Por ASDRÚBAL AGUIAR
Hace 30 años cae el muro de Berlín. Predica el final del comunismo y la sobrevivencia del capitalismo y el estado liberal, dentro de un marco de consensos que se conoce como «pospolítica». No se repara luego en lo que desde entonces es esencial. Se repite lo cosmético, el renacimiento marxista bajo el socialismo del siglo XXI, llamado luego «progresismo» para engaño de incautos. Algunos señalan la llegada del «posliberalismo» (Javier Tusell, El País, 10 de abril de 2001): No habría más piedras filosofales y se acepta que son recónditos los caminos por los que recorre la naturaleza del hombre.
Intento entender, así, lo que ahora ocurre en Occidente, preñado de sismos sociales en expansión y atrapado entre la ruidosa violencia callejera y el amortiguado subterráneo de Fake News. Se multiplican ambas −violencia y mentiras− con apoyo de las redes sociales y el incisivo accionar de factores del poder político y financiero global coludidos con la criminalidad transnacional, que es, a fin de cuentas, de lo más perverso.
Lo vertebral, como lo veo, es que acontece un parteaguas que nos lleva más allá de lo conocido y trastorna los ámbitos de la existencia humana. No hay continuidad histórica ni enlaces entre etapas, sino fractura con el pasado y todos sus conceptos. Sus primeras manifestaciones son el agotamiento del Estado y la república modernos: odres que atan a las gentes y las distribuyen en el espacio alrededor de las ideas de la nación y la ciudadanía, ofreciendo seguridades, acotamientos, fundados en la necesaria «amistad civil» y/o en el interés común.
Se impone esta vez una Era mal llamada de la «sociedad» de la información que, antes bien, segmenta y desperdiga a la añeja opinión pública; la individualiza, a pesar del actual encuentro de casi toda la Humanidad en el espacio común de lo virtual, no obstante que, como lo señala Yuval Noah Harari (Homo Deus. Une breve histoire du futur, París, Albin Michel, 2015), «la ciencia del siglo XXI avanza para minar los fundamentos del orden liberal»: individualismo, derechos humanos, democracia, mercados; o acaso los vuelve piezas de museo, a menos que varíen en sus significados.
En la medida en que las redes diluyen los viejos lazos de la ciudadanía estatal fronteriza y cultural, relativizando los espacios, a la par tiene lugar una reorganización alrededor de particularismos y semejantes, separándoles de los diferentes. Unos y otros se encierran dentro cavernas virtuales o burbujas de neta inspiración platónica. Las realidades objetivas y/o materiales ceden ante ellas y, a la sazón, se privilegia al imaginario, a la sombra, a lo subjetivo, a la experiencia instantánea atemporal. Cada hombre, varón o mujer −copio los giros de César Cansino («Viejas y nuevas tesis sobre el Homo Twitter», RMCPYS/UNAM, Vol.62, N.231, 2017) y de Harari− como Homo Twitter se asume en lo adelante y ya ve situado en otra escala, la del Homo Deus.
El caso es que, siendo el hombre la verdad terrena y objetiva, no perfecta sino perfectible, inteligente pero limitada, necesitada de los otros y que se concreta en el Homo Sapiens: atado a la racionalidad teórica y práctica, luego de volverse Homo Videns o feligrés acrítico de las imágenes parciales de lo real, hijo de la televisión, deriva en lo señalado, en Homo Twitter. Beneficiario y mejoría de los anteriores: retoma la escritura pero en términos metafóricos y breves y la relaciona con las partes de la realidad que importan, únicamente, a su estado de ánimo o capricho; pero arriesga, así, en su práctica de vida introspectiva, volverse un dígito o número, nada más, dentro del torrente de virtualidad que se desplaza por las autopistas digitales.
