Apóyanos

La Patria que viene

    • X
    • Facebook
    • Whatsapp
    • Telegram
    • Linkedin
    • Email
  • X
  • Facebook
  • Whatsapp
  • Telegram
  • Linkedin
  • Email

Por GUILERMO TELL AVELEDO

La vida de un gran hombre político cambia de aspecto en el momento en que empieza a actuar como hombre público. En el cauce de la publicidad, de dilatadas riberas, parece aquel torrente vital ganar sus propias dimensiones y con ello un curso de ritmo magnífico, fértil y majestuoso. Entonces el contemporáneo o el lector de la biografía comienza a aplaudir; le entusiasma la audacia, la infatigabilidad, eficiencia de todos sus actos y gestos, la entereza inmutable con que aguanta el insulto y resiste el ataque, la presencia de espíritu con que gobierna su persona en medio de la tempestad política. Pero este entusiasmo tardío es un poco vil: se alaba el fruto después de haber denigrado la semilla.

José Ortega y Gasset,

“Mirabeau, o el Político”

(1927, Revista de Occidente).

I

Escribo estas líneas no como académico, ni como politólogo, sino como ciudadano. Aquellos son roles importantes para cualquier sociedad abierta, distintos en su naturaleza con el rol del líder político. Se distancian en nuestro imaginario mutuo, que muchas veces es de incomprensión y desconfianza. A quienes estudiamos la política se nos exige, no sin justicia, que asumamos una posición más directa, menos aséptica, ante momentos angustiosos. No sin escepticismo, quiero decir que temo al académico militante, con aspiración de filósofo rey. Por eso, permítame el lector abandonar pretensiones de tarima aleccionadora, y bajar hasta el ágora pública con los otros ciudadanos. Invitado a esta tarea, me encuentro ante un testimonio que reta muchas de nuestras expectativas y prejuicios, por lo que solo desde la ciudadanía puedo permitirme comentarlo. Como parte de la misma comunidad política de la cual este libro muestra en su denuncia, pero también de la comunidad política que aspiramos, prospectivamente, y cuya realización nos ha sido esquiva.

Tenemos en nuestras manos un testimonio significativo de uno de los políticos protagonistas del movimiento político democrático venezolano de las últimas dos décadas: Julio Andrés Borges, fundador y —hasta este año— coordinador nacional del partido de centro humanista Primero Justicia. En diálogo con la también política y académica Paola Bautista de Alemán, presenta a la opinión pública sus reflexiones sobre la historia reciente. Sin dejarse traicionar por el desánimo y el pesimismo, actitud impropia para alguien que ha asumido esta faceta del ejercicio ciudadano, nos presenta con crudeza lo que puede ser una crítica —y autocrítica— de los últimos años: desde la victoria unitaria en las elecciones parlamentarias de 2015 al auge y crisis del gobierno parlamentario, pasando por la dura represión de la protesta ciudadana en el año 2017. Expone con eso no solo creencias y convicciones sobre lo ocurrido, sino también una crónica de este tiempo con una prospectiva sobre su dirección actual.

Existe una tradición de la entrevista política que tiene un linaje entre nosotros. Clásicos de la época de la democracia civil, como los libros de Alicia Freilich, Ramón Hernández y Alfredo Peña; cabalgando entre la vieja república y la revolución bolivariana, los testimonios sobre la violencia de Agustín Blanco Muñoz, o los trabajos de Roberto Giusti y César Miguel Rondón. El chavismo hizo desde el poder, también, uso de este formato, especialmente con su líder máximo, en trabajos de Eleazar Díaz Rangel, José Vicente Rangel y Vladimir Villegas. Esos textos corren siempre el riesgo de quedar congelados en su contexto, como artefactos de la polémica inmediata que solo citarán décadas más tarde científicos sociales e historiadores.

