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“La relación de un poeta con el lenguaje supone siempre dificultad y desafío”

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Por ANTONIO LÓPEZ ORTEGA

ALO: ¿Cuál es la imagen o sensación más remota que recuerdas?

JM: Caramba, qué pregunta… Te confieso que nunca me lo he preguntado, o no recuerdo si alguna vez me lo he preguntado. Es posible que si me hubieras hecho esta pregunta a los diez años te habría contestado con recuerdos muy cercanos a mi nacimiento, y a los veinte habría recordado mucho de los tres o cuatro años.  Tal vez. Encuentro un problema en la pregunta y es la unicidad del recuerdo, cuando quizás se trate casi siempre de la emulsión de una imagen y una sensación. Las sensaciones suelen suscitar imágenes, y también ideas. Por otro lado, solemos recordar aquello que nuestra memoria frecuenta, así sea muy de vez en cuando. No hay un acceso directo a los hechos, solo está nuestra mente, luego todo lo que nos llega es, por decirlo así, grabaciones que se despliegan afectadas por circunstancias variadas, como la famosa magdalena de Proust.

Quizás este sea mi primer recuerdo, y por lo tanto mi primera imagen y sensación (no hay primeros recuerdos sin ambas cosas), pero debo señalarte que podría ser una reconstrucción de lo que mis padres me contaran muy tempranamente, y a lo que, por decirlo así, yo había puesto la escena. No hay forma de saberlo. Me veo caminando por primera vez, por lo tanto debe ser los primeros días de julio de 1957, cuando yo iba a cumplir o ya había cumplido un año. Dado que hacía calor, no me extraña que estuviera sin zapatitos, con los pies desnudos. Siento que me desplazo solo, verticalmente, sostenido sobre mis piernas de manera imprecisa, y de pronto sé que tropiezo y caigo. Me parece que puedo ver, antes de caerme, un límite, tal vez un escalón. Bueno, pues así ha sido todo desde entonces…

ALO: En ese primer hogar que ya intuyes, ¿puedes hablar de la gravitación específica de tu madre y de tu padre?

JM: Esta pregunta es más difícil que la primera, Antonio, pero por razones inversas. Necesitaría escribir muchas páginas para hablar de esa “gravitación”. El año pasado escribí un libro, redactado con una cierta rapidez, que titulé El muro y la hiedra. Cartas al pasado. Una de las cartas está dirigida a mis padres (porque ese pasado es el de los muertos…). Tuve una necesidad imperiosa de escribir ese libro, aunque una vez terminado no siento necesidad de editarlo, al menos por ahora. Es curioso. En relación con el escritor y lector que soy, podría decirte que ese hogar era ajeno a los libros, hasta el punto de que no había ninguno en mi casa. Mi madre, de origen campesino, vivía en un orden pagano, regido por el círculo del tiempo, que es el de las cosechas y las estaciones. Mi padre era un buen contador de historias, y en las noches de invierno, sin televisión ni libros ni revistas, sus narraciones nos entretenían bastante. Creo que percibí en esas historias el primer placer de lo literario. Por otro lado, mi padre era memorioso, y había oído al suyo, que murió con casi cien años, así que yo percibí en algunos tramos de lo que nos contaba aspectos del siglo XIX. Te aclaro que mi abuelo nació en 1830 y mi padre en 1905 (sí, lo engendró con 74 años…).  Bien, comencé como Homero, con la tradición oral, hasta que descubrí los libros, pero eso fue mucho más tarde.

ALO: ¿Qué significación tuvieron los inicios escolares? ¿Puedes recordar amigos, maestros, enseñanzas, libros? ¿Reconoces que allí pudieron estar las raíces de lo que luego identificaste como una vocación literaria?

