Por ÓSCAR VALLÉS
Entre tantas ideas que compendian este clásico del pensamiento liberal, siempre me ha cautivado esa especial manera de conjugar las facultades de la razón. Más aún cuando se trata de entender en qué consiste el poder político, considerado como “el derecho a dictar leyes bajo pena de muerte” para la protección de la vida, la libertad y la propiedad. De las facultades de la razón, la razonabilidad ha pasado prácticamente desapercibida en la literatura sobre el Second Treatise. En efecto, la facultad de lo racional es muy popular en las ciencias sociales y las humanidades, pero la razonabilidad no ha tenido esa suerte. Ambas son constitutivas de la Razón, pero la racionalidad deslumbra en las disciplinas sobre lo humano, como esas luces altas que no dejan ver nada más. Confieso que me desconcierta esa popularidad, porque no hay nada más pernicioso para el bienestar de la vida humana que la pura racionalidad.
Unas décadas antes de la publicación del Second Treatise de Locke, Thomas Hobbes advierte cómo sería la vida en un mundo meramente racional: “Solitaria, pobre, desagradable, brutal y corta”. Sin embargo, Hobbes asegura que podemos evitar ese fatal destino mediante la misma razón, porque descubre preceptos que obligan in foro interno a buscar una vida en común próspera, civilizada y longeva. Hoy sabemos que ese descubrimiento es obra de la facultad de lo razonable. Única responsable de esa civilidad, porque la espada del Leviatán solo es para atemorizar a quienes nos miran como medios racionales de existencia, como lamentaba Kant, y no como fines en sí mismos, fundamento de la dignidad humana.
Esa facultad moral y sociable de la razón fundamenta transversalmente todo el Second Treatise. Desde su elegante formulación del hipotético estado de naturaleza, esto es, de lo que sería la vida sin un poder público común, hasta el derecho a la desobediencia civil para derrocar a un Estado irrazonable. Los principios de la racionalidad y la razonabilidad los expone Locke al inicio de su libro en II.4. La racionalidad es inherente a la razón humana, porque sólo así las personas pueden “ordenar sus acciones y disponer de sus posesiones y personas”. Y experimentamos esa ordenación y disposición mucho mejor cuando no pedimos permiso ni dependemos de otros, para realizar algunos actos o disponer de nuestro tiempo.
Pero esa racionalidad no ordena y dispone de todo y de otros, como la racionalidad maximalista del derecho natural hobbesiano, sino que lo hace como “juzguemos adecuado (think fit) dentro de los límites de la ley de naturaleza”. Una ley que obliga a hacer todo lo necesario para la propia conservación y a “preservar al resto de la humanidad tanto como sea posible”, mientras no estemos en peligro. Esa obligación con los demás que la sola racionalidad no ve ni aconseja presupone ex ante que el ejercicio de la Razón es imposible sin considerar la preservación de la propia especie. Esta racionabilidad razonable constituye la perfecta libertad (perfect freedom) que identifica Locke en nuestro estado natural, facultad que hace posible la vida conjunta con los demás.
La razonabilidad sustenta, además, en esa hipotética ausencia de poder público, el reconocimiento de una igualdad por naturaleza entre nosotros: “Un estado de igualdad, donde todo poder y jurisdicción son recíprocos”. La igualdad de poder evoca a la simetría hobbesiana en facultades físicas e intelectuales. Pero, según Locke, también somos semejantes para obtener recursos y ventajas de la naturaleza. Esta igualdad natural se concibe como poder porque no hay un solo atributo natural que justifique la dominación de unos sobre otros. Tampoco se justifica para Locke la apelación a atributos de origen divino para exigir obediencia, porque Dios nunca ha hecho “declaración manifiesta” de una “nominación evidente y clara” de una autoridad. Por tanto, la igualdad de poder expresa una razonabilidad racional.
Esta igualdad entre nosotros también es de jurisdicción, y aunque se sustenta principalmente en la razonabilidad, la igualdad natural también tiene sus dificultades con la racionalidad. En efecto, la jurisdicción presupone que somos iguales también para reconocer la ley de naturaleza. Sin embargo, y aquí entra la racionalidad otra vez, siempre hay sujetos que no reconocen y obedecen la ley de naturaleza que nos obliga a no conferir daño a los demás; personas que son meramente racionales en un mundo razonable. Esta igualdad supone un sentido de justicia en todos nosotros para identificar a los agresores y castigarlos en consecuencia. Locke detalla minuciosamente la serenidad del juez y razonabilidad de la sanción, que debe ser proporcional al daño y ejemplar para que nadie más viole la ley natural.
Pero ¿será suficiente el sentido de justicia del árbitro para procesar serena y debidamente al infractor? ¿Es suficiente la razonabilidad cuando la víctima, con base en la igualdad de jurisdicción, tiene igual derecho de exigir y aplicar el castigo? Para Locke, la razonabilidad aquí es insuficiente para impedir que el castigo se convierta en venganza. La racionalidad es un motor que funciona con apetitos y aversiones. Cuando ese motor se enciende, el agresor será víctima del juez y por tanto ella y sus amigos tendrán igual derecho de castigarlo, y así sucesivamente. La razonabilidad por sí sola no basta para moderar y civilizar estos desvaríos pasionales que alimentan la racionalidad.
Luego, el poder público instaurado legítimamente por consentimiento no es un mal necesario, al menos desde la razonabilidad. Es la única garantía que tenemos para cumplir con la ley de naturaleza y demás leyes positivas consistentes con ella. Porque si nos topamos con un transgresor, el daño será reparado debidamente por un árbitro imparcial con todo el poder para reprimirlo, mediante un castigo proporcional y, por ende, justo. En adelante, el Second Treatise presenta las instituciones de la propiedad, el mercado, la legislación y el derecho fundadas en las facultades de lo racional y lo razonable, manteniendo el balance entre la libertad civil y la igualdad política.
Este maravilloso libro es y seguirá siendo un clásico, porque el lector encontrará en él ideas que inspiren sus propias cavilaciones. Y quizás esa obligación de “preservar al resto de la humanidad tanto como sea posible” tenga en nuestro tiempo y en Ucrania su plena justificación. También es reflejo de una época controversial de la Inglaterra del siglo XVII. Pero eso ya está dicho.
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