Julio Borges / Archivo

No podemos asegurar que el presente libro no tenga esa suerte, pero creemos que la importancia de sus planteamientos, y de su propio emisor, puede evitarlo. En primer lugar, porque dentro de un sistema autoritario, las entrevistas a profundidad son cada vez más escasas, y las contadas excepciones que aún persisten tienen, además, la dificultad de aparecer en medio de un clima general de desconfianza, y con las carencias y amenazas de los medios de comunicación independientes: si se supera la censura, se apela a ese hablar entre líneas, con indirectas y alusiones. En segundo lugar, porque es un ejercicio inusual: pese a su constante presencia en un sistema de medios cada vez más reducido, con su propia actividad como comunicador y radiodifusor e innumerables micros de denuncia, no siempre contamos con la oportunidad de una exposición más prolongada como la que se nos ofrece. Sus libros anteriores, que versan sobre los orígenes y perspectiva del partido que fundó, Primero Justicia, y sobre los resultados concretos de los gobiernos de Hugo Chávez, intuyen muchas de sus preocupaciones. La larga entrevista que dio al arriba mencionado Roberto Giusti, en el contexto de su precandidatura presidencial en el año 2006, incluye el testimonio sobre un partido entonces en su infancia, y la difícil dinámica política en los primeros años de la revolución bolivariana, cuya dureza se ha olvidado gracias a la terrible intensidad de tiempos que aún permanecen vívidos en la memoria.

Entrando a la tercera década de esa revolución, los efectos de un extravío de la política —como nos repetía siempre Andrés Stambouli— se hacen evidentes cuando hacemos un repaso de la circunstancia de nuestra comunidad política. ¿A qué nos referimos? Una comunidad política —la antigua Rēs pūblica, cuerpo dentro del cual podemos llamarnos ciudadanos— comprende un conjunto de personas que asumen un sistema de normas y valores colectivamente vinculantes, independientemente de la territorialidad de esas normas, pero sí atados a una cultura política común y unas mínimas aspiraciones colectivas compartidas. Esto suele coexistir con la formalidad de un Estado, pero este no es el caso de Venezuela. No solo por la fragilidad de nuestro Estado —más fuerte en sus exigencias que en sus responsabilidades—, sino porque una de las consecuencias del intento revolucionario de rehacer la comunidad política venezolana dentro de un modelo no pluralista ha sido su fragmentación.

No podemos decir que tenemos una comunidad política robusta, cuando desde el poder se considera a una pluralidad de venezolanos como enemigos cuyos derechos son limitados o conculcados, y cuya entidad política no es reconocida. No tenemos una comunidad política cuando una emergencia humanitaria compleja ha llevado a millones de connacionales a la ruta precaria de la emigración azarosa, o condenado a miles al exilio político y a la inhabilitación. No tenemos comunidad política cuando entre los venezolanos que se encuentran en el país y los venezolanos que viven en la creciente diáspora se ensancha una distancia de aspiraciones, experiencias e incomprensión. No tenemos comunidad política, en suma, cuando la ciudadanía vive una existencia limitada, encerrada en el descreimiento hacia lo público, entusiasmada apenas por destellos precarios de mejora privada, o aferrada a la melancolía de un futuro no realizado.

II

En este escenario, la promesa de cambio democrático parece estar condenada ante distintas circunstancias en su contra. Esa promesa, cuya cúspide fue la victoria electoral de las parlamentarias de 2015, en la ruta electoral, aparecía con un propósito claro. Julio Borges, al asumir dentro de los acuerdos políticos de la hora la Jefatura de Fracción de la Mesa Unidad Democrática, expresó este cometido de esta manera: “El pueblo nos trajo… Es el inicio de un proceso de darle instituciones al país, pues este poder legislativo tiene frente a sí el desafío y el compromiso de darle leyes y darle vida a nuestro pacto fundamental… Que sirva nuestra constitución para legislar en favor de resolver la crisis que tiene nuestro país, que hoy sufre los embates de la crisis más severa de las que tengamos memoria”. La agenda legislativa desde el programa democrático tenía como puntos inmediatos la amnistía y reconciliación, la redefinición de las relaciones de propiedad ante el Estado monopolizador, la mejora de la condición económica de los venezolanos más vulnerables, y el estímulo a la producción nacional.