JM: ¿Mis inicios escolares? ¿Maestros en la infancia? ¿Libros? No, nada de eso. Yo cursé estudios hasta los trece años y luego, nada más cumplir esa edad comencé a trabajar de niño para todo y meritorio en un estudio de arquitectura. Como te he dicho antes, nací en un medio obrero, rodeado de familias de albañiles y pescadores, en un pueblo del sur de Andalucía. Nunca vi un libro en la casa de ninguno de mis amigos, y los periódicos los veía sobre todo en hojas sueltas en la pescadería, porque envolvían el pescado con ellas. De los trece a los quince años me sumergí en la delineación y acabé siendo profesional, ganándome la vida con ello. Me gustaba dibujar y la construcción, la arquitectura, y me fascinaba el manual Neufert de arquitectura. En ese trabajo, cuando yo tenía quince años, llegó un nuevo jefe de estudio, trece años mayor que yo, sevillano, que hablaba de Freud y Nietzsche, de Serrat, del socialismo sueco, de la revista Triunfo, y otras cosas inéditas para mí. No era un erudito ni un hombre realmente culto, pero no tardé en pedirle prestados libros y a los pocos meses solía ir a Málaga a comprarlos, a una librería que se llamaba Prometeo. Toda una señal. Leer a Freud y Nietzsche, e inmediatamente a Antonio Machado, Juan Ramón Jiménez y Lorca, me cambió. Es como si mi organismo se hubiera transformado. Me sentía como otro, y en realidad lo era, pero lo que no sabía que es que ese otro tenía que inventarlo, imaginarlo, llevarlo a la acción. Un año después de mi explosión como lector, mis amigos me miraban con extrañeza, no me reconocían, había cambiado incluso mi aspecto físico. Trabajaba durante el día y ocupaba el resto del tiempo, que incluía muchas horas de la noche, en leer. Incluso tenía un cuaderno grande donde copiaba páginas y páginas de Freud, con delectación. Freud fue, en realidad, mi primer gran novelista.

ALO: De esos primeros autores y lecturas, ¿cómo saltas o encuentras a los primeros colegas? ¿Fuiste un solitario o formaste parte de alguna cofradía? ¿Puedes determinar un momento en el que, claramente, reconoces el inicio de una vocación literaria? Y agrego una pregunta más: tu generación, la de autores españoles nacidos en los años 50, estaban en la veintena cuando muere Franco y llegan los aires democráticos. ¿Cómo experimentaste esos tiempos de apertura?

JM: Creo que la necesidad de escribir estuvo vinculada a la lectura, sobre todo de poesía. Fue algún poema de Juan Ramón Jiménez, digamos que sobre los diecisiete años, lo que me llevó a remedarlo. Es curioso: ¿por qué algunas personas no tienen suficiente con la lectura, incluso cuando es tan plena como en el caso que refiero, sino que necesita responder desde la escritura? Y hay que tener en cuenta que los primeros productos son claramente horribles. La lectura de algunos pensadores me inquietó sin que yo supiera hasta más tarde por qué. En Freud había descubierto la existencia de un yo múltiple, de una identidad compleja, y de la dependencia de la vida consciente de otra, conectada, que es inconsciente. No somos libres, o apenas lo somos. Y en Nietzsche, que nuestros valores son históricos, son una construcción, y por otro lado, estamos empujados a desear y construirnos. Estaba establecida la lucha entre lo dionisiaco y lo apolíneo, entre los instintos y la voluntad, entre la fatalidad y la libertad. Además, en el pensador alemán había una defensa de la poesía que, inmediatamente, iba a hacer mía, aunque con características algo distintas. Con los libros, todos estupendos, que había en casa de ese compañero de trabajo del que te hablé, que incluía a Henry Miller entre los novelistas, me orienté bien, y luego recurrí a las bibliografías referidas en esos libros. Además, leía la revista Triunfo y muy pronto era subscriptor también de Camp de l´Arpa, una revista de letras editada en Barcelona, que tenía entre otras virtudes el buen gusto de atender a la literatura hispanoamericana. Por aquellos años, 1972, 73, se publicaba una colección de poesía, Ocnos, también de Barcelona, donde pude leer a Enrique Molina, Roberto Juarroz, Alejandra Pizarnik, Lezama Lima, Costafreda, Carlos Edmundo de Ory y otros. Algunos de ellos me tocaron profundamente. A los dieciséis años había comenzado a leer a Neruda, un poeta que me apasionó, a pesar de sus desequilibrios. También descubrí el teatro, leído, y me sumergí tanto en el siglo de oro español como en los griegos y autores modernos como Brech, Ionesco, Lorca, Pirandello, Sartre, Casona, etc. Estaba solo, en cierto modo, pero mi mundo estaba poblado de fantasmas reales, mucho más reales que la mayoría de mis vecinos.