Desheredado de los espacios −abandonando el hogar estable que pasa de abuelos a padres, negado al trabajo seguro y para toda la vida, ajeno a su patria de bandera que considera inútil o pieza de exhibición, sin lazos de lealtad «hasta que la muerte nos separe»− lleva el Homo Twitter una vida de nómade. Practica sobre las redes una existencia de descartes, de emociones momentáneas. Es, de suyo, inevitablemente narcisista. Es fácil presa de los inescrupulosos de la política y ahora del poder dentro de las plataformas globales, mientras no se eduque para el dominio de la inteligencia artificial y amplíe sus perspectivas sobre la verdad en medio de la realidad líquida dominante, en movimiento constante e inestable, como lo recuerda Zygmunt Bauman, sociólogo y filósofo de origen polaco, fallecido en 2017(Modernidad líquida, México, FCE, 2000).
El mundo de la inteligencia artificial es, quiérase o no, el sustitutivo de la plaza pública.
Estamos ante una Era distinta que trasvasa a la historia y que incluso anuncia su próximo paso hacia la quinta revolución industrial, la de la singularidad tecnológica, la del posible traslado final de la conciencia hacia una máquina. Más que en un simple contexto global diferente o una estación o edad dentro de un ciclo histórico continuo, vivimos en el cosmos de la inteligencia artificial y bajo el dominio de sus inéditas características. Su efecto, en la transición que se inicia en 1989 y concluye pasados 30 años, acaso para dar lugar a otro salto generacional, es la desafección con el orden abstracto y «canónico» −social y político− conocido; es la dispersión social, de suyo la atomización de las narrativas, únicamente atadas por la indignación y la desconfianza, por la incertidumbre, quizás por la común reivindicación de la dignidad o la consideración personal, vaciada a cada instante y con animosidad sobre los servidores digitales por cada internauta.
Las violentas manifestaciones en Cataluña, París, Hong Kong, Santiago de Chile, Quito, Bogotá, Argel, Teherán, Taraz, La Paz, Beirut, Tegucigalpa, nada tienen que ver con las de hace 30 años, como El Caracazo o la masacre de Tiananmén. Estas, en sus motivaciones son precisas: rechazo de la corrupción, rezago en el bienestar, agotamiento de los partidos políticos, reclamos de democratización. Aquellas proceden de una insatisfacción innominada.
El fundamentalismo de 1989 −cuando se cocina la insurgencia armada «bolivariana» en Venezuela y se desplaza la justificación institucional clásica de los golpes de Estado castrenses, o en Alemania, donde emerge con virulencia el ambientalismo y el neofascismo −ninguna relación encuentra con los del presente o, mejor con el «salir a la calle» de quienes se encuentran separados como en una reedición, cabe repetirlo, del mito de La Caverna, multiplicado exponencialmente.
Lo inevitable y rupturista, en suma, son las nuevas relaciones y actores emergentes dentro de este teatro novedoso de la ciudadanía digital y de la industria 4.0, cuyo avance no se detiene y desplaza a los rezagados, a los carentes de sabiduría digital: a quienes como políticos de oficio viven en el pasado o en estado de vacuidad, o reniegan de las propias raíces culturales, como los europeos, avergonzados de la civilización [greco-latina y cristiana] que les nutre, haciéndose relativistas en la coyuntura.
Ante nuestros ojos, en síntesis, está un panorama signado por la invertebración social, la inmediatez conductual y política, que siguen al debilitamiento o desaparición de las polis como puntos de armonía y encuentro entre las personas, proyectos unos y únicos y también compelidas, como tales, a la alteridad.
¡Y es que vivimos el desbordamiento de un río sin cauce! Se desmorona la unidad de la ley de todos y para todos al igual que se exacerba el pluralismo e inflan los derechos humanos de los dispersos, sin posibilidades de una garantía institucional cabal y efectiva como en el pasado. Ello provoca el desencanto manido con la democracia que tanto repiten las encuestas y los mismos enemigos de la democracia, por caminar aquellas y estos sobre la superficie.