La historia fue otra, y la reacción desde el poder ha destruido muchas de las viejas certezas que animaron la orientación estratégica dominante desde el campo democrático en la década precedente. El desconocimiento de las consecuencias de la expresión libre de la pluralidad de electores, y su contracara en la represión ante la protesta ciudadana que de aquel desconocimiento se derivaron, fueron las herramientas para descolocar al movimiento opositor. Avivó, no sin razones, viejos escepticismos hacia las posibilidades de un cambio pacífico, democrático y constitucional, que impusieron a su vez una dinámica estratégica que, al anclar sus expectativas de legitimidad fuera la realidad de una asimetría de poder efectivo desestimada, propulsó un círculo vicioso varias veces repetido de acción política insuficiente y posiciones de diálogo impotentes. Luego de millones de emigrados, miles de heridos, centenares de torturados y exiliados, desaparecidos y fallecidos. A estas muy reales y profundas heridas de los ciclos de protesta y represión, se sumó eventualmente la cooptación y la desesperanza sobre algunos de los sectores que conformaban la otrora compleja coalición social por la democracia.

Justamente, este clima enrarecido es el que caracteriza lo que he llamado la “Pax Bodegónica”. Ante las divisiones del bloque histórico en favor de un restablecimiento democrático, se presenta un escenario de estabilidad relativa —por cuanto corresponde solo al contraste frente al sacudimiento y al colapso económico social de años anteriores— y paz negativa —por cuanto está anclada sobre prácticas represivas que limitan la demanda social de sus diversos derechos—. Y esta circunstancia ha impuesto la reconfiguración de una oligarquía que logró una sustitución revolucionaria de las élites pasadas, pero que continúa prácticas patrimonialistas y extractivistas para sí y sus asociados, mientras renuncia a tareas económicas y sociales del Estado a través de una reducción de hecho del aparato administrativo, con acciones de desregulación azarosa e informal. Parece en la práctica un retorno de aquellas funciones benéficas de la dinámica de mercado, pero sin la seguridad jurídica y confianza económica que la sacarían de sus precarios límites materiales. Entretanto, y en contraste con el mensaje de Borges en enero de 2016, no tenemos producción nacional, sino el comercio desordenado de importaciones inalcanzables para la mayoría. No tenemos protección a los más vulnerables, especialmente entre niños, adolescentes y ancianos, claramente desplazados en continuidad de la emergencia humanitaria. No existe, bajo el espejismo del “arreglo” nacional, una actualización tan siquiera modesta de la promesa constitucional de un Estado social de derecho y de justicia. Acaso, a lo más, exista una relativa independencia económica de la ciudadanía frente al Estado, pero más por abandono táctico que por convicción.

La causa de este estado de cosas descansa fundamentalmente en la acción oficial. Ha sido consecuencia de una serie de decisiones y reacciones desde el poder, en atención a un proyecto político, pero también a la pragmática protección de los distintos grupos que se benefician de su existencia: no solo la dirigencia del Partido Socialista, sino también sectores de la Fuerza Armada, los poderes Judicial y Ciudadano, dirigentes políticos cooptados y sectores económicos emergentes. Desde la opacidad de ese poder tratamos de adivinar destellos de visiones alternativas entre ortodoxos y renovadores. Nos encontramos ante la tímida expectativa en la aparición de un liderazgo que asuma explícitamente el agotamiento del modelo político y excluyente que ha dominado estas décadas, convocando en apertura a las mejores voluntades del país para su reconstrucción. Ese clamor, que expresan con expectativa muchas voces preclaras dentro de nuestra limitada esfera pública, aún no se ha materializado. La asimetría del poder oficial frente al social sigue vigente.

Difícilmente podrían equipararse las responsabilidades de quienes detentan el poder de aquellas que ofrecen una alternativa, que desean convertirse, a su vez, en una élite gobernante. No existe hoy un acuerdo claro sobre las oportunidades perdidas y los errores cometidos. Este libro busca hacer un balance, inevitablemente polémico, del tiempo reciente. El tono es severo con la élite alternativa, y da cuenta de los diversos dilemas de las fuerzas democráticas venezolanas. Si bien la orientación estratégica parece tener un consenso mínimo —aspiramos a una sociedad abierta dentro de un marco económico incluyente y una política pluralista—, las diferencias tácticas y su errática ejecución han sido aprovechadas desde el poder. Cada ruta, ya electoral, ya insurreccional, con sus costos y oportunidades, ha sido en ocasiones asumida de manera ambivalente y fragmentada. Para algunos, la ruta electoral era concesión a los moderados, solo necesaria para legitimar acciones posteriores. Para otros, la radicalización de la protesta era un medio basado en premisas erradas, cuya ejecución era tolerada simplemente para evitar un embarazoso deslinde dentro de la gran coalición opositora. Es decir: hemos asumido algunos de los terribles costes de la ejecución de diversas tácticas políticas, sin haber podido sostener algunos de sus logros.