Dejé de trabajar y cuando cumplí 19 años me fui a vivir fuera, en agosto de 1975, primero a Madrid, que siempre ha sido el lugar de partida o de vuelta desde entonces. Luego una breve estancia en París, en Barcelona, en Río de Janeiro, y viajes por varios países hispanoamericanos, marcado ya por un autor que ha sido central para mí, Octavio Paz, leído desde muy joven de manera progresiva e intensa. No tardé en leer cualquier página que Paz hubiera publicado en cualquier parte. Paz puso orden en mi caos de lecturas y en la confusión de mis impresiones e ideas. Me ayudó a sentir con más lucidez y pensar con sentimientos más inteligentes. Ya nunca volví a vivir en mi pueblo, ni en Andalucía. Amo el sur, y he vuelto siempre de visita, de vacaciones, pero siempre he vivido fuera.

Te podría decir que hasta casi los treinta años apenas leí nada de mis estrictos contemporáneos, a los de mi generación o un poco mayores. Sí había leído, por ejemplo, a los poetas españoles del cincuenta, como Jaime Gil de Biedma, Claudio Rodríguez o José Ángel Valente. A los tres los admiro y los he frecuentado siempre —además de haberlos conocido—, pero señalo que de los tres Valente es quien más me ha interesado y al que admiro de manera más completa. Sus defectos, notables, estaban más en su persona que en su obra. En cuanto a Hispanoamérica, leí primero a los poetas y algunos cuentistas, de Borges a Vallejo, de Ramos Sucre a Villaurrutia y Gorostiza. La narrativa me interesó un poco después.

No leer a mis estrictos contemporáneos, a los que además no conocía, fue magnífico. Ahora los jóvenes se deslumbran y dicen estar influidos por poetas amigos suyos de veinte años. Eso es terrible. Pero es que además en la mayoría de los casos es cierto: están influidos por ellos. Para bien o para mal, mi admiración a los veinte años estaba depositada en Cernuda, en Lorca, en Neruda, en Paz, en Saint-John Perse, en Baudelaire. Más tarde descubrí a algunos poetas de mi generación y los leí, varios de ellos muy buenos. Lo curioso es que ellos también habían sido lectores, sobre todo, de clásicos, en el sentido más heterodoxo que puedas dar a este término y que encarnan nombres como Nerval y Góngora, Rimbaud y Huidobro, esos eran clásicos.

Me has preguntado muchas cosas, así que son varias las repuestas. Cuando llegué a Madrid y me instalé en una pensión, a los pocos meses falleció Franco. La historia es conocida. He olvidado decir que mis ideas políticas eran de izquierda, influida por un confuso marxismo (leí a Marx y a algunos marxistas desde los diecisiete años). Como tantos, yo creía en la revolución, pero no tardé en creer en el movimiento, es decir, en las idas y venidas de la democracia, ese melancólico y maduro entendimiento político, que no excluye el extravío, entre los hombres. A partir de entonces, en España las librerías y las cabeceras de periódicos ampliaron su oferta, y hubo una explosión de libertad y búsqueda, con tensiones violentas y nostalgias no tan gratas. En 1977 yo vivía en Brasil y leía a Fernando Pessoa, Clarice Lispector y escuchaba a Vinicius de Morais y a Villa-Lobos.

ALO: Este exhaustivo recuento de lecturas y autores, me parece, pone de relieve a la poesía, y de seguidas a la reflexión en torno a ella, que nos terminaría llevando al ensayo, dos géneros que en tu caso han sido esenciales. Pero a estos se suman el crítico, el diarista, el narrador, por no hablar del editor, una vocación que hoy no se valora como antes. A mí me ha sorprendido siempre tu versatilidad, y la propiedad con la que asumes los distintos géneros. ¿A qué obedece esa pluralidad? ¿Se trata de singularizar las necesidades expresivas o más bien de una heteronimia autoral?

JM: No es fácil saberlo. Los géneros, de manera estricta, quiero decir sus formas específicas, responden a una época, una visión del mundo, una física y una metafísica. Nuestro tiempo, desde la modernidad, es decir, desde el romanticismo alemán, ha supuesto una ruptura de los géneros, la irrupción del poema en prosa, por ejemplo; la defensa, como hizo Friedrich Schlegel, de la importancia de apoyarse en el habla, no como costumbrismo, como algunos entendieron, sino como el elemento vivo, azaroso, que sostiene una verdadera escritura. Es algo que defendió, de pasada, en el siglo XVI, Michel de Montaigne. Como te dije, yo percibí, sin darme cuenta, a Freud como novelista, porque leí los casos de sus pacientes como personajes. Pero casi al mismo tiempo leí a poetas que reflexionaban, como Machado, Quevedo, Paz, Juarroz, Gorostiza, y a filósofos que eran verdaderos escritores, quiero decir, creadores de lenguaje, de narración filosófica, como Nietzsche o los magníficos ensayos de El Espectador de Ortega.

