Por LUIS PÉREZ-ORAMAS
La mejor novela venezolana que he leído en los últimos años se titula La otra isla, y su autor es Francisco Suniaga. Allí se conjugan, en la trama de un lenguaje prístino, la fiebre de los gallos de lidia y la isla detenida o encendida que colma el norte de nuestro mar Caribe, la mirada del extranjero que viene a postrarse en ella hasta la muerte y el insondable océano en donde, acaso sin saberlo, un país naufraga en su propia desmemoria; en la nostalgia, que es el rostro cómplice de la desmemoria, esa ausencia de historia. Leyéndola me ha venido a la memoria la mejor novela de Gallegos: Canaima.
En La otra isla, con ser una obra de inconfundible carácter, se escenifica de nuevo —brillantemente— una tipología inventada por Gallegos: Venezuela, sus rincones más indómitos o idiosincráticos, es un lugar incomunicable. Alguien viene de lejos. Llega, por accidente, como un náufrago: lo traen las fuerzas del deseo, o el ocio; lo traen los menesteres del hambre o la guerra.
Venezuela ha sido un tejido de estos arribos, de estos desembarcos. En la tipología galleguiana de Canaima estos seres venidos de la distancia, que son acaso la cifra más reciente de todos nosotros, reciben, un impensado día, la revelación del país como lugar incomunicable. Aquel hombre prosternado en su hamaca, apesadumbrado por el mal de Canaima, sumido en su silencio, o este alemán fascinado por el brillo de las espuelas de los gallos furiosos que Suniaga nos ha retratado impecablemente, se pierden ambos en un naufragio sin causa.
Venezuela es allí un lugar sin lenguaje o con voces cifradas que sólo comprende el organismo de la costumbre. Ninguna posibilidad de racionalidad puede sobreponerse a este estupor intraducible que adquiere forma de conversión regresiva, en Canaima, bajo la avalancha de una tempestad infinita. En La otra isla son los gallos que madrugan; la desidia de un país que, como bien lo dice su autor, está lleno de gente solidaria que no ha aprendido aún a vivir colectivamente esa solidaridad.
Me gustaría pensar en las bellas páginas de Suniaga, a la luz de aquellas magistrales de Gallegos, como si fuesen un documento más, añadido a los anales de una teoría del fracaso nacional. Entiéndase: no digo yo que esta novela es una novela del fracaso, aún menos que ella sea un fracaso. Digo, precisamente, lo contrario: Suniaga nos ha dejado una pieza impecable de literatura, y sólo nos queda esperar que este autor nos entregue más, porque la novela es un don epocal. Pero sin duda esta pieza debe —o puede— leerse en el marco de una inquietante jurisprudencia del fracaso y de la prosternación que abunda en el repertorio simbólico de la venezolanidad.
Tengo por pieza capital de ese repertorio al cuadro heroico mejor conocido de la pintura académica venezolana del siglo XIX: El Miranda en la Carraca de Arturo Michelena. Miranda es, también, otra isla en esta historia de archipiélagos que es Venezuela. Miranda es, acaso, la isla en donde también se esconde la cifrada clave de nuestra emancipación fallida. Sobre este hueco de libertad, aún no alcanzada, los venezolanos hemos lanzado la arena ficticia de tantas gestas libertarias que se resumen todas a una suma efímera de gestos y palabras, y que se han saldado por una consternante ausencia de hechos fecundos.
Miranda es el distante, el extranjero. Miranda viene de lejos y es —como diría Balza, ese otro enorme novelista— el más hermoso: hermoso en la tragedia de su sumisión y en el silencio impenetrable de su expectación. Miranda es como el protagonista de La otra isla de Suniaga: un enamorado que se estrella contra la impronunciable verdad de un país que no sabe sufrir la transparencia.
Quiero creer que la incomunicabilidad de Venezuela es un mito. Quiero creer que la generación de nuestros intelectuales modernos —Rómulo Gallegos, Alfredo Boulton, Arturo Uslar, Isaac Pardo— se inventaron un país arcádico, la mitología de una nación primigenia, a la vez como un motivo de pasión y como una forma positiva de nostalgia que les permitiera escapar de la consternante razón primitiva que ha conducido, y aún conduce, a la nación hacia sus abismos. Era, quizás, una manera para enfrentar los saldos pasivos de nuestra historia, el sino patético de una forma se ser colectiva en la que aparecemos los venezolanos como las víctimas de las dos fuerzas que nos han ido constituyendo, a pesar nuestro: la voluntad de unos pocos y la indomable naturaleza.
La condición de Arcadia es su incomunicabilidad. De allí el mito de un país que sólo entenderíamos los venezolanos, sin siquiera tener que pensarlo, y que no hacemos más que padecer, impensadamante. De allí la escena mil veces repetida del hombre —o la mujer— lejanos que vienen a fracasar o a sumirse en el estupor de una tempestad, en el fragor de los gallos, en la cíclica y desierta manga de coleo de los toros, en la no-ciudad donde la ciudad se desfigura, en el tiempo detenido antes del tiempo.
Los venezolanos del futuro tendremos que reflexionar mucho en este mito del país incomunicable. Tengo la sospecha de que encontraremos allí una de nuestras tareas por venir: hacer comunicable nuestro ser colectivo. Encontrarle una lengua a nuestros misterios. Buscarle voz a nuestro silencio, hacer un discurso que tenga lugar en lugar del estupor. Francisco Suniaga nos ha retratado una isla dentro de otra; y la verdad de su novela radica en la experiencia que todos podemos compartir al encontrar allí un sitio que conocemos por haberlo padecido. La isla se revela en el gesto incierto de un alemán que deja su cuerpo hundirse en las mareas, por amor fallido o por la pasión de unos gallos que consumen su indomable casta en una lucha circular, de donde no surge —por ahora— ninguna emancipación. Tan sólo, como de nuestra propia historia, una intraducible catarsis.
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