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La semblanza

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Por NELSON RIVERA

La semblanza es el género de las distancias. Quien la escribe debe separarse unos pasos de sí mismo, abandonar el coto cerrado del yo, y ubicarse en un espacio mental abierto y poroso, desde el cual aproximarse a otra persona, al ser humano al que se propone retratar.

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Esta aproximación debe ser cauta, despojada de ruidos. Regida por ese principio de vida que es la debida distancia. La debida distancia es incuantificable. Carece de medidas o reglas. Es una atribución personalísima. No hay dos iguales. De ella solo puede decirse, apenas, que su punto exacto está entre lo próximo y lo alejado, entre lo invasivo y lo ajeno. La debida distancia autoriza a observar con suficiente nitidez, pero sin exponerse demasiado a las potentes radiaciones que emanan de toda personalidad.

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A la debida distancia se corresponden el debido silencio y la debida escucha. Lo debido bien podría ser una familia que resume nuestros deberes con el mundo que nos rodea: observar más allá de la envoltura, pero sin inmiscuirse; escuchar las resonancias; romper el silencio solo cuando sea imperioso.

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La visión es la fuerza preeminente de la semblanza. La llave que enciende el mecanismo y despeja el campo al resto de los sentidos. La visión, cuando es generosa, anticipa: se adelanta al resto de los sentidos y los guía. Intuye la posible tonalidad de las palabras, la textura de las manos, los alientos de la conversación. Al avanzar hacia el otro, la visión envuelve. Si tiene la oportunidad, lo captura todo: el semblante, los gestos, el movimiento. La visión es voraz: quiere ver más, incluso aquello que le ofende (no escuchar más, no oler más, no tocar más, no saborear más: el resto de los sentidos resisten menos; renuncian pronto, a diferencia de la visión, que se sostiene mejor ante los embates de lo que causa repulsa).

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La semblanza parte del rostro y viaja hacia el rostro. La majestad del rostro, su infinita peculiaridad, su condición irreducible, están en el núcleo de la semblanza. Emmanuel Levinas cerró en una frase el principio y el final del círculo humano: “El rostro es lo que no se puede matar”.

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Del rostro, decía Levinas, emana el mandato de no matarás. Es el rostro lo que ocultan los torturadores y los asesinos.

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La posibilidad de la semblanza —el anhelo de construir un retrato hablado de otro— proviene de un conjunto sin capítulo final: del sistema de gestos que constituye cada rostro, de lo que ofrece u omite la mirada, de la potencia o vulnerabilidad que, instante a instante, cambia el estado del semblante.

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La semblanza es un relato del tiempo. Sobre el rápido boceto de la primera impresión, se sobreponen los relieves, matices y claroscuros que trae el tiempo. Porque esa es justamente la tarea esencial de la semblanza: superar el falso brillo de lo inmediato, eludir la obviedad de la primera percepción, traspasar la tentación de las apariencias.

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El movimiento es uno de los desafíos narrativos cruciales de la semblanza. Lo fijo, el cliché, la etiqueta, son lo opuesto a la semblanza, llamada a dar cuenta de las variaciones, la secuencia de matices que son inherentes a la condición humana.

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Quien se dispone a escribir una semblanza ha de responderse una pregunta: cuáles son sus sentimientos hacia su retratado. Cuáles sus impulsos recónditos, cuáles sus interrogantes. Una posible semblanza que no esté sembrada por la duda no merece ser escrita.

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Lo más genuino de la semblanza es la lucha con los enigmas de lo humano. Al final, el resultado no puede ser sino adverso: unos pocos hallazgos y un caudal de preguntas sin respuesta.

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La semblanza es una escritura solitaria. Encuentro entre el autor y la persona sobre la que se propone escribir. No me refiero al ambiente en que escribe. Hablo del espíritu, del silencio primordial que rodea al instante previo de cada frase. Como la poesía, la semblanza es una escritura precedida de silencio.

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El asedio a la semblanza tiene lugar en varios frentes. La apología, la subestimación, la desinformación, la generalización y la simplificación siembran sus trampas, minas que estallan y erosionan el texto. La semblanza debe avanzar con la astucia: como un navegante se aproxima a una costa que no conoce: escuchando los dictados del sentido común, con el ánimo en máxima vigilia.

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Sugiere Lydia Davis sobre el relato: no debe darse por terminado antes de que esté listo. Lo mismo compete a la semblanza. Caldo de lenta maduración, necesita de los altibajos del tiempo para encontrar su modulación, su lengua sensible.

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Tal como en la ficción: mientras mejor provisto esté el almacén de datos del retratista, más elocuente, específico y revelador será el retrato. Los hechos guardan una eficacia formidable para combatir a las abstracciones sin contenido. Los hechos determinan el destino de las abstracciones: si les otorgan sentido o si las neutralizan. Si las legitiman o las apartan.

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Reino de equilibrios: entre persona y contexto; entre memoria y presente; entre detalles y visiones panorámicas. La semblanza tiene esta peculiaridad: camina, a un mismo tiempo, por varias cuerdas tensadas en el espacio, que se cruzan unas con otras.

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Develar: la voluntad profunda de la semblanza. Descubrir a los lectores la palabra final, el aliento decisivo que lleva consigo toda persona. Sugerir lo que hay en ella de indeclinable. La semblanza es la búsqueda de lo irreducible.

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De esa voluntad proviene el primer deber de la semblanza: despojar al retratado de su ropaje, quitar las vendas al personaje, para que pueda ser restituido a su condición de persona.

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