Mi tradición es en parte la de Kundera, por ponerte un ejemplo, entre muchos posibles, de un escritor que me simpatiza, que además es checo y ha escrito la mayor parte de su obra en francés, es decir, un hombre de fronteras. Pero es un escritor que apuesta por las ideas encarnadas, no como en tanta obra francesa en la que cuando un personaje piensa pierde el cuerpo y la acción… Esa tradición no simplista viene de Cervantes, y se interna en la literatura inglesa y francesa del XVIII y XIX (piensa en Diderot, por ejemplo), afecta a la de lengua alemana, y tiene una presencia admirable en los cuentos de Borges. He leído varias veces La montaña mágica, de Thomas Mann, un libro tan maravilloso como perturbador, y creo que El mono gramático, poema en prosa de Paz al tiempo que reflexión, es una de las grandes obras de nuestra lengua. Pero mis gustos son contradictorios. Amo también narraciones de las que se denominan puras, como las de Stevenson, Melville, muchas obras de la picaresca española, o incluso Nabokov, a pesar de que creo que era un poco energúmeno, sin duda un escritor de primer nivel, pero con juicios estéticos propios de un aristócrata en la pobreza dispuesto a defender la pajarita. Por ejemplo: Nabokov no entiende la tradición barroca, que es ajena a la relojería verbal, aunque no a la creatividad verbal y todo el cuerpo que supone.

He escrito poemas y novelas, crítica literaria y ensayos, diarios… Y me siento muy bien en todos esos géneros, y sobre todo cuando logro fusionarlos casi todos, como en Mi vecino Montaigne, donde hay ensayismo, confesión, narrativa, biografía y estudio, espero que bien emulsionado todo, aunque es un libro perspectivista: si lo lees desde la narración, arroja unos significados; si desde el ensayo, otros. No hay un punto de vista privilegiado, pero no hay negación de la veracidad o posible verdad, sino complementariedad y complejidad. El ser humano está hecho de emociones, reflexión, memoria, olvido, Historia e historias, uno y los otros, instantes y anulación del tiempo, instintos y formas de la razón… Si ante esta complejidad apenas insinuada queremos responder con un relato realista, no creo que sea incorrecto, incluso puede ser una obra maestra, como lo son “Un corazón simple” o Madame Bovary, de Flaubert, pero sospecho que si a su lado no ponemos La búsqueda del tiempo perdido de Proust o Doctor Fausto, de Mann, la vida humana se habrá quedado en poco. Después de Kant y de Darwin, de los descubrimientos de la relatividad y de la cuántica, de la genética moderna y los estudios neurocognitivos, no podemos seguir escribiendo como hacía Galdós o Delibes, por muy buenos escritores que hayan sido. He citado a novelistas, es verdad, y creo que es porque creo que los poetas en el siglo XX han ido más lejos en este aspecto, al fin y al cabo, la relación de un poeta con el lenguaje (de un poeta verdadero, no un hacedor de versos) supone siempre dificultad y desafío más allá de los aspectos técnicos.

Respondiendo a tu pregunta de manera sintética: creo que la poesía fue desde su origen lo que me ha permitido y me han impelido a romper las fronteras entre los géneros, sin olvidar que toda obra ha de ser forma. Amo las buenas traducciones de teatro clásico griego en verso, sin embargo, no en prosa. Y ya de paso, es un horror que en España la mayoría de las traducciones de poetas y autores teatrales griegos y latinos las hayan hecho filólogos que no son poetas. Hay excepciones, como, por poner un caso, las de Ramón Irigoyen, de Esquilo y Eurípides. Obras realmente de un poeta.

ALO: En tus reflexiones y pensamientos, partes de una noción que siempre me ha parecido poderosa: la de considerar la literatura iberoamericana como un todo, gracias en gran medida a la lengua que nos une. Pero contra esa noción conspiran los particularismos, los nacionalismos y las fronteras, de uno y otro lado del Atlántico. En la Filcar de la isla de Margarita llegaste a decir lo siguiente: “El elemento de identidad sustancial es más bien lo universal, que no lo local. Esto es, lo que puedo reconocer siendo español, italiano, de Galicia o Mar de Plata. Lo que es muy propio quizá nunca pueda ser propiedad de otro”. ¿No crees que esta noción pueda estar en retroceso, incluso para muchos intelectuales?

