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La revelación de los anillos

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Por LUIS RONCAYOLO

Una criatura silvestre y menuda no más grande que un duende… más bien, un ser al que en la tradición de nuestra lengua llamaríamos gnomo pierde el rastro de sus amigos en medio de una cueva fría y profunda. Él no tiene nada que hacer allí, piensa. El no debería estar allí, se reprocha. En medio de tan horrible umbrío recuerda su país, un país de gnomos que viven bajo praderas y colinas floridas. Allí, entre las raíces de un viejo árbol construye su hogar, limpio y bien ordenado, hasta que acontecimientos inusuales lo invitan a partir con un grupo de amigos de una especie diferente: enanos que, a pesar de ser enanos, son más altos y fornidos que los gnomos, y que por viviendas no escogen praderas. Cavan túneles en las montañas y organizan colonias que luego llaman ciudades, y amasan grandes riquezas minerales, oro, plata y diamantes. Guiados por un viejo hechicero de aspecto frágil y patriarcal, el gnomo y los enanos penetran cavernas de inmemorable antigüedad. Son sorprendidos por bestias voraces, y el gnomo se separa de su grupo. Huye ciego, sin rumbo, hasta dar con un gélido manantial subterráneo. Allí, por obra de una coincidencia tan improbable que solo podríamos llamar destino, recoge del suelo un objeto limpio, frío, tan pequeño que podría caber en su dedo, sin saber de él dos cosas importantes: que carga con toda la inercia de la historia, y que tiene un dueño que lo espía desde las tinieblas. Ese dueño había sido en algún siglo también un gnomo, pero destrozado en cuerpo y alma por el pequeño objeto, se hizo inmortal, y ya no guardaba rastro de las memorias en las que antaño había sido un ser hermoso en equilibrio con su naturaleza. Hambriento, bilioso, ávido de recuperar su objeto, espía al intruso y ladrón esperando el momento para degollarlo. Pero el gnomo es astuto; lo descubre, y mediante una reta de acertijos, engaña al adefesio y escapa con el tesoro que ha robado: un anillo. Al gnomo, con la palabra que su creador le ha dado, se le conoce como hobbit (en su pronunciación en inglés). Ya casi todos podemos reconocer la historia en esta fugaz adaptación para ensayo.

El encuentro entre Bilbo y Gollum, y el robo del anillo mágico, puede estar entre los grandes episodios de la literatura fantástica. Podemos considerar a su autor, J.R.R. Tolkien, como uno de los escritores del siglo veinte de mayor impacto cultural. Su influencia ha llegado a ser diversa y duradera; en cine, televisión, pintura, música, videojuegos, juegos de mesa, de cartas y de rol. Las convenciones estéticas y temáticas de sus grandes obras, El Hobbit (1937), El Señor de los Anillos (1954) y El Silmarillion (1977), han florecido en la imaginación de niños, adultos, y muchos autores del género fantástico, produciendo una gran industria de imitación. Todo esto hace de Tolkien una figura vital del ámbito literario y artístico de nuestro tiempo. Negarlo porque por años haya tenido tanta difusión entre subculturas es negar que su propuesta imaginativa también puebla los símbolos tanto de los lectores casuales como los de mayor formación intelectual. A los que leyeron a Tolkien en sus años tempranos, releerlo en la madurez les daría una perspectiva mucho más profunda de una obra que para algunos resulta (equivocadamente) literatura juvenil. No lo es, y con la nueva serie de Amazon a mitad de camino en su primera temporada, todos deberíamos aprovechar la oportunidad de retomar al autor en sus palabras originales, para entender por qué este mundo y estos personajes siguen enamorando a las generaciones a casi cien años de su primera invocación.

¿Pero qué es lo tan mágico y espiritual de la obra de Tolkien? ¿Qué lo exalta en el género y lo equipara a los grandes creadores de las letras? La nueva serie de Amazon, Los Anillos de Poder, nos ayuda a entender el porqué. Las reacciones a la serie han sido tan variadas y tan intensas que recalco preguntarnos por qué. Más allá de las guerras culturales que sacuden sin parar a la industria del entretenimiento, la obra de Tolkien y sus distintas adaptaciones parecen manifestar algo único y peculiar de la Tierra Media y sus habitantes excepcionales. Uno de los frentes de la crítica parte de las libertades que los creadores se toman a la hora de adaptar una obra conocida por todos, crítica de la cual tampoco se salvó Peter Jackson con sus películas. Esta línea de pensamiento parece tomar como punto de partida cierta “ortodoxia literalista” alrededor de la obra de Tolkien, que no opera muy distinto a la doctrina protestante de Sola Scriptura, donde solo el texto bíblico es considerado doctrina, y cualquier cosa desarrollada fuera de ella es rechazada y combatida. Desde este punto de vista, un autor que versione El Señor de los Anillos, El Hobbit o El Silmarillion comete un crimen de herejía. Pero versionar es una tarea inevitable cuando se adapta cualquier obra literaria al formato audiovisual. El resultado es que, a los ojos de esta “ortodoxia”, nada podría jamás cumplir con sus criterios cerrados de lo que debe ser una Tierra Media válida. Como toda forma de pensamiento sola scripturista, es hostil a la novedad y a la creatividad artística. La iconoclasia que se obsesionó con destruir los íconos de los santos en las iglesias bizantinas es similar a la que hoy busca quemar la imagen de un elenco diverso de un mundo ficticio que por tradición es imaginado caucásico. Pero esto tampoco significa que lo opuesto sea necesariamente lo ideal.

