Por SAMUEL ROTTER
“Hay aquí un camino de historias enrollado sobre sí mismo como una serpiente que se muerde la cola”. Esta frase, referencia entre los entusiastas de la literatura venezolana, es una de las más memorables del cuento La mano junto al muro (1951) de Guillermo Meneses, y representa no solo la técnica literaria que implementó en su cuento, sino también el punto de partida de una literatura absolutamente nueva en nuestra historia.
56 años después de la publicación de La mano junto al muro, muchos de los problemas que preocuparon a Meneses a lo largo de su carrera se han exacerbado, llegando a causar la peor crisis que hemos enfrentado en nuestra historia como nación. Como es de esperarse, nuestra atención siempre se ha enfocado en los problemas más dramáticos y urgentes, como la escasez, la inseguridad, la persecución política, la falta de libertad de expresión y la crisis económica. Pero en el trasfondo de estos últimos 22 años de malas decisiones, otra tragedia se ha venido desenvolviendo progresivamente: la muerte de nuestra herencia cultural. Figuras como Meneses, Gego o Margot Benacerraf han empezado a desvanecerse de nuestra memoria colectiva junto a una cantidad incontable de autores, pintores, pensadores y artistas; apreciados y recordados solo por algunos pocos entusiastas y académicos que buscan devolverles su merecido estatus. “Se trata de libros que fueron, en sus días, eminentes, pero que la indolencia americana olvidó en algunos casos, y las nuevas generaciones desconocen (…) Libros que si se salvaran de una catástrofe suramericana dirían bien qué significó para la humanidad de su tiempo este trozo del mundo nuevo” (Alberto Lleras, reseña de Espejos y disfraces). Como apunta Lleras, grandes mentes han surgido de nuestra tierra, y es precisamente en tiempos como los que vivimos actualmente que debemos reivindicar el pasado, porque también luchamos por ese pasado y su memoria, no solo por nuestro futuro. Al honrar sus trabajos, gritamos de manera irreductible a aquellos que han secuestrado nuestro hogar que, hagan lo que hagan, duela lo que duela, jamás nos quitarán nuestra cultura.
Del criollismo a nuevos horizontes
Tras la muerte de Juan Vicente Gómez y con ella el fin de una dictadura de 25 años, Venezuela empezó a cambiar radicalmente. Bajo la presidencia de López Contreras, una nueva generación de pensadores, anteriormente censurada, comenzó a hacerse notar. En la década de los treinta, Guillermo Meneses, un joven prometedor de la generación del 28, se convierte en diplomático, columnista, ensayista y escritor de gran reconocimiento. Inspirado por el horror que causó en la sociedad la dictadura de Gómez (Meneses mismo había estado preso por más de dos años por desafiar al régimen) y convencido de que el arte tiene la capacidad de elevar a un pueblo y causar una disrupción a los ciclos de tiranos que han azotado sus tierras, se propone escribir historias y ensayos con el fin de mejorar a la sociedad y prevenir los problemas que tradicionalmente han dado paso a figuras caudillistas. Durante esta primera fase de su carrera, escribe historias de carácter social como La balandra Isabel llegó esta tarde (1934) y Campeones (1939), obras que lo harían célebre en el país y que incluso serían representadas en medios audiovisuales, como ocurrió con la película La balandra Isabel llegó esta tarde de Carlos Hugo Christensen (1949). Este período de su trabajo estuvo profundamente influenciado por el movimiento criollista de la época; un movimiento cuyo objetivo fue crear literatura que fuera verdaderamente venezolana, capaz de representar la psicología, mitología e idiosincrasia del país. El ejemplo por excelencia de este movimiento es la novela Doña Bárbara (1929) de Rómulo Gallegos, el primer relato venezolano en ser reconocido y traducido internacionalmente.
Pero en 1946, algo ocurre que obliga a Meneses a abandonar el país. El golpe de Estado contra el presidente Medina Angarita, apoyado en parte por figuras intelectuales que él consideraba cercanas, constituyó una profunda decepción para él. Su esposa Sofía Ímber relataría años más tarde en su testimonio que “estaba tan afectado por el evento que decidió irse de Venezuela”. Así, en 1946, Meneses se traslada a Bogotá y eventualmente a París, donde empieza a interactuar con nuevas corrientes de pensamiento que lo cambiarían a él y a la literatura venezolana por siempre.
En París estudia la filosofía existencialista de Sartre y Camus y se rodea de otros grandes de la literatura contemporánea latinoamericana como Arreola, Bioy Casares y Onetti. A partir de esta ruptura con el pasado, surge un nuevo autor nihilista y auténtico con nuevos objetivos. Meneses, al igual que los autores mencionados previamente, participa en una nueva corriente literaria latinoamericana que, despreocupada del folklore e inspirada por los movimientos artísticos antecesores y subversivos como el surrealismo, el dadaísmo y el cubismo, se enfoca en la estética.