Los neologismos inundan o encuentran espacio generoso para el manejo a conveniencia de las pocas certezas que restan a nivel global: pospensamiento, posdemocracia, pospolítica, posliberalismo, posverdad, poshumanismo. Todos a uno le abren espacio a un denominador común, el de la posmodernidad o «modernidad tardía» o «modernidad líquida» según Bauman, a saber, el de la corriente en guerra contra todo aquello que impida la fractura o disolución de la solidez de las raíces sobre las que se sostienen los valores contemporáneos, para su cabal y total eliminación; para el paso hacia otro ecosistema signado por el «progresismo» relativizador de las verdades y de las realidades culturales, sociales, y políticas.
No se trata, según lo predicara antes el marxismo, de «derretir los sólidos»: la mineralización de las sociedades que se resisten a los cambios, «para hacer espacio a nuevos y mejores sólidos». La tarea de construir un nuevo orden mejor para reemplazar al viejo y defectuoso –precisa Bauman– «no forma parte de ninguna agenda actual». La «disolución de los sólidos», que son el rasgo permanente de la modernidad, adquiere, por lo tanto, un nuevo significado, a saber: «la disolución de las fuerzas que podrían mantener el tema del orden y del sistema dentro de la agenda política. Los sólidos que han sido sometidos a la disolución, y que se están derritiendo en este momento, el momento de la modernidad fluida, son los vínculos entre las elecciones individuales y los proyectos y las acciones colectivos».
En mi libro sobre Calidad de la democracia y expansión de los derechos humanos (MDC, Miami, 2018), no por azar advierto que las democracias mueren a fuerza de elecciones, tanto como refiero que la «posdemocracia», en lo particular, es «un anti-modelo o modelo de corte neofascista que diluye el entramado institucional y lo pone al servicio de hombres o líderes providenciales, quienes establecen una relación directa y paternal con el pueblo auxiliados por el mismo tejido mediático e inmediato de la globalización».
Al abordar el capítulo «Entre el totalitarismo mediático y la ilustración de los millennials», seguidamente cito la obra La sociedad sitiada (Buenos Aires, FCE, 2004) del mismo Bauman, pues hace una aproximación al argumento vertebral que significa, a manera de ejemplo, la mudanza actual de la prensa –columna de la democracia– desde su sitial de contralora y observadora del poder a distancia de este y como expresión de la opinión pública no institucional, al nuevo rol de eje articulador necesario e inexcusable del orden social y político; que es, para lo sucesivo, desorden y atomización del individuo –»átomo irreductible» [Gilles Lipovetsky, Los tiempos hipermodernos, Madrid, 2006] –dentro de la democracia digital y en la sociedad de la información. Tanto que el penúltimo autor habla de «levedad», «fluidez», «liquidez», como palabras adecuadas para aprehender la naturaleza de lo actual.
La política y la democracia, en suma, son hoy la obra de lo instantáneo. Lo que importa no es tanto el enlatado informativo tomado de la realidad y de su división a conveniencia o manipulado con vistas a la sensibilidad del receptor, sino que este se sienta a gusto, bombardeado con datos capaces de sostener su fugaz atención; así se obvien los otros elementos que, como lo he señalado, conforman la realidad cabal, tal y como es. Ello explica, además, la fragilidad y transitoriedad o fugacidad de los liderazgos políticos y/o democráticos emergentes [Venezuela], quedando a salvo quienes se atrincheran en el poder hasta que las turbas digitales los echan o los liberan de sus cárceles [Bolivia, Brasil y Argentina] o quienes rompen el molde del relativismo comentado y apelan al sostenimiento unilateral de las raíces o valores nacionales [Estados Unidos y Gran Bretaña].
Admitida, pues, la declinación del Estado y el agotamiento de los partidos como diafragmas entre la sociedad civil y la sociedad política [vid. mi libro La democracia del siglo XXI y el final de los Estados, La Hoja del Norte, 2009], en la sociedad de la información posmoderna son el ecosistema digital y sus mecanismos los que ordenan o son capaces de pulverizar a las sociedades o de instalar en ellas narrativas políticas de oportunidad, a fin amalgamarlas circunstancialmente, mientras vuelven a su estadio de liquidez adquirido: «Los fluidos, por así decirlo, no se fijan al espacio ni se atan al tiempo».
*La segunda entrega de este ensayo se publicará el próximo domingo 1 de marzo.