Por SERGIO DAHBAR
Conocí a Linda Loaiza el 19 de julio de 2001, a las 8 de la noche. Yo era el editor adjunto del periódico El Nacional y recuerdo la llamada que me hicieron para informarme de que la habían rescatado casi sin vida en un edificio de El Rosal, Residencias 27. Al día siguiente, en la reunión de las once de la mañana, en la dirección, con todos los jefes, esa noticia estalló como una bomba atómica.
Fueron días agitados, con enormes presiones para tratar el tema con equilibrio. Nosotros no éramos abogados ni jueces, ni podíamos hacer justicia, pero a medida que se acumulaban informaciones del estado de la salud de Linda Loaiza; de las vejaciones a las que había sido sometida; de la indiferencia que habían mostrado quienes pudieron liberarla en aquel momento y simplemente no hicieron nada; del horror de su cautiverio en un hotel de San Bernardino, en Caracas, y luego en Petare, ese pueblo de Anzoátegui, para terminar el periplo de espanto en El Rosal; resultaba difícil entender cómo alguien había podido sobrevivir a ese cautiverio en medio de tantas torturas y violaciones.
Todos los días se presentaban noticias que mataban a las del día anterior. Fueron años agitados. Nueve meses más tarde se produjo un golpe militar contra el presidente Hugo Chávez y después un paro petrolero. Los hechos se sucedían con una velocidad y una intensidad inimaginables. Como casi siempre ocurre, el caso pasó de la portada a las páginas internas que narraban la actividad de los tribunales.
La rutina es despiadada con el dolor ajeno. Supe que el caso de Linda Loaiza contra Luis Carrera Almoina se había estancado en un punto muerto. Aquí también Marcelo hubiera podido decir: “Algo huele mal en Dinamarca’’ (Hamlet). Como no tenía quien la defendiera, las pruebas no fueron recogidas con pericia ni objetividad en el apartamento de las Residencias 27; no dejaban entrar a los padres de Linda Loaiza en el piso donde ella se encontraba convaleciente; atentaron en la calle contra una de sus hermanas; los jueces se inhibían uno tras otro; y el juicio no avanzaba. Nada que no fuera usual en una República con una justicia mediatizada por los intereses.
Diecisiete años después, en 2018, recibí una llamada de Gracia Elena Candela. Me contó que apoyaba a Linda Loaiza en un proyecto de libro y que deseaba que la conociera. Ella estaba por escoger a un editor y quería reunirse con los sellos que podían publicar su libro. Había hablado con alguno de mis colegas. No me gustó la idea de participar en una subasta. Pero tuve la impresión de que podía conocer una historia que me interesaba y tal vez podía completar algo de lo que había comenzado en 2001 cuando era editor de El Nacional. Era una historia que encajaba en nuestro perfil, un testimonio de una experiencia insoportable y de cómo esa experiencia la ayudó a recuperarse para volver a pelear por justicia.
Conocí a una Linda Loaiza diferente a la que había descubierto en el ruido mediático de su rescate y en el proceso judicial estancado tiempo después. Me impresionó su mirada. Trasmitía algo del horror que había vivido en los 112 días que padeció el infierno de su agresor. Pero era una persona diferente. Se había graduado de abogada. Y trasmitía una fuerza interna que atribuí a esos seres que regresan de una experiencia traumática en busca de reparación. La tormenta había pasado, pero la necesidad de justicia estaba incólume.
Desde 2018 hasta el presente ambos hemos aprendido a transitar un camino de respeto y confianza. Me impresiona cómo aglutina su mera presencia la voz entrecortada pero firme de mujeres que se acercan y le piden disculpas. Parafraseando a Dostoievski, todos somos culpables del horror que ocurre alrededor de nosotros. Más aún si nos quedamos callados cuando las peores cosas ocurren.
No puedo dejar de reconocer a una tercera persona fundamental en esta historia, Luisa Kislinger, exdiplomática y activista de los derechos de la mujer, que escribió el libro Doble crimen, Tortura, esclavitud sexual e impunidad junto con Linda Loaiza. Sin Luisa hubiera sido imposible atravesar esta odisea de memoria y reparación.
No tengo dudas: Venezuela tiene una deuda con Linda Loaiza y su familia. La que se desprende de la sentencia del 26 de setiembre de 2018, emitida por la Corte Interamericana de Derechos Humanos en Costa Rica, primera decisión sobre un caso de violencia de género en Venezuela. La lectura de esa sentencia de 115 páginas establece con claridad cristalina que “el Estado de Venezuela no actuó con la debida diligencia reforzada requerida en las investigaciones y proceso penal por la violencia contra la mujer y actos de tortura sufridos por Linda Loaiza López Soto’’.
Como casi siempre ocurre con este Estado negligente para las cosas que importan, hasta el día de hoy no ha respondido a sus obligaciones. Más temprano que tarde, tendrá que cumplir con la ley, aunque ese no sea su lado fuerte.
*Sergio Dahbar es editor de Doble crimen. Luisa Kislinger y Linda Loaiza. Prólogo: Daniela Kravetz. Editorial Dahbar. Caracas, 2021.
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