Hay varios caminos que todo adaptador de una obra literaria puede tomar, pero que se resumen en dos, y que son posibles solo si se abandona cualquier pretensión de sola scripturismo. La primera es estudiar la obra a profundidad para entender la filosofía que la respalda, los principios que guían la conciencia de sus personajes, y el mensaje que busca transmitir a los lectores. En este caso, la espiritualidad católica de Tolkien explica todas las imágenes salvíficas y escatológicas cristianas que se presentan constantemente en las épicas de la Tierra Media, que a su vez son ilustradas en los dilemas éticos a los que se enfrentan los personajes y la manera que tienen de resolverlos, con el resultado de que caen de un lado u otro del espectro moral de un mundo escindido por el bien y el mal. Comprender esta filosofía es crucial para permanecer fiel al autor original en el proceso de adaptación. Las copiosas pistas dejadas por Tolkien en los Apéndices a El Señor de los Anillos son principio para un sinfín de adaptaciones, siempre y cuando se entienda que es necesario expandir a partir de estas pistas para lograr una propuesta de mínimo rigor creativo sin caer en mera copia o imitación. El trabajo del adaptador es similar al trabajo del teólogo dentro de la doctrina cristiana católica, el cual desarrolla los principios del escrito sagrado, y los expande mediante una hermenéutica racional en respuesta a los problemas de su propia época, problemas que el texto sagrado no necesariamente aborda, pero que permanecen en potencia e implicados en sus principios. Este desarrollo doctrinal (elaborado por John Henry Newman) no es tan diferente de la tarea del adaptador de la obra de Tolkien, siempre y cuando se mantenga fiel a los principios filosóficos y morales de El Señor de los Anillos. Esta comparación la podemos hacer a la luz de que la obra de Tolkien es asumida por muchos de sus lectores como texto del que emana cierta ortodoxia, como si fuera algo sagrado que deba ser defendido por sus acólitos.

La segunda ruta que puede tomar el adaptador no debe ocuparnos mucho espacio, y es la que llamaríamos adaptación herética: cuando el adaptador no se toma la molestia de entender la obra en sus principios filosóficos y morales, y los cambia y modifica no según las intenciones del autor original, sino de acuerdo con los principios propios del adaptador en su contexto histórico personal. El resultado es lo que Pío X llamó “modernismo”, y que implica una tergiversación del mensaje original de la obra, para ajustarla al entorno discusivo e ideológico válido solo en la época en la que tiene lugar la adaptación. Al ser una adaptación subordinada al debate de su época, padece de un horizonte temporal más estrecho, válido solo en el momento de su emisión, y destinada a una temprana obsolescencia dado que carece de los principios universales de la obra original. La pregunta que nos concierne en este punto es: ¿son las adaptaciones para cine y televisión de la obra de Tolkien fieles al autor en tanto que pueden participar de su “ortodoxia”, o padecen de “modernismo”, y por ende destinadas al rechazo y el fracaso? Yo hago esta pregunta no tanto para darle respuesta, sino para invitar al lector a considerarlas.

