anima mundi
Este encuentro con la intimidad, en estas horas de recogimiento, ha develado también nuevos matices en nuestras relaciones con la tecnología. Nuestra vida cercada por la pandemia se ha caracterizado por la posibilidad de conectarnos con el mundo. La soledad, el aislamiento, el temor al contagio, los estamos viviendo, paradójicamente, acompañados. Y esto nos abre a la dimensión afectiva de esa techne que no nos es espiritualmente extraña; que nos recuerda a Sloterdijk cuando afirma que la tecnología ‹‹es la verdadera productora de seres humanos, o el plano sobre el cual puede haberlos››. Mantenernos próximos a nuestros afectos, en medio de una peste, roza la magia que habrían soñado hombres de otros tiempos. Lo amoroso de vernos, comunicarnos, acompañarnos, en medio del mosaico de imágenes que diariamente inunda la pantalla de nuestros dispositivos es, en muchos sentidos, una experiencia profunda y reveladora. Las plataformas virtuales nos han permitido mantener nuestra palabra y nuestra imagen en el mundo, nos han permitido leer juntos, hablar de filosofía, dar clases, brindar, escucharnos y llorar. Nuestra humanidad se ha logrado filtrar al cosmos a través de su tecnología, de su complemento, como bellamente pensaba Aristóteles la relación entre physis y techne. Y hemos aprendido otra forma de vivir la soledad, también otra forma de estar presentes, y de ayudar a quien nos lo pida, aunque estemos limitados. Podemos pensar de nuevo en el anima mundi, en la relación vital con el mundo, y reconocer que ‹‹la tecnología no es enemiga del corazón››, dialogando otra vez con Hillman, ni está ‹‹desprovista de alma››. En realidad, la experiencia de la pandemia nos ha mostrado justo lo contrario, y ha sostenido la mirada contemporánea posthumanista, que comprende nuestra relación con la tecnología en términos de unidad plural, de materia vitalista, de unidad del cosmos que es todo vibración, y que plantea una reconsideración importante de lo que se afirma como ‹‹biocentrismo››. Así, una apertura hacia la vida —zoe— en todas sus expresiones, que permite experiencias inéditas de cercanía y acompañamiento, como las que estamos viviendo, a pesar de la aflicción solitaria de una peste. Podemos reconocer la interconexión de todo lo que existe, la empatía con lo que nos rodea, incluida la tecnología, por supuesto, cuya expresión contemporánea ha abierto rutas inimaginables para nuestros afectos. Estos tiempos han permeado los aislamientos, y han replanteado nuestras ideas sobre una materia sin vida y ‹‹desprovista de alma››. Trayendo consigo, como suele suceder, antiguos aires de familia. Decía Masahiro Mori que la máquina —la tecnología— es reflejo de la voluntad humana. Y este deseo de no abandonarnos, de no dejar de acompañarnos, de sostenernos cuando la vida se vuelve más hostil, es reflejo de la amabilidad y el corazón de nuestra buena voluntad.
La pandemia, la incertidumbre, han convocado con una frecuencia aún mayor nuestra convergencia en los misteriosos espacios digitales. Atravesamos océanos cada día, fronteras imposibles en el mundo de la geografía, y con la inmediatez que solía tener la magia, hacemos seminarios, debates, coloquios, diálogos, congresos, empeñados en no dejar morir la palabra viva y la reflexión compartida en manos de la peste. Todos sabemos de los museos, ballets, libros, películas, recitales haciendo vida en los predios digitales; nosotros mismos, en nuestras diversas actividades, hemos compartido lo bueno que tenemos para ofrecer, acompañando también preguntas y reflexiones que quizá ocupen a otros. En cierta forma, no hemos tenido ocasión de aburrirnos y hemos acogido, en el mejor de los casos, al ocio (scholé) como el tiempo precioso que le abre el paso al pensamiento y al cuidado de sí. Por estas razones, entre otras, la experiencia de enfermedad contagiosa que ha sorprendido a esta época, ha sido menos penosa que en otros momentos. A pesar de las precauciones sociales propias de una cuarentena, nos hemos pluralizado, diversificado, en lugar de exiliarnos en el absoluto silencio de la soledad.
Pintar lo pasajero
Son tiempos de recogimiento, sin embargo. Nuestra ubicuidad digital no niega que nuestras calles no nos esperen o que no podamos salir. Y en ese singular movimiento que nos balancea entre el mundo entero a un click y la intimidad de la soledad, atravesamos esta experiencia. Desde donde nos preguntamos, entonces, qué es afuera y qué es adentro, qué está realmente lejos o cerca de nosotros, qué hace nuestra calle distinta de todas las calles del mundo. Podemos preguntarnos si realmente estamos ‹‹aislados››, y meditar en la relación profunda de todas las cosas, en su hermandad espiritual, y sentir desde nuestra soledad que nada nos es tan extraño, que la intimidad y la universalidad pueden ser reflejos del mismo cristal que nos revela. Esta experiencia de la soledad de la pandemia atravesada de conexiones virtuales, nos ha permitido vivir con más intimidad la relación compleja entre el aquí donde estamos y el resto del mundo. Vivir en medio del aislamiento que nada queda lejos, que nada nos es realmente distante, que aquí y ahora es todos los tiempos y lugares del mundo. Que podemos atravesarnos de cosmos y sentir que, en cierta forma, todo es permeable. ‹‹Dentro de mí se amplían las latitudes; la longitud se extiende››, escribía Whitman. ‹‹Dentro de mí está el día más largo; el sol rueda describiendo anillos oblicuos; durante meses no se oculta››. Acaso sus palabras también guarden el secreto de esta sensibilidad. Podemos recordar a Platón, cuando nos enseñaba que la valentía que exige la búsqueda en nosotros mismos, en diálogo paciente, meticuloso, revelador de lo que duerme en el alma, puede abrirnos hacia el hallazgo de todas las verdades de la existencia. Necesitamos calma y un tránsito cuidadoso por el camino incierto, para ir abandonando certezas y, así, preparándonos para nuevos hallazgos. Dar paso a la incertidumbre implica abrazar una disposición un poco más modesta, más próxima al asombro y a la fragilidad de nuestros intentos. A recibir con atención lo que inesperadamente viene por nosotros. Desestimar estas experiencias, esgrimir voces que solo conocen el futuro, sin atravesar atentas el proceso que viven, quizá sea otra forma de hybris.
Finalmente, los que hemos recibido la gracia de estar a salvo, podemos permitirnos este tiempo del pensamiento y las conexiones con el mundo. A través de la mirada del que se resguarda y se ha visto interpelado, a su manera, por la vida. Otra verdad de las cosas nos revela el que padece el dolor del síntoma agobiante, o la precariedad de alguna situación. Pero la incertidumbre es también un poco eso, no saber qué lugar tendremos que ocupar —o desocupar—. Y, por ello, nos invita a atender el llamado del presente, de su palabra extendida en todo lo que hace nuestra vida. Montaigne decía, con su agudeza, ‹‹Yo no pinto el ser. Pinto lo pasajero››, acogiendo, así, cada momento como si fuera su propia historia. Quizá eso sea más acertado que el vaticinio, pues, ‹‹Si mi alma pudiera hacer pie no me sentaría, me decidiría: siempre está en aprendizaje y a prueba››.