Lentamente, el otro Meneses de una literatura moralista y nacionalista, llega a su fin. Su nuevo plan es crear un tipo de literatura no mimética que sea capaz de proveer una experiencia literaria inédita. Y es a partir de esta nueva visión que decide escribir La mano junto al muro, el primer ejemplo que nos ofrecería de este nuevo modo de escritura que reformula la experiencia literaria y explora los conceptos de tiempo y ficción.
La mano junto al muro se publica en 1952 y gana el Concurso de cuentos de El Nacional, el premio de relato breve más prestigioso que existe en ese momento en el país. Sin embargo, la reacción de la gente no fue la esperada. De acuerdo con el crítico y ensayista Javier Lasarte, muy pocas personas tenían la capacidad de apreciar la innovación literaria que representaba. Afortunadamente para Meneses, uno de los jueces del concurso es otro gran escritor venezolano que inmediatamente reconoce el gran potencial de este cuento. Se trata de Arturo Uslar Pietri, quien, junto a Rómulo Gallegos, es reconocido como uno de los autores más importantes del país. Años más tarde, declararía en un discurso conmemorando el aniversario de la publicación que “Guillermo Meneses es uno de los escritores más valiosos que ha tenido este país. Él representó de una manera muy cabal una ruptura muy importante que fue la ruptura con el costumbrismo tradicional. Esa ruptura se hizo y se cumplió espléndidamente, porque romper con el costumbrismo no era, y así lo entendió Meneses, romper con Venezuela. (…) Toda su obra es una obra venezolana, toda su obra está hecha sin seguir modas, no porque sea malo seguirlas o no seguirlas, sino porque en trance de sinceridad y de creación, Guillermo Meneses tenía que quedarse solo con una realidad que lo rodeaba” (Meneses, 624).
Pero a diferencia de Uslar Pietri, quien quedó fascinado por la habilidad de Meneses y su capacidad de romper esquemas, una gran cantidad de personas se sintieron confundidas y en algunos casos perplejos por la obra. Esto fue particularmente cierto en las esferas más tradicionales y religiosas de la sociedad, quienes, apoyados por la Iglesia Católica, catalogaron su obra de obscena, vulgar e inmoral. Esta reacción se debió a una malinterpretación del relato y al hecho de que el personaje principal es una prostituta y la trama se desenvuelve alrededor de un prostíbulo deteriorado al borde del mar. Visto en retrospectiva, queda claro que estas facciones tenían una visión sumamente superficial y limitada acerca de la obra, y es evidente que eran incapaces de enfrentar las otras realidades que existían en la sociedad.
Tras ganar el premio de El Nacional, Meneses se posiciona dentro del mundo cultural, constituyéndose, autor y obra, en pioneros de la literatura experimental venezolana.
El nacimiento de la literatura vanguardista venezolana
La transformación de Guillermo Meneses de escritor popular a escritor vanguardista puede ser mejor entendida a través del libro Theory of the Avant-Garde de Peter Bürger. En este ensayo, Burger establece que, aunque cada movimiento vanguardista es su propio ente con características propias, todos comparten un elemento en común en cuanto a su arte. “Un común denominador en estos movimientos es que no rechazan técnicas individuales ni procedimientos del movimiento artístico previo, sino que lo rechazan completamente, rompiendo con la tradición” (Burger, 109). Los movimientos vanguardistas, por tanto, buscan propuestas absolutamente nuevas a través de la destrucción de la tradición y la creación de un nuevo movimiento que, a su vez, será eventualmente destruido por una corriente nueva. Un clásico ejemplo puede ser el del arte impresionista. Cuando Monet presentó los primeros cuadros impresionistas rompió con la tendencia del momento y eventualmente (al principio fue desprestigiado) los críticos lo catalogaron de revolucionario. Sin embargo, hoy Monet y el movimiento impresionista se han vuelto parte del canon artístico y, comparado con un Basquiat, Warhol u O’Keefe, da la impresión de ser una antigüedad. Es decir, Monet es hoy para nosotros lo que un Goya o un William Blake fue para él en su momento. El vanguardismo es un ciclo inacabable e irresoluto, y al igual que Meneses o Monet, sus líderes acaban volviéndose lo que en su momento rechazaron, lo cual no representa un fracaso sino una grandísima victoria, dado que son esenciales para el progreso de las humanidades; sin sus innovaciones jamás se hubiera podido abrir el camino para las próximas generaciones. ¿O acaso no aspiramos a que cada generación supere a la anterior y que la pirámide de nuestro conocimiento continúe siendo refinada, cada vez más sofisticada y profunda?