Se ha escrito, con acuciosidad, sobre los problemas de coordinación estratégica de las oposiciones democráticas en un contexto autoritario. Académicos e intelectuales han tratado sobre los dilemas de las élites en contextos nacionales y comparados. Cabe sin embargo preguntarse si es posible lograr una coordinación estratégica, lo que comúnmente llamamos unidad, si las distintas fuerzas que aspiran a un cambio nacional tienen visiones tan disímiles de la ruta a seguir. Incluso, cabe preguntarse si esa unidad no se ha convertido en el límite concreto de realización de cada visión: existen incentivos para que actores políticos asuman para sí las ventajas de una unidad nominal, mientras retan los consensos coyunturales que parecían apuntalarla, exacerbando los efectos del ventajismo y la represión oficial.

Voces críticas han señalado que los limitados logros de las fuerzas democráticas se deben a un espacio de comodidad atado a esa condición de opositores: habrían alcanzado un statu quo que permite una supervivencia en la medianía, sin los rigores y desgaste del poder político a escala nacional. Considero que esto responde a una vieja tradición de cinismo desesperanzado entre nosotros, pero que además niega los rigores y riesgos verdaderamente existentes en el ejercicio de la política alternativa en nuestro país. Casi todas las figuras dirigentes de la vieja unidad democrática han sido objeto de la acción autoritaria del Estado, afectando a todas las opciones políticas y ayudando a dispersarlos. Se sufre en paralelo el desgaste de décadas de expectativas frustradas, generación tras generación, junto con el doloroso contraste de la emigración y la miseria.

III

El país recibe con descreimiento y desconfianza el ciclo electoral que se asoma en el horizonte. La puja por el consenso o la victoria en unas primarias llena el espacio de un debate político que hoy parece alejado de las mayorías potencialmente críticas, ante el creciente temor de que las fuerzas democráticas enfrentarán electoralmente al poder del Estado de manera dispersa, o con un candidato que no represente una amenaza significativa. El consenso entre dirigentes, sin reglas ni visión estratégica acordada, puede significar una oportunidad perdida. Lo que reflejan estas páginas, empero, es que independientemente de sus orígenes y del servicio de quienes lo han sostenido, la fórmula del Gobierno interino no parece hoy ser capaz por sí sola de liderar una reorganización. Creemos que en la entrevista a Borges aparece una asunción autocrítica de la estrategia política que aún no ha sido abandonada, con la franqueza de exigir aquello que, por temor a la división, por las limitaciones de nuestro esquema de medios, y por el contexto autoritario, no se ha podido debatir con la franqueza que la responsabilidad democrática requiere.

Lo más relevante de esta entrevista es que no omite, con una perspectiva severa que no presume ser imparcial, puntos focales de la dinámica política: las secuelas de la elección parlamentaria de 2015; las gestiones unitarias en la Presidencia de la Asamblea Nacional; la agresiva deriva del gobierno de Nicolás Maduro, los diversos intentos de diálogo; la actitud predominante en la Fuerza Armada; las protestas del año 2017; su exilio político; la búsqueda de apoyos internacionales hacia una transición; la detención, tortura y muerte de figuras políticas; las denuncias ante la Corte Penal Internacional; el esquivo consenso electoral del año 2018; los debates en torno al estatuto de transición y el Gobierno interino, hasta su conformación, ejecutorias, polémicas y dinámica; la protección de activos de la República; la cooptación de dirigentes hacia la Alianza Democrática, y el retorno electoral unitario en las regionales del año 2021. Todo esto es el contexto del debate presente hacia una ruta unitaria plausible, o una escisión respetuosa de las profundas divergencias.