Sin embargo, hay un aspecto de este problema que siento la necesidad de abordar antes de proseguir con mi argumento. En el entorno de la crítica actual a la serie Los Anillos de Poder parece haber una apelación a la “ortodoxia” estética acuñada por Peter Jackson en sus películas, como si su adaptación fuera canónica, y todas las demás tuvieran que ser comparadas con la visión de Peter Jackson. Esta postura carece de cualquier razón, ya que Peter Jackson no es el autor original, y solo se sustenta sobre la base de que su propuesta generó cierto consenso entre la fanaticada, pero no olvidemos que dicho consenso fue posible gracias a la ausencia del Internet y las redes sociales, donde los debates tienden a hacerse tóxicos con alarmante rapidez. No hay motivos para creer que la propuesta visual de Peter Jackson sea la canónica, a pesar de todas sus virtudes. Cualquier forma de ortodoxia Peter Jacksoniana puede solo existir en la ausencia de la lectura de la obra original de Tolkien, y en consecuencia, padecer de miopía. Es desde esta miopía que se juzga tan severamente al elenco racialmente diverso de la serie Los Anillos de Poder, ya que hay espacio para creer que Tolkien concibiera personajes de tez morena, comenzando nada más y nada menos que por Samwise Gamgee, el fiel servidor de Frodo en su gran aventura para destruir el Anillo de Poder; Eöl, el elfo oscuro de El Silmarillion, cuyo sobrenombre fue acuñado por el hecho de tener la piel oscura; o el pueblo de Dunland de donde son oriundos los hombres de Bree, descrito en el Apéndice F como de cabello negro y tez morena. Nada de esto niega que la influencia original de Tolkien fueran los poemas épicos anglosajones como Beowulf o las sagas islándicas, cuyos personajes son todos, por razones obvias, caucásicos. Sin embargo, la Tierra Media da la impresión de ser mucho más vasta que el estrecho mundo sociocultural del Mar del Norte de los vikingos, y Minas Tirithuna ciudad sospechosamente similar a la multicultural y multirracial Constantinopla de la Edad Media. ¿Entonces por qué un canon visual caucásico para la Tierra Media? Con todas sus virtudes y consenso alrededor, las películas de Peter Jackson no monopolizan la visión de El Señor de los Anillos, y no deben ser principio para desechar la serie Los Anillos de Poder, so pena de constituir su propia ortodoxia a la manera que los mormones puedan llamarse cristianos ortodoxos.

¿Qué nos dice todo este encarnizado debate alrededor de lo que es canónico y lo que no en la obra de Tolkien? ¿Por qué resulta tan importante para nosotros este aspecto de lo que es, a fin de cuentas, una obra de ficción? Estas preguntas nos traen de regreso al inicio. La obra de Tolkien no es literatura fantástica cualquiera. Si tan solo reflexionamos sobre el hecho de que todo gira alrededor de una lengua inventada de manera exhaustiva por el autor, el élfico, comprendemos que Tolkien, dada su formación académica, buscaba darle un sustento mucho más sólido a este acto de creatividad lingüística. Toda lengua tiene su fundamento en alguna obra de literatura primordial. Así como La Ilíada lo fue para el griego, el Shahnameh para el persa, la Divina Comedia para el italiano y el Quijote para el español, Tolkien consideró necesaria una épica que respaldara la existencia de su éldarin (élfico) en sus dos grandes vertientes, el quenya y el síndarin. ¿Quién puede imaginarse que su objetivo último sea la invención de una lengua ficticia? Esa no es una ambición literaria cualquiera, y las comparaciones con obras de literatura fantástica y juvenil de más reciente publicación y difusión en cine y televisión resultan un tanto de mal gusto ante el rigor artístico detrás de El Señor de los Anillos. Incluso, podría decirse que, dada la naturaleza legendaria, mitológica y espiritual de El Silmarillion, la narración de la creación del mundo y el pecado original de los elfos, Tolkien buscó crear una obra de alcance religioso, como la Biblia fue para el hebreo y el Corán lo es para el árabe. Quizás es el hecho de haber logrado este objetivo tan ambicioso lo que produce hoy en día un debate tan acalorado alrededor de nuestras múltiples y diversas ortodoxias personales alrededor de la obra de Tolkien, el motivo por el cual se discute con tanta pasión. El Hobbit, El Señor de los Anillos y El Silmarillion no son obras de literatura fantástica como cualquier otra, sino que pretenden narrar algo mucho más grave y profundo que una mera historia de aventuras; buscan ficcionar una revelación de Dios. El arte de la ficción narrativa y poética puede tocarlo todo, desde la experiencia más terrenal del ser humano, hasta sus aspiraciones más elevadas de espiritualidad, por lo que hay ficciones sobre política, sociedad, guerras, revoluciones, ficciones policíacas, románticas, mágicas. Tolkien buscó ficcionar una revelación de Dios, y allí yace el poder y el alcance de su obra, la fascinación con la que nos sigue convenciendo, el arte con el que nos adormece y nos transporta, al punto de convertir a muchos de sus lectores en acólitos, guerreros de una ortodoxia imaginaria. No muchos autores pertenecen a esta categoría de ficción que simula transmitir un mensaje sagrado, entre los que podemos contar a Wagner por concebiren sus óperas alemanas una mitología nórdica propia capaz de convencer al mundo de que era la real, o a Milton por narrar la caída de Satanás en la lengua inglesa al punto de parecer contener verdadera iluminación teológica, o por supuesto Dante, cuya italiana visión de infierno, purgatorio y cielo pareciera producto de una vivencia espiritual real. Tolkien insiste en sus entrevistas que le entristecía ver la pobreza mitológica de Inglaterra, e inventó a Bilbo, a Frodo y a los demás hobbits para llenar ese vacío. En el proceso generó una lengua sagrada ficticia y nueva, y su herencia ha producido una ficción de religiosidad que hoy en día vive en perenne batalla en los campos de Pelennor, con sus guerreros santos tratando de tomar la posición de ser los dueños de Minas Tirith, esa Jerusalén de las lenguas élficas.

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