En el caso de La mano junto al muro, se trata de un relato que puede ser asociado a la literatura metaficcional, y a los movimientos surrealistas y cubistas (aunque no absolutamente, ya que es una propuesta menesiana que no se identificaba con ningún movimiento en particular). A primera vista, luce un tanto policial girando en torno al asesinato de una prostituta, pero de a poco se acaba volviendo un juego surrealista y una reflexión acerca de la condición humana. Es una narrativa no lineal, espiralada, en la que Meneses logra romper los límites entre la narrativa y la realidad. El texto está constantemente saltando entre el relato, el personaje del narrador y Meneses. Estas tres capas juegan libremente entre ellas y le permiten inducir un trance a través de un complejo tono no-didáctico y críptico. Como un cuadro cubista, el foco principal se desplaza alrededor del objeto y el tratamiento del texto mismo, difuminando las líneas entre conciencia, ficción, realidad y tiempo. Nuevamente, este rasgo literario del no didáctico y la transfiguración parece estar íntimamente relacionado con el surrealismo y su propuesta de que existe un “tejido capilar” que permite la interconexión y libre circulación entre estados del ser, emociones, mundos, así como lo verbal y visual. No es un texto que siente la necesidad de revelar un significado concreto; eso recae en nosotros como lectores, algo que, lamentablemente, hasta el día de hoy no estamos acostumbrados a hacer, ya que la literatura artística y comercial se han fusionado, hasta el punto que cuesta discernir la una de la otra a excepción de sus proponentes más extremos. La mayoría de nosotros queremos leer libros con estructuras tradicionales que nos lleven de la mano a una resolución, algo que Meneses sabe perfectamente y juega con esa expectativa. Cuando leemos La mano junto al muro, queremos resolver el enigma del asesinato, pero en el proceso nos encontramos únicamente con una telaraña de imágenes surrealistas que mueren y resucitan mutadas, jamás obteniendo una resolución tradicional. Esto se debe al hecho de que Meneses, como señala Bürger, jamás tiene la intención de seguir los pasos de sus antecesores. Su preocupación radica en la capacidad estética que posee un texto para hablarnos de temas existenciales como lo son la muerte y el tiempo.
En el poema Borges y yo, Borges escribe que “(…) lo bueno ya no es de nadie, ni siquiera del otro, sino del lenguaje o la tradición”. No me queda ninguna duda que Meneses concuerda con esta proposición. En términos de contenido, La mano junto al muro no está diciendo nada que sus antecesores no hayan dicho. Pero, si todo ya se ha dicho y las palabras no nos pertenecen, ¿cómo rompemos con lo tradicional para ser vanguardistas? La respuesta puede ser hallada en los escritos de Bürger y de Adorno: “Una de las tesis principales de Adorno es que ‘la clave de cualquier contenido artístico yace en su técnica” (Bürger, 20), es decir, en cómo se ejecuta, su estética. Las palabras no nos pertenecen, pero aún quedan nuevas estructuras estéticas por descubrir y nuevas maneras de comunicar la experiencia humana.
Con este relato galardonado, Guillermo Meneses presenta al lector un enigma sin resolver, entrelazado, repetitivo, que se destruye y reconstruye constantemente dentro del vacío y en el cual el énfasis cambia esporádicamente, moviéndose como una espiral que comienza y termina en el mismo momento “como una serpiente que se muerde la cola”.
Meneses es considerado uno de los padres de la vanguardia venezolana no porque su historia sirviera de modelo a otros, sino porque demostró, tanto a sus contemporáneos como a las generaciones futuras, que una literatura auténtica, intelectual y venezolana es posible y que el hombre es su propia invención; que los autores venezolanos podemos estar al nivel de los autores de Estados Unidos o Europa y que no hay necesidad de limitarnos a lo regional y a lo folklórico. Que somos capaces de generar una literatura universal que abarca la condición humana.
La mano junto al muro es un llamado a la libertad y a cuestionar con escepticismo los fundamentos del arte y la sociedad. Nos implora que nos demos cuenta de que las corrientes artísticas y sociales son construcciones que no obedecen a una “verdad objetiva” y pueden ser reemplazadas por algo nuevo. El conocimiento no se puede desaprender. Una vez que una puerta se ha abierto, no hay vuelta atrás. Por eso debemos continuar innovando a toda costa, por todos nosotros, aunque el posmodernismo y el Internet presenten sus propios retos en esta era inédita de nuestra historia. La búsqueda es interminable.