JM: Quizás exageré un poco para señalar la importancia del problema. En vez de particular yo diría que las obras se apoyan en lo concreto, pero no en lo local. No el sitio sino lo real. La cualidad de obra permite que lo concreto se pueda volver universal. El  hermoso poema de Auden a la muerte de Yeats describe aspectos muy concretos de la vida y los valores del poeta irlandés, pero cuando yo leo ese poema, que no soy irlandés ni inglés, y he vivido en otro tiempo y lugar, siento que tiene que ver conmigo, que lo que cuenta y la belleza del poema me son entrañables. No es un poema extranjero para mí. Entiendo que éste forme parte de la historia de la literatura de lengua inglesa, pero ese no es su valor radical sino aquello que lo hace traducible, no solo de una lengua a otra sino traducible de una persona a otra. Nada más concreto que el poema de Antonio Machado a un olmo seco, sin embargo la pequeña ceremonia que ahí se cuenta, con su deslizamiento de la sequedad al incipiente renacer de la primavera, forma parte de una experiencia que trasciende a Machado, a la Soria donde lo escribió y a la misma lengua. Claro, sería horrible que los novelistas y poetas escribieran libros universales, una completa pedantería. Eso solo vale para la ciencia y para los manuales.

Pero es cierto que hay un auge de los nacionalismos. Frente a la universalidad de la comunicación, de la economía y la política, se produce una afirmación de lo local, del terruño, de lo nuestro. El ser humano no vive en universales, vive una vida concreta, pero traducible, es decir: sus experiencias más profundas tienen semejantes, alteridades. La fascinación que podemos sentir por un modo de expresión de nuestro ambiente, una costumbre o el nombre de los árboles, es un sentimiento que podemos entender como muy semejante a los que experimenta un alemán o un chino. Esto es lo que, creo, hay que entender, que no podemos dejar de vivir en una lengua (como mínimo), y siempre en circunstancias concretas, culturales, emocionales, políticas, personales, pero lo que nos hace hombres es que esas experiencias son traducibles, podemos hablar con los otros de ellas. En cuanto a las obras literarias, que es lo que nos ocupa a ti y a mí, cuando se logran, sea un poema de Eugenio Montejo o un cuento de Chejov, la concreción de imagen, ritmo, tiempo y contenido, trascienden al individuo y por lo tanto a las identidades nacionales y los códigos de una lengua. Por eso nos sigue emocionando el Gilgamesh, la Odisea o los poemas de Petrarca. Esta es la universalidad a la que yo me refería, que no son conceptos generales sino lo concreto irreducible, no identitario. Por eso gracias a la lectura sufrimos y nos alegramos con las tareas del héroe, con la soledad del amante anónimo en un cuarto perdido de la ciudad, con la extrañeza de despertarnos una mañana enajenados de nuestra propia naturaleza. Esa universalidad se pone a prueba cada día en el acto de la lectura, no desde la historia local de una lengua o de un país sino de la experiencia imprevista de alguien que logra recrear, así sea por un instante que se disipa, el poema.

ALO: Acabas de dejar Cuadernos Hispanoamericanos, donde primero fuiste jefe de Redacción y luego director por un total de treinta años. Hablo de una de las revistas más longevas en nuestro idioma, que siempre quiso abarcar toda nuestra geografía cultural, un modelo en sí misma. No quisiera que nos despidiéramos sin que nos hagas una breve reflexión sobre esa honda experiencia intelectual.

JM: Casi treinta y dos años… Me he jubilado, una experiencia rara. Es como volver a la infancia pero con sueldo. Entré en Cuadernos con la naturalidad de saberme en mi casa, en cierto modo porque, como te he contado,  me inicié en la poesía sin hacer distingos entre poetas argentinos, mexicanos, cubanos o venezolanos. Y cuando comencé a trabajar en ella había vivido en Brasil y viajado muchas veces a Hispanoamérica, también a USA (viví un otoño-invierno en Nueva York con mi primera mujer). La revista ha sido fundamental en mi vida, por razones diversas, incluida la de ganarme el sueldo, que no es poco. Pero si tuviera que resumirlo mucho te diría que me ha permitido conocer mejor el imaginario de mi lengua, casi toda Hispanoamericana y a muchos escritores, escritoras, pintores y profesores valiosos. Algunos han sido y son grandes amigos míos. ¿Qué más se puede pedir? Una jubilación activa.

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