Esta posibilidad invita a una revisión adicional acerca de los consensos normales que han alimentado las certezas ideológicas del campo democrático. La que generalmente ha sido una orientación democrática de centro, en ocasiones definida con nostalgia del viejo sistema político, parecía a veces anclado en las premisas materiales e intelectuales del tardío siglo veinte, o a la incesante diatriba en torno a la táctica dentro y fuera del exilio. ¿Cómo reafirmar la convicción democrática en la hora de una regresión autoritaria global? ¿Cómo enfrentar eficazmente la pobreza sin apelar al colectivismo opresivo o al populismo benefactor? ¿Cuál es el rol de los partidos frente a la sociedad civil y frente al Estado? ¿Qué haremos ante la redefinición del panorama energético mundial? ¿Cuál debe ser la configuración de la comunidad política que incluya en plenitud de derechos y deberes a los venezolanos de la diáspora y el país? Ninguna fuerza política dispersa, desanimada y sin confianza en su propósito histórico puede atender estas cuestiones fundamentales.

En este sentido, el aporte de Julio Borges hace que la suya sea una voz significativa. Lo que comenzó hace treinta años como una agrupación de activismo estudiantil en torno a la justicia de paz y la construcción de espacios comunitarios, Primero Justicia se transformó hace dos décadas en un partido político que ha sido pilar de la promoción de la democracia en el país. Desde el humanismo de centro, y junto con Acción Democrática, Un Nuevo Tiempo y Voluntad Popular, ha protagonizado las diversas variaciones de las alianzas opositoras, desde una posición de peso específico propio que le granjearon sus avances electorales y de organización a nivel nacional como opción de poder real. Ha sido formadora de cuadros políticos y dirigentes que recorren el país y el mundo, encontrándose hoy en un importante proceso de reestructuración, con la ambición y empuje que llevó a sus entonces jóvenes fundadores a organizarse más allá de la coyuntura constituyente con la que comenzó la revolución bolivariana.

Y es en este punto que me detengo en una consideración especial sobre Julio Borges. Escribí al inicio que abordé estas páginas como ciudadano, aunque en una faceta distinta a la elección de vida que hizo él décadas atrás. Debo confesar que abordé esta tarea partiendo de una posición de respeto hacia su trayectoria, que en medio de la confianza y el descreimiento actuales rara vez es evocada. De una generación fundadora cuya relevancia va más allá del partido aurinegro, se ha destacado más por la organización y la tenacidad que por la retórica y el carisma. Esa tenacidad está marcada por su decisión de optar por el servicio público, en un tiempo en que sus contemporáneos rechazaban, no sin fundamentos, la pertenencia a partidos e instituciones políticas. Con su formación académica y profesional, habría podido acceder a una carrera privada que, sin ser garantía de prosperidad, no conllevase los rigores propios del político de vocación. A esto que de por sí ya es significativo, se suma hoy un exilio junto con su esposa e hijos, tras haber soportado por años violencias y vejámenes que conocemos, y otros que seguramente ignoramos.

En buena medida, figuras como Julio Borges, junto con la de otros de su generación —López, Capriles, Ocariz, Machado, Solórzano— han asumido la tarea que se corresponde con los talentos y ventajas con los que han sido privilegiados dentro de la comunidad política. Tal ha de ser la medida de su exigencia, como deber de las élites o de quienes aspiren a serlo. Encuentro en esta constatación un sentido profundo de los diálogos que leerán a continuación: el descarnado llamado a una polémica constructiva, en medio de una coyuntura de redefiniciones y reorganización. Le invito pues, ciudadano lector, a leer, contrastar y juzgar con seriedad los argumentos y testimonios que Paola Bautista de Alemán ha recogido en su conversación con Julio Borges. Aunque aún hoy nos eluda el fruto futuro, no denigremos de la semilla de una nueva comunidad.

Noticias Relacionadas

El periodismo independiente necesita del apoyo de sus lectores para continuar y garantizar que las noticias incómodas que no quieren que leas, sigan estando a tu alcance. ¡Hoy, con tu apoyo, seguiremos trabajando arduamente por un periodismo libre de censuras!

Apoya a El Nacional